Algo cambiaba para peor y se percibía en los contextos más vulnerables.
Fue la presencia de testigos y la movilización de vecinos y familiares la que impidió que el primer episodio de abuso criminal policial de la democracia fuera encubierto con la coartada de un enfrentamiento armado escenificado por los uniformados. La efectivos de la Bonaerense habían plantado armas sobre los cuerpos de las víctimas y orquestado toda una serie de amenazas y atentados con el fin de impedir la organización vecinal. En concreto, sobre el final de la tarde del 8 de mayo de 1987 en la esquina de Guaminí y Figueredo de la localidad de Ingeniero Budge, personal de la Policía Bonaerense fusiló a Agustín Olivera de 20 años, Oscar Aredes de 19 y Roberto Argañaraz de 24.
Las víctimas eran pobres, de clase trabajadora y, como de costumbre, se habían juntado a tomar una cerveza en la esquina cuando la departamental irrumpió para perpetrar la masacre que, de algún modo, clausuraba la idílica primavera democrática alfonsinista y ponía en evidencia el impune modus operandi de la “maldita policía”.
Sabemos que alguien había alertado a las fuerzas de seguridad por una discusión en un bar con un vidrio roto y que un rato más tarde, el suboficial mayor Juan Ramón Balmaceda, el cabo primero Jorge Alberto Miño y el cabo Isidro Rito Romero abrieron fuego contra los jóvenes sin que mediara palabra o advertencia previa. Olivera fue fulminado con doce balazos y luego Aredes, con otros siete. Willy Argañaraz, con una herida de bala en la pierna, fue subido a la camioneta para ser fusilado de un tiro en la cabeza.
León Zimerman, abogado de los familiares de las víctimas, utilizaría la metáfora de Rodolfo Walsh para referirse a la bonaerense como “la secta del gatillo alegre”. El de Budge constituyó el primero de una serie reiterada de casos de gatillo fácil que ponían en evidencia que la represión de ningún modo había acabado con el final de la dictadura.
El día del fusilamiento, el diario Clarín tituló en su portada “No son punibles quienes obedecieron órdenes”, en relación con el pronunciamiento del Procurador General de la Nación, Juan Octavio Gauna, sobre la Ley de Obediencia Debida. La apretada carapintada de la reciente Semana Santa del 87 daba sus frutos y se reflejaba en el accionar de las fuerzas represivas.
Si la paz democrática constituía un mito insostenible, aquel otro que afirmaba que con este sistema político “se come, se educa y se cura” también se demolía a pedazos en el marco de un profundo aumento de la pobreza y el desempleo junto a una inflación cada vez más destructiva.
En este clima de descontento social, decepción y represión clasista, emergería uno de los movimientos contraculturales más trascendentales de la Argentina contemporánea con la explosión de un movimiento punk local que para 1987 ya contaba con una respetable trayectoria. Ese mismo año aparecieron bandas como Mal Momento, Dos Minutos, Flema, Attaque 77, Defensa y Justicia, Doble Fuerza o la cien por ciento femenina, Exeroica que confirma la trascendencia disruptiva del contexto.
La primera visita de Ramones a la Argentina, concretada la calurosa noche del 4 de febrero, ya había causado un gran impacto en muchos de los integrantes de las bandas del punk argento que juzgaban que aquello que Joey, Johnny, Dee Dee y Marky hacían en el escenario de Obras no tenía nada de inviable. Esa noche hubo botellazos, empujones y enfrentamientos con las fuerzas del orden pero, milagrosamente, ningún herido. Era tiempo de fanzines como ¿Quién sirve al caos?, Rebelión rock, Resistencia, Vaselina o Moco y manifestaciones contra el constante abuso policial en los recitales.
El circuito oficial Punk se recorría en el Centro Parakultural, en el Funk, el Teatro Santa María o en Cemento donde, por lo general, decenas de artistas compartían escenario para abaratar el costo de un sonido que podía rondar entre los 400 y 700 australes.
En su edición del 9 de julio, la revista Canta Rock, en una nota sobre el nuevo rock porteño, caracterizaba el modo en que “Buenos Aires ha cambiado y sus habitantes parecen no entender nada. Cada vez hay más cortes modernos y peinados con gel en el colectivo. Los punks parecen multiplicarse a diario. Todos los fines de semana casi a medianoche, una horda de chicos y chicas parecen salir de sus cuevas luciendo un código absolutamente novedoso”. En la misma nota se daba cuenta del permanente abuso de autoridad de la policía contra estos pibes o contra los propios músicos que con frecuencia terminaban en celulares o comisarías, amenazados, donde les rompían las camperas o eran rapados a la fuerza.
En agosto de 1988, el gobierno de Alfonsín presentó el Plan Primavera, un nuevo intento económico destinado a reducir el déficit fiscal y contener la inflación. Era el principio del fin. El nuevo ajuste incluía controles de precios, negociaciones con los sindicatos y empresas, controles sobre el tipo de cambio y el congelamiento de los salarios estatales. El fracaso de la nueva iniciativa se veía reflejado en la profundización de los problemas económicos y en una tasa de inflación anual del 343%.
En este contexto de creciente malestar social y aumento de la pobreza estructural, tendrá lugar el lanzamiento del vinilo Invasión 88, en diciembre de ese año, cinco días antes de la muerte de Federico Moura durante la madrugada del miércoles 21. Disco de culto que sintetiza la primera década del punk local, marca también el punto de ebullición en la historia de un movimiento que en un par de años sería absorbido por la industria cultural y la de la moda. Editado y producido por Sergio Fasanelli y Walter Kolm a través del sello Radio Trípoli, el álbum contaría con la participación de los Baraja y los Laxantes —ya disueltos para la fecha—, Flema, Rigidez Kadavérika, División Autista, Exeroica, Defensa y Justicia, su paralelo Attaque 77, Conmoción Cerebral y los controversiales skinhead de Comando Suicida. Sería la presencia de éstos últimos una de las causas por la que bandas anarcas como Alerta Roja, Cadáveres o Mal Momento desistieron finalmente de formar parte del proyecto.
Una vez consumado Invasión, Radio Trípoli le propondría inmediatamente un disco propio a Attaque 77, agrupación adolescente que ya contaba con los demos de la antipolicial B.A.D. (Brigada Anti Disturbios) y Pasión de multitudes (Sola en la cancha), pero que además había sorprendido con su sonido, aunque ramonero, tan radial y mediático como para proporcionarles varios discos de oro y platino en un puñado de años.
Cuando el pop empezaba a aburrir y las metáforas y la poesía se tornaron un límite, un impedimento para describir la angustiante realidad que se percibía en las calles, aquella novedosa formación de la banda sin Danio Caffieri y Claudio Leiva —Ciro Pertusi (21) en bajo, Mariano Martínez (18) en guitarra, Federico Pertusi (18) en voz y Leonardo De Cecco (16) en batería— apeló mejor que nadie a un lenguaje callejero, irreverente y juvenil con que escupir la decepción, la incomodidad y la violencia que se vivía en las barriadas metropolitanas.
De alguna manera, esta aventura punk actúa como registro de la cosmovisión de una generación que se veía interpelada en un marco de creciente degradación social como consecuencia de la inercia productiva que el menemismo iba a profundizar.
Dulce Navidad, legado esencial del punk de herencia ramonera, conformado por siete breves canciones que transcurren en 18 vertiginosos minutos, fue grabado entre octubre y noviembre de ese turbulento 1988 y estuvo marcado por las tensiones artísticas entre su productor Michael Peyronel y el joven guitarrista Mariano Martínez. Planificado para el mes de diciembre, el disco finalmente postergaría su lanzamiento hasta marzo del año siguiente, debido a los reiterados cortes de luz (como hoy, pero de servicio estatal) y a las dificultades que presentaba la industria del plástico sobre el final del alfonsinismo.
Tras una cortina de distorsión y explosión desenfrenada, las canciones se suceden entre símbolos populares y un tenso malestar social que de alguna manera anticipa al rock barrial de los 90. Hay una bomba en el colegio es una historia de transgresiones en una escuela, en la que una parejita hace el amor durante la desesperación que genera una falsa amenaza de bomba. Me volviste a engañar, no te quiero más y la desopilante Gil reflejan la problemática de la infidelidad, la violencia de género y el desamor ante una reciente Ley de divorcio, desde la perspectiva de adolescentes afectados por la insoportable cotidianidad familiar. En la última de ellas se cuentan las delirantes desventuras de un pobre tipo que debe sacrificarse y trabajar para criar a seis hijos producto del adulterio de su mujer con un pitufo. Papá llegó borracho es una canción navideña, aunque no pretende ser una oda al amor familiar ni a la paz sino, más bien, la invocación a una Navidad desde la perspectiva de quien no tiene nada que celebrar más que sufrir y denunciar la miseria, el hambre, la violencia familiar y la desesperanza que se vislumbra en la futura Argentina de los 90.
Caminando por el Microcentro, una hermosa balada sobre el deseo sexual que encuentra en Edda Bustamante a su musa inspiradora y Sola en la Cancha, la historia de una chica retraída que solo sabe amar a su equipo de fútbol, completan la acelerada y acotada lista de canciones de un álbum que culturalmente, sumado al abordaje de latidos populares como el fútbol, el cine o la TV, marca también cierta apertura democrática para enfrentar puntos sensibles y previamente reprimidos como la crisis de las instituciones tradicionales, el cuestionamiento a la autoridad, el adulterio o la manifestación de los deseos sexuales. Desde una perspectiva social, Dulce Navidad pone de manifiesto, partiendo de la aguda observación de adolescentes de barrio enojados, el traumático fin de la primavera democrática alfonsinista con un crecimiento exponencial de la violencia policial y el inicio de un derrumbe productivo hiperinflacionario en el que la clase trabajadora se perfilaba como la gran derrotada.