Alguno se atrevió a decir que ni se llamaba Chavela ni era mexicana. En tales desvaríos suelen caer quienes se imponen mirar la vida desde las sombras tristes de los escritorios.
La hija de Herminia Lizano y Francisco Vargas —su madre y su padre— supieron poco y nada cómo se ejercía el oficio de criarla. Los profundos desacuerdos que los llevaron al divorcio fueron interrumpidos por una coincidencia unánime: dejar a nuestra Chavela a cuidado de unos tíos. Doña Herminia y Don Francisco andaban preocupados por otros asuntos.
¿Qué habrá sentido, entonces, aquella muchachita todavía frágil, arrasada por la tristeza, postrada por la poliomielitis, echando preguntas al aire y lágrimas al crepúsculo solitario de su angustia?
Solo sabemos que a los catorce años comenzó a cantar y apenas tres años después partió sola, crecida de golpe, y se identificó con el México de los años cincuenta. Huía de los rumores en un pueblo que no entendía que una mujer usara pantalones, y de un país que nunca tuvo el presentimiento de su talento.
Vivió en una azotea. Vendió esto y aquello. Gestionó una agencia de criadas… hasta que México escuchó su voz y la nombró como habría de llamarse el resto de su vida: artista.
Chavela vino a trastocarlo todo. Prescindió del mariachi y eliminó así de las rancheras su carácter de fiesta para revelar en carne viva su profunda desolación. Se paseaba con Agustín Lara, fue musa y amiga de Juan Rulfo, vivía con los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo y cenaba grandes dosis de tequila. A su hermano se le ocurrió calcularlas, sin estridencias ni exageraciones, sino con la pura matemática de una vida tajeada por demasiadas heridas. En su arrugada figura de no más de 53 kilos dejaron su huella cuarenta mil litros de alcohol. La Vargas no se mostró sorprendida: “el número, aunque elevado, no me asustó. Todo tiene un para qué en la vida. Y por algo habrá sido, y yo sé que por algo fue, pero me lo reservo”.
La bebida la alejó doce años de los escenarios. Pero volvió del infierno. Y volvió cantando. Cosechó, entonces, el reconocimiento que mereció desde siempre.
En 2004, cuando se despedía del público argentino, en un momento de serena intimidad de su concierto, dijo: “Pienso que sí me eternizaré, pasará el tiempo y hablarán de mí una tarde en Buenos Aires. Cuando un día empiece a llover, les saldrá una lágrima, será una `chavelacita` muy chiquita”.
Así que aquí estoy, con una chavelacita —no tan chiquita— que me toca los labios. Echo un trago de tequila en el suelo, y levanto a tu salud, querida, venerada, intacta, el último trago, inagotable, con el que siempre te estamos evocando, Chavela eterna.
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.