Antes que nada le quiero contar un episodio muy personal de mi vida para que usted se dé una idea precisa de mis sentimientos hacia Perón y el peronismo. Corría el año 53, con mi novio, como todos los sábados por la tarde, salimos a pasear. Primero tomamos el té en la tradicional confitería “La Perla”, en 7 y 48. Ya en ese momento noté una ansiedad poco habitual en él puesto que a las masitas finas, las mejores de la ciudad de La Plata, se las devoró casi sin masticar. Yo, a las mías, opté por llevármelas envueltas en una servilleta de papel para saborearlas por el camino. Como el mozo tardaba en venir, mi novio dejó el dinero arriba la mesa sin esperar el vuelto. Me llevó de la mano flameando hasta el bosque. Sus manos estaban tensas, tensas pero firmes, cuidadosas. A esa altura empecé a imaginar que me saldría con algo lindo. En el trayecto me compró unas flores y me besó. Seguimos volando hasta un pequeño apartado en la zona de las grutas que da sobre un hermoso pasaje de agua, ahí se arrodilló ante mí, del bolsillo de su saco extrajo un estuche cuadradito y chiquitito, me mostró el anillo y me dijo que se quería casar conmigo. Quizá le parezca tonto este relato pero a las chicas de entonces nos gustaba que las cosas fueran de esa manera, como en las películas. A pesar de que me la veía venir no pude contener las lágrimas. Nos abrazamos, nos besamos y lloramos los dos juntos. Pasados esos momentos de embeleso y emoción, nos relajamos y nos pusimos a planear posibles fechas para concretar nuestro enlace. Él hablaba y hablaba y mientras hablaba no paraba de hacer anotaciones en su libretita roja, una libretita que siempre llevaba consigo desde que había comenzado nuestro noviazgo hacía cuatro años y en la que tenía registrados todos los acontecimientos destacados de nuestra relación. Yo lo escuchaba feliz y enamorada. Él hablaba, me besaba, anotaba y me acariciaba. Un primor como verá. Haciendo un somero estudio de los tiempos organizativos y familiares propuso una fecha relativamente próxima, no recuerdo exactamente pero póngale que fuera dentro de los siguientes seis meses. Ahí nomás se me cruzó un pensamiento. No sé yo cuál será su relación con sus pensamientos pero los míos, cuando aparecen, no se detienen hasta que son, primero expresados y luego concretados. Mi novio, que me conocía como nadie, cuando vislumbró mis ojos sacando chispas supo enseguida que se trataba de uno de mis invulnerables pensamientos. Cerró y guardó rápidamente su libretita roja, quizá recordando la última vez que uno de mis pensamientos había terminado con su libretita en un desaguadero. También guardó el anillo, por las dudas, y se quedó quietito esperando mi previsible exposición. Yo me paré con parsimoniosa exaltación femenina, alcé un dedo en dirección a su nariz que ya mostraba algunos signos de picazón y me tomé el trabajo de explicarle lo siguiente, en un tono didáctico, casi amorosamente autoritario: “Yo no me pienso casar con otro hombre que no seas vos. Yo no me pienso casar en otra ciudad que no sea mi ciudad. En la ciudad en la que nací, en la que nacerán mis hijos, en la que vivo, viviré y moriré. Pero no me pienso casar en mi ciudad hasta que mi ciudad vuelva a llamarse como siempre se llamó. Como le puso su fundador en 1882: Ciudad de la Plata. Quiero decir que bajo ningún aspecto y circunstancia en mi libreta de casamiento, que será para toda la vida y donde inscribiré a nuestros hijos, dirá que yo me casé en la Ciudad Eva Perón, no señor. De ninguna manera. Y esto no se está discutiendo, se está sentenciando. Hasta que la Ciudad de La Plata no vuelva a llamarse Ciudad de La Plata, yo no me caso. Y si me tengo que quedar soltera, así será”. Y lo cumplí al pie de la letra. Recién pusimos fecha cuando la Libertadora nos recuperó el nombre que la Tiranía nos había quitado. ¿Usted es peronista, no? Bueno, lo siento, pero yo soy antiperonista y como ve, lo mío no es superficial. Todos en mi familia lo somos. Esta ciudad siempre fue muy antiperonista. ¿Usted sabía por qué hicieron descender a la B a Estudiantes de La Plata por esos años? Por antiperonista. ¿Conoce la historia? Se la cuento. Cuando imprimen “La razón de mi vida”, el libro de Evita, ella ya estaba muy enferma y… ¿usted sabía que ese libro en realidad no lo escribió Evita? Hace poco una amiga me contó que se lo redactó Manuel Penella de Silva y se entiende, cuándo lo iba a escribir si estaba de acá para allá todo el tiempo esa mujer. Bueno, le sigo contando: apelando a ese afán propagandístico y autoritario que siempre caracterizó a esta gente, se ponen a distribuir en todas las instituciones sociales, educativas y deportivas carradas de las razones de su vida para que sean repartidos entre la comunidad. Parece que los dirigentes pincharratas eran todos gorilas, como dicen ustedes de nosotros, entonces a los paquetes con los libros los arrumbaron en un sótano. Evita muere. Una tarde, al poco tiempo, un empleado ministerial, realizando una inspección de rutina, descubre los libros tirados en un despacho de la sede pincharrata y hace la denuncia en el sindicato. Ahí nomás los peronistas, como castigo, desguazan la entidad, la intervienen y al descenso.
A finales del 52 yo era la delegada de la UES de mi colegio platense y queríamos tener un lugar de recreación, un campo de deportes como ya tenían las chicas de la Capital Federal. En consecuencia, pedimos una audiencia con el presidente. Antes usted tenía una necesidad justa y el presidente lo recibía. No sé cómo será ahora pero en ese sentido Perón se ocupaba personalmente de todos los asuntos. En fin, nos dieron la cita y no recuerdo qué día de la primavera del 52 fuimos todas las delegadas de La Plata en un micro que nos puso el gobierno hasta la Residencia de Olivos. Imaginará que yo en mi casa no dije ni mu. Mi papá se llegaba a enterar de que yo me iba a encontrar con el Presidente Perón y era capaz de echarme de casa y no le estoy exagerando ni un céntimo. Ese lugar era un verdadero paraíso que ya usaban las chicas de la UES de Buenos Aires y alrededores para sus actos recreativos. Algo así queríamos nosotras para nuestra ciudad. Nos bajamos directamente en los jardines de la Quinta Presidencial. Perón estaba sentado en el césped rodeado de chicas de Capital y de Rosario. No vestía de uniforme, estaba de civil, de entrecasa pero viera usted qué bien le quedaba. Era muy guapo. Cuando nos vio llegar se paró para recibirnos. Pero ninguna lo tocó. Quiero decir, no vaya a pensar mal, que ni beso en la mejilla ni apretón de manos, nada. Un caballero en todo sentido el Presidente, una sonrisa, un don de gente, con cada palabra se le notaba la inteligencia. ¿Usted piensa que San Martín habrá sido tan inteligente como Perón? Porque para mí no hubo en toda la historia de la República Argentina un militar más inteligente que Perón. Lástima que fuera peronista. Al contrario de ese pacato del gobernador Aloé. Y se lo nombro porque estaba paradito ahí atrás, vestido para montar, con la fusta en una mano y esa cara de gaucho bruto insociable. Yo lo había visto un par de veces saliendo de la Gobernación montado a caballo. Es más, ahora me acuerdo, “Caballo” le decían. Por entonces se contaba una anécdota que no sé si será cierta pero se la cuento pues todo el mundo la conocía. Parece que se inauguraba un monumento al indio y Aloé tenía que ir a decir unas palabras. Le explicaron que el monumento estaría cubierto por una manta y entonces él, al destaparlo, debía decir algo así como: “Qué cara, qué gesto…” Y el muy bruto dijo: ”Qué carajo es esto”. Nada que ver con su antecesor, Mercante. Otro caballero. Dicen que discutieron con Perón por cuestión de polleras. Bueno, bah, eso se decía, yo le cuento. Usted en los libros seguramente podrá leer cosas que pasaron pero tal vez nada se dirá allí de los cuchicheos, los chusmeríos, lo que hablábamos entre nosotras en la peluquería de los acontecimientos cotidianos. De estas cosas hablábamos. ¿Usted me dijo que iba a titular sus relatos? Entonces le doy una idea, al relato que escriba sobre mi testimonio podría llamarlo “De peluquería”. Ja, ja, ja. Nos hicieron pasar a un living enorme. Había un par de sillones con unos tapizados que parecían gobelinos, una ternura a los ojos, daban más ganas de quedarse mirándolos que de sentarse pero no alcanzaban para todas las chicas que éramos. Ante un gesto de Perón aparecieron de golpe como veinte sillas más que rodearon al Presidente. Casi todas las chicas eran peronistas y estaban como hechizadas, yo no, claro, pero debo admitir que ese hombre era cautivante, sutil, profundo. Sabía tratar a las personas. Aunque a mí mamá, que sí sabía que íbamos a ver al Presidente, le tuve que decir lo que ella quería escuchar: que Perón era pacato, intolerante, soberbio, maleducado. Mamá estaba chocha conmigo y a todas sus amigas les contaba que su hija había comprobado en persona los defectos del tirano. Bueno, mejor sigo con Perón. “En qué las puedo ayudar, chicas” dijo. Le explicamos nuestra necesidad de contar en La Plata con un espacio que sirviera como campo de deportes y recreación y… ¿ve? Ahí está. Estoy segura, segurísima que le dijimos “Ciudad de la Plata” y él no nos corrigió como hacían todos los caudillos sindicales o alcahuetes de la repartición pública o los mismos periodistas serviles que escribían cosas absurdas como: “Esta tarde Boca Juniors se enfrenta en su estadio a Estudiantes de Eva Perón”. Una infamia. ¿Ve? Todos esos eran más peronistas que Perón. Ahí apareció nuevamente Aloé que propuso alambrar un sector del bosque platense. Tal cual como se lo estoy relatando. ¿Se da cuenta de que era un bruto? Perón tuvo que interrumpirlo y explicarle que el bosque era un paseo público para toda la familia. Entonces saltó una de las chicas y… ah, no, no, espere, ahí aparecieron los caniches. Uno blanco y uno negro. El blanco se me metió entre las piernas y como parecía juguetón lo alcé. ¡Para qué! Perón interrumpió sus palabras y muy serio pero sin dejar de ser amable me explicó que ése era el perrito de Evita. La sola mención de la señora me endureció los músculos. Como si me hubiera vuelto estatua con un rayo misterioso. Quedé en cuclillas, con el perrito entre mis manos clavándome los colmillos. Lo llegaba a soltar, se me llegaba a caer y el resto de mi vida lo iba a pasar haciendo trabajos forzados en la cárcel de Ushuaia. Como yo no reaccionaba se me acercó un asistente, tomó al perrito y lo soltó en el jardín. “Desde que murió Evita ese perro se volvió neurasténico”. Eso dijo. La tensión se destrabó cuando una de las chicas mencionó la República de los Niños y ése fue el lugar elegido para colmar nuestras pretensiones secundarias. Dicen que Walt Disney se inspiró en nuestra República de los Niños para su Disneylandia. ¿Será cierto? Qué estupidez ¿no? Resuelto el asunto, el Presidente se retiró a su habitación y alguien nos dijo que la siesta de Perón era religiosa. Nos convidaron algo de comer y luego nos llevaron al cine de la quinta a ver una película espantosa. Cuando salimos, Perón ya estaba arriba de su moto dando vueltas alrededor de la residencia seguido por un montón de chicas en sendos ciclomotores. Es que ahí estaba lleno de motos para que las usara cualquiera. En determinado momento Perón se separó del grupo y se fue por un caminito arbolado con una de las chicas del grupo de Buenos Aires. Como ya se estaba haciendo tarde nosotras nos subimos a nuestro micro y nos volvimos a La Plata. Vinimos todo el viaje cuchicheando sobre nuestra experiencia presidencial. Le juro, y debe creerme, que habiendo comprobado que Perón era un caballero ninguna de nosotras en el viaje de vuelta tuvo un mal pensamiento con respecto al destino del Presidente y esa muchachita con la que se perdió por un sendero. Aunque a mi mamá, claro, le conté lo que ella quería escuchar.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.
Hermoso relato!!!
Es muy bueno el texto. Solo que entonces Olivos no era la residencia presidencial, lo era el Palacio Unzue, que la Libertadura demolió. La palabra “residencia” afea el relato que, repito, por lo demás es muy bueno.
Gracias, Juan.