Lo único que no se perdona es la ofensa a las cosas que nos son sagradas.
En cada corazón existe un altar invisible pero poderoso, donde colocamos
las cosas queridas y donde solo llegamos nosotros.Nadie puede sacarlas de allí]
y menos aún por la violencia. Por eso a pesar de la amenaza, de los buques,
los tanques y las ametralladoras, aún hoy mando más que ellos en la Argentina
porque lo hago sobre muchos millones de corazones humildes.
Juan Domingo Perón
No quiero ser infiel a mi memoria. Al menos, no más de lo que ya ella misma hace por su cuenta, quitando espinas y suavizando golpes para que vivir no sea un asunto demasiado doloroso, pero el caso es que, desde temprano, estoy recordando aquel lunes sin clases. Y recién ahora caigo en la cuenta de las muchas cosas que pasaron en mi vida cuando tenía nueve años. Y aunque dichas de corrido parezcan un cambalache, para un pibe como el que yo era, significaron, todas juntas, un antes y un después.
Tenía nueve años, por ejemplo, cuando mi padre me llevó a ver River-Huracán, en el Monumental. Y aunque aquella tarde Perico Pérez le atajó dos penales a Miguelito Brindisi y Pinino Más acertó el suyo en el arco de Roganti, me fui de la cancha quemero para siempre, aunque no sabía —todavía— que había visto jugar a uno de los mejores equipos de la historia del fútbol argentino.
A los nueve años viví mi primer mundial. El viejo había comprado un televisor Columbia y la imagen que nos devolvía nos parecía de ensueño y nunca, pero nunca, me voy a olvidar del gol de René a los italianos…
También tenía nueve años cuando entré con mis padres a ver una “prohibida” en un cine que estaba a unas cuadras de la estación Boulogne, del Ferrocarril Belgrano. Era el que teníamos más cerca. Tomábamos el tren en Villa de Mayo y tres estaciones después, ya estábamos. En una reposición (porque allí los estrenos llegaban más tarde) vi Juan Moreira, una de las joyas de Favio. Todavía hoy, vuelvo a ver una vez y otra, con el alma en vilo y la respiración agitada, la escena final… («con este sol…»).
Cuando tenía nueve años mis viejos tuvieron una pelea feroz, con vecinos y tormenta de gritos apretados. El querido Hugo Natucci había invitado a mi viejo a ver un partido de básquet en el Luna Park (y eso ya era todo un acontecimiento: estábamos a una hora de tren de Retiro). Y cuando salieron, en lugar de volver —después de la pizza y del moscato— se metieron en un cine de Lavalle a ver La tregua. Aún hoy recuerdo a mi padre sorteando los insultos, los reclamos desmesurados de mi madre por volver de madrugada, sin aviso, en años sin celulares, ni teléfonos, pero el tipo tenía las retinas llenas de lo que había visto, y no acertaba ningún otro argumento que el de su fascinación. Tanto, que una siesta salí como siempre —porque toda la infancia la pasé en la calle— y en lugar de ir con los pibes a jugar a la pelota, me fui a San Miguel y supliqué que me dejaran entrar, sin pagar una moneda, y vi esa maravilla y entendí por qué mi padre se defendía con el solo argumento de lo que había visto.
Debieron pasar todavía muchos años, para entender, con el corazón roto por lo que se comprende demasiado tarde, por qué mi madre era una desmesura de gritos y reproches. Y por qué entonces y siempre era ella la que tenía razón.
Y tenía nueve años, también, aquel 1º de julio plomizo, atravesado por el frío y la llovizna del clima, y por el frío y la llovizna del alma. El recuerdo más potente que tengo (porque para quien estuvo vivo entonces ese día es una huella imborrable) es el silencio profundo, el ensimismamiento, el modo en que todo el mundo andaba mirándose para adentro…
Incluidos los pibes (como el que yo era entonces) y las pibas. Casi nadie jodía. Ni se portaba mal. Mirábamos al suelo, corríamos una piedrita con la punta de la zapatilla, pero ni tanto ni tan lejos, para que no pareciera que estábamos jugando. Y eso no porque supiésemos, exactamente, el significado de lo que estaba ocurriendo, sino por la intuición invencible de que algo inconmensurable era lo que había parado el pulso de todo un país.
Mi casa, pobrísima, desvencijada, rota pero digna, a la vera del Ferrocarril, se había sumido, también, en un silencio profundo, a pesar del gorilismo de tantas sobremesas. Mi padre había heredado la rabia de mi abuelo —radical inconmovible— porque “debió velar” a Eva en su condición de jefe de estación en Garmendia, una localidad tucumana que estaba en el límite con Santiago del Estero. Creo que él sentía la humillación de mi abuelo, y el resto lo hacía su espíritu polémico, pesimista, la letanía de un tipo que sentía que había fracasado antes de empezar a vivir.
No sabía entonces que ese día —y esa edad— habrían de ser inmortales. Que quien había producido ese silencio acongojado, ese apretujarse de almas que se sentían solas de toda soledad, ese líder eterno, habría de seguir tejiendo, incansablemente, nuestra historia.
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.