Guardo en mi memoria, casi como un espectro o algo semejante al ensueño, una imagen del escritor Jorge Luís Borges como empleado de la biblioteca en sus años de juventud. Fue en el año 1938 en la biblioteca Miguel Cané. Hay objetos que solo entran por los poros. Los libros son ese tipo de cosa donde hacen su aparición, tímidamente, las palabras más valiosas de nuestro camino. Desde ellos, a partir de ellos, dentro de ellos, se nos revela cierta magia que abre nuestro ser.
Mi padre heredó pocos libros, escasos, pero hay una memoria que sobrevuela los saberes: una memoria de cosas, encuentros, aprendizajes que se hallan como un tesoro debajo de la tierra. Recuerdo cómo de niño desenterró un frasco lleno de bolitas de cristal que su padre ocultó bajo un árbol como castigo por no estudiar.
Los libros pueden ser una herencia, ya quisiera que mi padre me hubiese heredado los autores, las aventuras o las historias más reveladoras de las verdades del mundo. Pero no, hay quienes heredamos palabras que son el punto de partida para ir en busca de algún libro que nos halle. Las calles de nuestros centros urbanos están abarrotadas de libros, sólo que para alcanzarlos hay que declarase huérfano de saberes, de todo supuesto saber y así dar lugar a la sorpresa, a un tipo de descubrimiento que nos haga correr hacia alguien para compartir ese mundo nuevo. De lo contrario, los libros son soledades que engordan con la humedad o sirven de herencia para bibliotecas mudas. Un libro debe ser una ventana que nos entregue una visión original y singular de la naturaleza humana con todos sus vaivenes. Los libros traen su historia, llevan a cuesta una herencia cultural y personal: (…) “si un libro fuera una sombra de nosotros mismos sería bastante, pero francamente es mucho menos” (…), esto comenta Antonio Machado en sus Páginas escogidas.
¡Cuántos somos los que muchas veces nos encontramos en una solidaridad como lectores sentados en un bar o alguna plaza, viajando en tren, con un libroespejo que nos dice: ¿estás ahí?! En ese cruce entre un libro callejero y el libro de nuestra alma, la vida se desnuda y se muestra tal como es y tal como nos afecta. Confieso que no tengo tantos saberes librescos, pero basta con que una frase evoque algo de mi vida para abrazar al libro entero. Recuerdo el primer contacto con mi analista, era muy joven, y en ese estado de entrega total del alma, en desconcierto y con todo un mundo por descubrir, entré al consultorio con un tropezón. Llevaba un libro de poemas en mis manos, se desparramaron las hojas y comenzamos a levantarlas de a una. Ese libro fue la señal más clara que un mundo mío vivía en aquellas páginas y que en el devenir de los días había perdido, pero que en esas hojas el alma seguía latiendo. Un libro es un poco eso, un tropiezo, un paso enredado que se nos presenta lleno de hermosas dificultades. Creo que los libros son sólo un asomo, el resto un abismo. ¿Cuántos libros nos hacen falta para comprender? No para saber, sino comprender, que es lo mismo que decir “entender con el corazón”.
Un libro vive y se revela en cada emoción que una frase despierta. Un libro es un despertar ¿Y qué buscamos en ellos? Sinceramente, siempre vuelvo a dos o tres. Y tengo dos o tres frases que me acompañan y, aunque he leído y sigo leyendo bastante, hay pocos faros que siempre iluminan mi escritura. Quizá no de forma directa, pero en lo que desocultan y lo que ocultan se despliegan los sueños que terminan por enredarse en mi escritura. “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. De aquí supongo la ternura que tanta falta hace. “Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano que en el sueño infantil de un claro día vimos partir hacia un país lejano”. El tiempo: ese estado del hacer pasar (Ricoeur) que nos mueve y nos hace amar, perder, anhelar, doler. Tantos libros como iluminaciones suceden. Cuando Ray Bradbury, en Fahrenheit 451 (1953), hace deambular a sus personajes como libros vivientes, me pregunto si acaso debe uno guardar en la memoria todo lo que ha leído y, en tal caso, ¿para qué?
Creo que lo más interesante de un libro es el olvido. Si un libro punza en el corazón, se lanza uno a rodar por la vida y ese libro es apenas una sombra. Ese mundo ha nacido nuevamente. Los libros que resguardan en sí mismos esa brillantez pueden desaparecer para siempre.