Para Garrafa, donde sea que ande jugando
La primera camiseta de fútbol que tuve era de Banfield. Tendría seis o siete años, no mucho más. Me acuerdo que era de un algodón pesado, y que con la transpiración se estiraba y se pegaba al cuerpo. Venía con un pantaloncito y las medias al tono. Me la compró mi padre, que no era hincha de ese club; me dijo que la había elegido porque le parecía linda, y porque era de un equipo que no estaba entre los poderosos, aunque sonaba bastante. En el Nacional de esos años habían salido entreverados con el pelotón de arriba.
Él pensaba que el fútbol era un juego que ya entonces corría serios peligros, y había tomado partido por los débiles de poder y generosos de espíritu. Después, con el tiempo, habría de descubrir que, con esos argumentos, lo que hacía era huir de miedos hondos que le nublaban la mirada, y justificaban una abulia que estaba hecha de otras cosas, menos altruistas.
No lo recuerdo bien, pero es seguro que habré sido presa de una sensación ambigua. Por un lado, de fascinación, pues era la primera vez que jugaría con una camiseta de verdad, y, por el otro, de contrariedad, porque era imposible para un pibe de esa edad no pensar en River, en Boca o en Independiente. Supongo que en la barra del colegio habrán aprovechado para alguna cargada mientras mirarían de costado con una pizca de envidia.
Después yo me encanté con el Huracán del 73. En esos años había que esperar con paciencia para recoger algunas pinceladas de ese fútbol espléndido en imágenes llenas de sombras y pésimamente editadas que ofrecían los noticieros de la televisión, o rogar que el viejo quisiera desandar los cuarenta kilómetros que nos separaban de las canchas importantes, y ver un ratito de aquel equipo irrepetible. Cuando eso ocurría, yo sabía que era verdad, que el fútbol era una travesura que nacía en la cabeza y en el corazón, pero se hacía con los pies. Y que se podía jugar así de lindo.
No han pasado, a fin de cuentas, tantos años. Pero han sido suficientes para que aquel juego bello y generoso se haya convertido en este ensayo bélico, mediocre casi siempre, al que solo la irreverencia de algunos elegidos logra sacudir de su agonía y volverlo la fiesta de la infancia. René, Garrafa, el Diego, el Bocha, Lío. Ellos, sencilla y genialmente, juegan, en el sentido más hermoso e impertinente de esa mala palabra, con el barrio en los tobillos, y poco importa, entonces, por quién late el corazón del hincha: todos volvemos a ser los pibes que fuimos.
Algo de esto pensé cuando a Garrafa Sánchez se lo llevó una muerte absurda; a René, una enfermedad inclemente; a Diego la impotencia de un país que lo quiso mucho y lo cuidó poco.
Ellos eran el potrero, el viejo y mi primera camiseta, las canchas del fútbol grande, la dignidad de los equipos con historia. Las primeras pasiones.
Me gustaría volver a tener aquella camiseta. No he sabido honrarla, pero me sentiría bien si me la atara al cuello y me fuera a jugar un picadito con los pibes de la esquina: si ensayara algún quiebre de cintura imposible y pensara que soy Garrafa, cuando relato para adentro el gol que estamos soñando desde siempre.