Argentina se precipita hacia un escenario en el que la proscripción/inhabilitación judicial de la líder popular más importante del país, ubica a la contienda electoral como una disputa de segundo orden y de dudosa legitimidad, frente a una batalla de fondo que atañe al rescate de una democracia secuestrada. Una batalla más profunda que no se subsana pasando la página y eligiendo candidatos. Ni siquiera definiendo un programa de gobierno. Porque cualquier programa podría quedar reducido a un decálogo de buenas intenciones en ausencia de un marco democrático efectivo en el cual realizarse.
¿Cómo sería posible, más allá de lo formal, seguir hablando de democracia cuando poderes externos a la voluntad del soberano deciden a quiénes el pueblo tiene permitido votar y quiénes no? Más aún cuando no es difícil entender que esa prohibición de votar que se arroja contra el pueblo, aunque se personifica en Cristina Kirchner, la trasciende, porque tiene como objetivo no a una persona sino a lo que esa persona encarna.
Es decir: el proyecto político que Cristina Kirchner encarna, trae un extenso proceso de persecución, que en este contexto tiene una estrategia de demolición/anulación, pero que fue el mismo que incluyó la cárcel política de quien fuera su último vicepresidente o la de un ministro en una de las áreas estratégicas de su gobierno. Tal como le ocurrió a Néstor Kirchner, con la que fue la cartera de Planificación Federal durante su gestión.
Pero ésta vez, cruzó la última frontera el 1 de septiembre del año pasado, con el intento de magnicidio contra la actual vicepresidenta, acto terrorista que el poder judicial que terminó por proscribirla, se negó a investigar.
Y que, de no mediar un cambio en las condiciones que hicieron posible la mutilación democrática, no existe ningún elemento objetivo que permita prever que la misma persecución, la misma guerra judicial, la misma violencia -incluso asesina- que fue ejercida contra Cristina no vaya a ser ejercida en el futuro contra cualquier otro dirigente o dirigenta que tuviera la genuina decisión de continuar el proyecto político que los poderes fácticos decretaron proscripto.
O que, por el impacto disciplinador de esa persecución, de esa guerra, de esa violencia no castigada, otros dirigentes o dirigentas pudieran terminar desistiendo de llevar a la práctica el programa que el pueblo pudiera avalar con su voto.
Es que lo que aparece proscripto, en la figura de Cristina, es el peronismo, entendido como expresión política de lo popular y, con ello, la posibilidad de realización efectiva de la justicia social. Concretamente a los límites, por ejemplo, de la distribución del ingreso y la riqueza, a la participación de los trabajadores en el proceso distributivo, en cuyo caso, los poderes fácticos no están dispuestos a tolerar.
Lo que aparece proscripto es el peronismo, entendido como proyecto vigente de la línea nacional (San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón, Néstor y Cristina Kirchner) y, con ello, la posibilidad de construcción efectiva de una autonomía estratégica de la Argentina. La proscripción va por el ejercicio real de la soberanía nacional, en un contexto geopolítico y geoeconómico, signado por la emergencia de un mundo multipolar y pluricéntrico en cuyo diseño nuestra América Hispana, está llamada a erigirse como uno de los nuevos polos de poder en este mundo en reconfiguración.
En este sentindo, Argentina, la segunda economía más importante de América del Sur, después de Brasil (quien ya ejerce un rol protagónico con la conducción de Lula Da Silva), constituye uno de los reservorios privilegiados de minerales críticos y otros recursos estratégicos, cuyo control resulta vital para el desarrollo de la revolución tecnológica o cuarta revolución industrial. Cabe destacar que, en este pasaje a la nueva era hacia la que avanza el mundo, la hegemonía de Estados Unidos junto con el estatus de moneda de reserva internacional -el dólar estadounidense-, está siendo seriamente amenazada, viendo limitado el sostenimiento de la “competencia estratégica” con China.
En este orden de cosas, vale la pena tener presente que en 2018, Estados Unidos mandó como embajador a nuestro país a un ex juez de Texas, Edward Prado, que ya venía “visitando” a la Argentina, al menos desde 2012 (año en el que comenzó la causa contra Amado Boudou), en articulación con actores del macrismo, entre ellos, con quien luego terminaría siendo ministro de justicia en el gobierno de Macri, Germán Garavano. Este ex embajador, había sostenido en su testimonio ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense, para ser confirmado como embajador, que su intención era “continuar trabajando con los abogados y jueces de la Argentina para mejorar el sistema judicial” y que sabía “cuán importante puede ser una rama judicial fuerte e independiente para un país que va a ser una democracia sólida”. Toda una serie de definiciones cargadas de significado, sobre todo para quienes saben leer entre líneas el relato ideológico-político de Estados Unidos lo suficiente como para traducir el rótulo de “democracia” como sinónimo de país alineado bajo su órbita. Ese poder judicial “fuerte e independiente” (¿de quién?) que Prado vino a “mejorar”, fue el instrumento elegido para dar apariencia de legalidad al accionar criminal, antidemocrático y anticonstitucional de los poderes fácticos. Cobra pleno sentido en ese contexto, proscribir al proyecto que antagoniza con sus intereses, los mismos que incluyen necesariamente el saqueo y la desposesión, por medio de mecanismos que involucran, el endeudamiento, la fuga de capitales, la evasión impositiva, la devaluación de la moneda doméstica.
El pasado que vuelve
En este contexto, donde la proscripción cristaliza, en última instancia, la exclusión del pueblo de la toma de decisiones sobre los asuntos estratégicos del país y la administración de nuestra riqueza, no debería sorprender que, en vastos sectores sociales, predomine el desencanto y aparezcan rasgos fuertes de desconfianza y rechazo hacia la dirigencia política.
A los que tenemos algunos años y la ventaja (de la que no gozan los más jóvenes) de conocer por experiencia propia -no por el relato de los medios- el derrotero político de las últimas cuatro décadas o más, la memoria nos retrotrae a aquellos años fatídicos de finales de los 90´s y principios del 2000, donde la fragmentación de las representaciones políticas ponía de manifiesto la impotencia social frente a la crisis que se había venido gestando a lo largo del ciclo que comenzó con la dictadura y desembocó en el estallido del 2001. Sobre el final de aquel ciclo, la Alianza socialdemócrata entre las fuerzas radicales y el FREPASO, encabezada por De La Rúa, lejos de corregir algo del desastre que la precedió, agotó sus esfuerzos en continuar, a fuerza de (más) ajuste y endeudamiento, con la política diseñada por el gobierno anterior.
Fue Carlos Menem, de pretendido origen peronista que, abrazado al consenso de Washington y convirtiéndose en el mejor alumno de Estados Unidos y el FMI, había malvendido a manos privadas el patrimonio público de los argentinos, enmascarando el problema de la deuda, con el fin de sostener un tipo de cambio fijo, provocando un pico histórico de desocupación -inaudito en nuestro país- y profundizando, junto con el renovado endeudamiento externo, la pobreza y la desigualdad, en nombre del espejismo del uno a uno entre el peso y el dólar.
Claro que sí, aquel experimento había traído “estabilidad” (gracias al tipo de cambio fijo) después de la hiperinflación (hija de la megadevaluación). Una estabilidad, sin dudas, demasiado parecida a la paz de los cementerios, en la que pasaron a descansar las esperanzas de los argentinos además de eslabones completos del tejido productivo nacional cuya destrucción, al día de hoy, sigue pesando sobre nuestra realidad económica en la forma de una abrumadora dependencia de las importaciones de bienes y servicios, que ya no producimos los argentinos. La alarmante extranjerización de nuestra economía que puso a nuestro capital a merced de intereses ajenos a los del país, y el desesperado descreimiento de la sociedad en nuestra propia moneda que tanto la dictadura cívico-militar, como las tres experiencias democráticas que le sucedieron, se ocuparon de mancillar, terminaron por cristalizar un combo, en el raquitismo recurrente de nuestras cuentas externas y, a la postre, en el ajuste furioso sobre los salarios de los trabajadores. Tras la huída de De La Rúa, que siguió a la renuncia de Cavallo, con el trágico saldo de 39 muertos en las jornadas de 19 y 20 de diciembre de 2001, la megadevaluación de Duhalde, puso fin al espejismo de la convertibilidad, llevando los salarios reales a mínimos históricos y la pobreza -medida con los parámetros actuales- a niveles del 60 por ciento. Además, desde 2018, contaron con el mismo “asesor” privilegiado en el dictado de la política económica desde la dictadura hasta hoy, a excepción de Néstor y Cristina Kirchner: el Fondo Monetario Internacional. Los que éramos jóvenes y acudímos por primera vez a las urnas en aquellos años, conocemos a qué sabe ese desencanto con una democracia vacía donde el rictus del voto no representaba, al fin de cuentas, más que un cambio de personajes y de color partidario en el gobierno, pero ninguna opción de cambio real que fuera a mejorar las condiciones objetivas de vida de las mayorías a las cuales la democracia no daba de comer, no curaba y no educaba. Pero sí, en cambio, apenas pagaba la deuda externa ilegítima e ilegal que había contraído la dictadura, legalizado Alfonsín y profundizado sus sucesores, mientras los beneficiarios del latrocinio seguían manejando los hilos tras las bambalinas de un escenario decadente, en la que todos los gobiernos desempeñan el mismo rol, la misma indecorosa sumisión al poder real al que nadie señalaba, sin ningún atisbo de representación efectiva de los genuinos intereses de las mayorías de argentinos. ¿Cómo no iba a terminar aquello en un “que se vayan todos”? También hay que decirlo: no se fue casi ninguno. Lo peor es que “el olvido que todo destruye”, permitió que tampoco se fueran las políticas que habían condenado a la Argentina en aquellas décadas hasta desencadenar el estallido. Entre tanto, algunos de los nuevos emergentes políticos que surgieron en los años posteriores vinieron a reeditar, con otros nombres, los mismos recetarios fracasados. Es interesante recalar en el hecho de que aquel “que se vayan todos” iba dirigido, mayormente -como hoy-, a la dirigencia política. Probablemente -seguramente- con influencia de los medios de comunicación (también privatizados por Menem) que se ocupaban -y se ocupan- de orientar la impotencia popular en ese sentido, procurando mantener en el anonimato a otras dirigencias -internas y externas-, como la económica, que digitan el accionar de gobiernos que abandonan la representación popular para congraciarse con sus titiriteros (es lógico: siendo los medios empresas privadas, velan por mantener a resguardo a sus dueños del rechazo que generan las políticas que promueven y de las que se benefician).
También cabe, y hay que decirlo, otra interpretación, no excluyente de la anterior pero más esperanzadora. Puede ser, además, que el pueblo dirija su bronca contra la dirigencia política porque, a pesar de todo, no deja de saber que la posibilidad de torcer la historia sigue dependiendo de que se reconstruya una dirigencia política que se atreva a cortar los hilos, abandonar la comodidad de no confrontar con quienes detentan el poder fáctico en nuestra democracia y a gobernar para el pueblo ¡y con el pueblo! Amparándose en esa legítima representación para sustentar un poder democrático capaz de oponerse al poder fáctico para equilibrar la cancha y repartir, al menos en parte, tanto las penas como las vaquitas gordas o flacas. Eso ocurrió, efectivamente, con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno. Y continuó en los dos gobiernos de Cristina Fernández. La evidencia más notable e incontrovertible es, sin dudas, la evolución del salario y los ingresos reales que, paulatina y persistentemente, fueron recuperando los jirones que se le habían arrebatado con todos los gobiernos anteriores, y que implicó (no podía ser de otra manera) confrontaciones, muchas veces incluso desproporcionadas, por interrumpir aquel proceso de reparto. Como evidencia de lo anterior, se recuerda la escalada del conflicto por la famosa resolución 125 que, en definitiva, buscaba elevar las retenciones a las exportaciones para evitar que, ante un ciclo alcista de los precios internacionales, el shock sobre los precios domésticos erosionara el poder de compra de los salarios e ingresos y que, como contracara, la renta extraordinaria fuera a parar exclusivamente, a los pocos bolsillos de los propietarios agroexportadores. Contra esos gobiernos, los únicos que, con posterioridad al estallido del 2001, encarnaron efectivamente un cambio, los medios de propaganda del poder económico emprendieron una estrategia de demolición sostenida a la que, más tarde, se sumó el resorte institucional dentro del propio estado. Poder que por otro lado, siempre utilizó el económico para legalizar sus decisiones. Así, el poder judicial que antes había convalidado golpes de estado, ahora encabezaba la campaña, basada en supuestos casos de corrupción, contra los gobiernos kirchneristas, especialmente el de Cristina Kirchner, que condujo a la actual proscripción expresada en la condena a inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos contra quien fuera dos veces presidenta de la Argentina.
En el mismo lodo, todos manoseados
El caso es que el reparto de la torta que tanto le quitó el sueño, desde 2003, a los dueños de las ganancias y -en rigor- de casi todo, finalmente, se interrumpió, cuando Macri ganó las elecciones de 2015. Una victoria electoral, alcanzada por mínimo margen, que, por lo demás, hubiera sido impensable sin la decisiva ayuda que prestaron los medios de propaganda opositores al kirchnerismo y la campaña judicial sostenida contra figuras clave del gobierno.
Las sucesivas devaluaciones, que implican un mecanismo inmediato de transferencia regresiva, desde los salarios e ingresos populares hacia las ganancias del capital, amén de los tarifazos, rápidamente comenzaron, apenas ganó Macri, a revertir la recuperación del poder de compra de los años previos, alterando la distribución del ingreso de la economía y alimentando la fuga de aquellas ganancias dolarizadas gracias al levantamiento de lo que los medios bautizaron como “cepo” y al obsceno endeudamiento externo, incluido el FMI, necesario para abastecer de los dólares que hacían posible vehiculizar esa fuga del ahorro nacional concentrado en las pocas manos de los ganadores del programa macrista que se quedaban con la parte de la torta que, en los años previos, habían empezado a recuperar los trabajadores.
Tan flagrante fue el proceso de despojo que sufrieron los trabajadores en aquellos años, que Macri fue eyectado de la presidencia en 2019, entregando el mando a Alberto Fernández, en nombre de un Frente de Todos que volvía a reunificar al peronismo. Recuerdo el clima de época en el que se dieron estos eventos y el coro amplísimo de voces, mediáticas y políticas, que bramaban por un “peronismo racional” y otros adjetivos semejantes que no significaban nada diferente de lo que hoy expresarán esas versiones del peronismo que sí tienen permitido usar el escudo, cantar la marcha y presentarse a elecciones, con el único compromiso de no cambiar nada. Al menos nada que sea estratégico o que vaya a alterar las tendencias regresivas de la concentración de la riqueza y el ingreso, reemplazando las transformaciones de fondo por agendas subalternas o cosméticas que, de apariencia progresista, no molestan al poder real ni afectan sus intereses efectivos.
Pero las cosas no fueron mejores para la mayoría de los argentinos. Lejos de retomar la dinámica que había caracterizado a los gobiernos kirchneristas, las grandes tendencias de la economía, empezando por la distribución del ingreso, continuaron discurriendo por los mismos carriles que el macrismo había instaurado. Ya durante la pandemia, no fueron los trabajadores empobrecidos, precarizados o desocupados, los que recibieron la mayor parte de los recursos que el Estado volcó a la economía, sino las empresas (entre ellas, las de mayor tamaño y de capital extranjero), las que concentraron el grueso de los aportes. Claro está, las mismas que habían protagonizado el proceso de fuga más grande de la historia del país durante los cuatro años previos y, por ende, las beneficiarias del endeudamiento que pesaba -y pesa- sobre las espaldas del conjunto. Como muestra basta un botón, sin embargo, el proceso regresivo continuó. Los shocks externos de precios internacionales a la salida de la pandemia y, más adelante, el inicio del conflicto bélico en Ucrania, no tuvieron respuesta por parte del gobierno de Alberto Fernández que, con una filosofía de “laissez faire, laissez passer” dejó que el peso del shock recayera enteramente sobre los precios domésticos y, por ende, se cristalizara una mayor erosión de los salarios e ingresos reales, amplificado con una suave devaluación de la moneda nacional. La devaluación persistente del tipo de cambio oficial, que se aceleró luego de la entrada en vigencia del acuerdo con el FMI aprobado en marzo de 2022 en el que el gobierno -en acuerdo con la oposición, militante del ajuste- aceptó como regla cambiaria, equivale como ya lo dijimos, a una transferencia de ingresos inmediata, desde los salarios hacia las ganancias del capital, tal como muestran los datos de distribución funcional del ingreso que publica el INDEC.
Esos dos elementos: la falta de respuesta efectiva a los shocks de precios internacionales del periodo y la devaluación sostenida, son los impulsos principales de la inflación superior al 100% que hoy sufre la Argentina y que, sin dudas, sirve -entre otros, pero como elemento predominante- al caldo de cultivo para que, en ese lodazal, crezcan expresiones que, por simplificar, solemos catalogar como un “extremismo de derecha” y que, en materia económica, no son más que un neomenemismo del que se reconocen admiradores. Mientras, el ex ministro de Menem y De La Rúa, Domingo Cavallo, ocupa pantallas de televisión apadrinando a los promotores de una dolarización impracticable, que atrasa como nada, al tiempo que, el estatus de moneda de reserva del dólar se desmorona en el mundo y los bancos centrales de los países del primer mundo, atesoran proporciones cada vez menores. Pero no puede ser casualidad que, en distintas latitudes, aparezcan expresiones de esta “derecha extrema”. Y no lo es. Más bien, es la resultante de esa falsa “alternancia” que se ha ido modelando en el marco de una democracia liberal, donde los debates inocuos y las diferencias cosméticas, reemplazaron a los debates de fondo sobre los asuntos que de verdad importan y afectan las condiciones de vida de los pueblos, empezando por cómo se distribuye la riqueza y el ingreso de las naciones y, llegado el caso -como podría ser el de la sequía-, cómo se distribuye también el peso de las penurias. Como ocurrió con el menemismo, que incineró en 10 años el legado del peronismo que había sido hasta entonces, la expresión política de la defensa y la conquista de los derechos de los trabajadores, del derecho a un salario y a condiciones de vida dignos; el gobierno de Alberto Fernández, fue eficaz para enturbiar la experiencia que resignificó al peronismo y lo devolvió a su cauce histórico, durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. En tanto, los medios de comunicación del poder económico, se deleitan alimentando la confusión general al llamar “kirchnerista” a un gobierno cuyas políticas y estilo de gobierno no encuentra punto de comparación con aquellos otros.
Como había pasado con la Alianza, el macrismo que no casualmente lleva como principales candidatos a ex funcionarios de De La Rúa, más allá del marketing electoral (efectivo en 2015, pero relativamente agotado en la actualidad), le dejó claro a la sociedad que, en el ejercicio del gobierno, no tiene nada que ofrecer en beneficio de las mayorías. Como se expresa hoy, un sacrificio siempre presente en nombre de un futuro que nunca llega, como nunca llegó todas las veces que se ensayaron en el país las políticas desgastadas, que se vuelven a proponer con la misma falta de imaginación que revela el Fondo Monetario. Devaluación, ajuste y tarifazo sobre los salarios, condenados a seguir pujando contra los precios, sumado a la creciente informalidad que niega a los trabajadores precarizados las herramientas que tienen los sindicalizados para defender sus salarios nominales. Salarios que nunca llegan a la meta, ni siquiera a empardar a la evolución de una inflación que sigue escalando, al compás de una mayor tasa de devaluación, en una puja, en la que siempre corren detrás. Por supuesto, si nos paramos al día de hoy, la sequía histórica que privará a la economía del ingreso de unos USD 20.000 millones durante el año corriente, multiplica la complejidad de una realidad montada sobre la serie de elementos señalados, que antecediendo al evento exógeno y dadas las condiciones imperantes, deviene en trágico. Por otra parte, a esta serie de elementos, hay otros que considero necesario dejar en claro, pese a las críticas de mis detractores internos, empecinados en barrer bajo la alfombra -como ya hizo una parte de la dirigencia del PJ durante el menemismo- las malas decisiones o la falta de buenas durante los últimos tres años. Como si el ocultamiento o la negación fueran a cambiar la realidad o como si fuera posible mirar a la sociedad a los ojos y reclamar su confianza, sin un inventario claro de lo que no debe volver a ocurrir en la Argentina; incluyendo tanto a las políticas implementadas por Muaricio Macri como por Alberto Fernández, por Carlos Menem como por Fernando De La Rúa, por Raúl Alfonsín en tanto que legalizador de la deuda de la dictadura, emulado también por nuestro actual Presidente, en la legalización de la estafa macrista, como por cualquier “neo” pasado que pretenda instalarse en el presente o en el futuro. No puede soslayarse indicar, entonces, que tampoco, en la lógica del laissez faire, laissez passer de la administración vigente, los dólares de los buenos años del comercio exterior argentino (2020 y, en especial, 2021) no se acumularon como reservas para fortalecer la posición del BCRA, lo que hubiera impedido el sometimiento a las sucesivas corridas cambiarias que venimos sufriendo en el último año para beneplácito de especuladores de toda calaña. Por el contrario, se esfumaron entre otros canales, por el pago de deudas externas, no solo del Estado (aun antes de que existieran acuerdos de reestructuración y sin que mediaran mayores controles de legalidad), sino también, por el pago de agentes privados -protagonistas de la fuga-, impulsados a contraerlas durante el gobierno macrista, en muchos casos con las casas matrices dentro de un mismo grupo económico, configurando un clásico mecanismo de fuga. Que dicho sea de paso, ningún funcionario de la “mesa económica” avalada por Alberto Fernández, ni del BCRA, amagaron con auditar, a pesar de las advertencias que existieron desde el interior del propio frente político.
Poder jugar en otro juego
En este contexto, la pregunta que varias encuestas buscan responder por estos días es si la sociedad argentina se “derechizó”. ¿Se derechizó? ¿O se hartó? De ser sometida durante más de siete años, prácticamente de manera ininterrumpida, a un persistente deterioro de su calidad de vida.
De que, más allá de los discursos, en la práctica, los salarios, las jubilaciones y los ingresos populares, en los últimos más de siete años, siempre salgan perdiendo. De que, con gobiernos complacientes o acríticos del FMI, desde hace seis años, sea éste un organismo que ningún argentino votó el que vuelva a dirigir la política económica nacional, avalado por una mayoría -oficialista y opositora- que, en marzo de 2022, le dio estatus legal. De que, se señale a la deuda externa como un problema estructural de la economía pero nadie se encamine a trazar una política que le ponga límites a su contratación y, en cambio, se hayan desechado instrumentos que podrían hacer a un programa de gobierno como el proyecto de Sustentabilidad Externa y Endeudamiento Responsable[1] que presenté en 2020, que acota la deuda externa al nivel de exportaciones y los resultados de la balanza comercial, como reclamó la vicepresidenta en su última intervención. De que los dólares nunca alcancen pero nadie diga que el superávit comercial (por la venta de bienes) es siempre menor al enunciado porque, en realidad, tenemos un voluminoso déficit por importación de servicios. Del mismo modo que, se proponga reconstruir una flota mercante nacional, que nos ahorre el déficit por fletes y, al mismo tiempo, ponga de pie a la industria naval y cree trabajo argentino de calidad[2]. De que los que dicen combatir el déficit fiscal siempre ajusten las jubilaciones, los subsidios que benefician a los trabajadores como los que abaratan las facturas de los servicios públicos mientras, por otra parte, bajan impuestos a los ricos y a las grandes empresas, agrandando el déficit -vaya paradoja-, como hizo M. Macri con Bienes Personales y Derechos de Exportación. De que los que dicen defender el gasto público, terminan orientando los recursos públicos en la mayor proporción a empresas que no los necesitan, a través de exenciones impositivas, regímenes especiales, reducciones de aportes patronales o aportes como los ATP durante la pandemia. Mientras nunca parece alcanzar para mejorar las jubilaciones, los salarios de los maestros, quiénes deberían asegurar una educación de calidad a nuestros hijos, o para contratar más médicos y mejorar la calidad de la atención y la infraestructura de nuestros hospitales. De que los que dicen que la fuga es un mito, nos endeuden hasta la coronilla para financiarla, y los que sostienen que es un flagelo, no se dediquen a encarar una política de efectivo control y combate de la fuga y la evasión, empezando, por ejemplo, por dejar de engordar los excedentes de los fugadores mediante aportes fiscales y perdones impositivos[3], como fue oportunamente propuesto en un dictamen del Congreso Nacional, durante el año 2020. De que todos hablen de la riqueza hidrocarburífera de Vaca Muerta y nadie señale cómo esa riqueza va a contribuir a que las familias y la industria argentina, accedan a energía más barata y a una mayor competitividad para producir bienes elaborados que podamos vender al mundo para reducir la dependencia exportadora de un solo sector que, por lo demás, deja al conjunto de la economía librada a los avatares climáticos. De que todos, afuera y adentro, se llenen la boca hablando del litio y otros minerales críticos que hay en nuestro territorio, apenas pensando en la demanda externa primaria. Pero nadie avance en reconocer legalmente el carácter estratégico de esos recursos, ni diga cómo esos minerales podrían contribuir a recortar el atraso tecnológico del país y a reducir la brecha que nos separa de la cuarta revolución industrial; o qué industrias vamos a promover, a desarrollar y a abastecer con esos minerales. Una mirada retrospectiva sobre el resultado electoral de las elecciones legislativas de 2021 parece indicar que no existe tal derechización de la sociedad. Así quedó plasmado en un elevado nivel de ausentismo y cierto crecimiento de la izquierda trotskista, cuando Juntos por el Cambio mantuvo prácticamente inalterada su cosecha de 2019, mientras el FdT sufrió una merma de 4 millones de votos, que muchos interpretamos como “castigo” ante el desvío del rumbo de la política económica trazada por el ejecutivo en contraste con los compromisos asumidos durante la campaña de 2019. La misma conclusión parecería emerger de los resultados de encuestas que dan cuenta de que una mayoría sigue creyendo en la política como herramienta de transformación de la realidad, en el rol del Estado como equilibrador de las relaciones económicas, que una mayoría no quiere la dolarización de la economía (incluyendo a muchos argentinos que dicen que votarán a sus promotores). ¿Entonces? Entonces, tal vez, lo más espantoso del escenario actual, no sea el crecimiento de un espacio “neomenemista” de extrema derecha, sino la ausencia de una alternativa superadora en las políticas de los gobiernos a los que crecientes sectores de la sociedad parecen dirigir su rechazo. Se trata de las políticas del macrismo, como las de Alberto Fernández, que no son distintas -como sostuvimos más arriba-, como las que en otros tiempos, impulsaron Menem, De La Rúa o Alfonsín, siempre con la inestimable guía del FMI. Por eso, la proscripción de Cristina Kirchner, de sostenerse, no sólo dejaría las mesas de votación sin alternativas reales frente a las recetas del FMI, la megadevaluación y su derivada: la maxilicuación de los salarios, sino que vaciaría de esencia a la mismísima democracia al exponer a la sociedad a una elección donde ninguna de las opciones del abanico ofrece representar legítimamente los intereses mayoritarios. Mucho más, después de la experiencia del gobierno de Alberto Fernández, donde quedó demostrado que la presencia del kirchnerismo como parte del frente político no asegura el ejercicio de un gobierno peronista, en términos, de intervenir en los desvíos regresivos del “mercado” y colocar al Estado como garante de los intereses nacionales y populares. Para el votante peronista, para el hombre y la mujer de pueblo, además del programa, hoy el candidato o candidata importa más que nunca, porque “la lapicera” en las manos equivocadas -probado está- puede esquivar el mandato de la jefatura política y del reclamo popular, además colocar a la postre, a la Argentina lejos de la proyección de un futuro donde las tendencias estructurales -geopolíticas y geoeconómicas- le abran las puertas de un mundo multipolar a América Latina. Justo en medio de una gigantesca revolución tecnológica, donde nuestra región podría erigirse como un polo de poder del que, luego de Brasil, aparezca como la segunda economía más importante, propietaria de una enorme dotación de riquezas, que necesitamos poner en valor, para poder jugar en otro juego, en pos de nuestro desarrollo y del Buen Vivir de las generaciones presentes y futuras.
[1] https://www4.hcdn.gob.ar/dependencias/dsecretaria/Periodo2020/PDF2020/TP2020/6099-D-2020.pdf
[2] https://www4.hcdn.gob.ar/dependencias/dsecretaria/Periodo2021/PDF2021/TP2021/4759-D-2021.pdf
[3] https://www4.hcdn.gob.ar/dependencias/dcomisiones/periodo-138/138-148.pdf