Soy un gran soñador. Literalmente te lo digo. Mi sueños son tremendas películas de acción a veces, de amor otras tantas, por ahí de suspenso. Si se me hubiera dado por escribir mis sueños, hoy, en lugar de cantar tangos, sería novelista. Ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que soñé con Gardel y su fatídico accidente aéreo. Nunca lo pude salvar. No te podés imaginar lo qué es despertarse con esa culpa. ¿Por qué te cuento esto? Porque durante muchísimos años yo pensé que había soñado un encuentro con Perón y que en ese encuentro, como gran acontecimiento para el mundo del tango, el mismísimo Juan Domingo Perón, sentado al ladito mío, le pedía disculpas al Maestro Osvaldo Pugliese por los días de cárcel que había padecido durante sus primeras presidencias.
Un domingo, en la sobremesa de un almuerzo familiar, me pongo a contar ese sueño que te acabo de relatar. Mi viejo me interrumpe el relato enojado, gallego calentón como era, y me grita “Coño, por qué sueño. Es que no te acuerdas Guille, fue en enero del 74, cabrón. Que fuimos juntos y tú estabas sentadito al lado del General”. Me quedé duro con la mirada perdida en mi plato de tallarines. De golpe me empezaron a caer todas las imágenes de aquel encuentro que estaban confundidas en mi cabeza y entre la angustia feliz que me provocaba la dicha de recuperar un recuerdo tan hermoso me puse a contar, con lujo de detalles, aquel almuerzo en la Quinta de Olivos que durante muchos años, por motivos psíquicos que desconozco, se me había entreverado como un acontecimiento onírico.
En diciembre del 73, con motivo de las fiestas de fin de año, con Perón recientemente asumido en su tercer período como Presidente de la República, se organizó un gran evento popular en el Obelisco. Se montó un inmenso escenario en el cruce de las avenidas Corrientes y 9 de julio, un monumental árbol de navidad y nos convocaron a varios artistas del tango y el folclore para cantar. Allí estaban Edmundo Rivero, Hugo Marcel, Mercedes Sosa, Horacio Guaraní, Osvaldo Pugliese y yo, entre otros. Sentados en un palco vip, en primera fila, estaban Perón, Isabel y López Rega. Esa fue la primera vez que lo vi personalmente aunque no pude llegar hasta él después de actuar. A los pocos días llaman a mi casa de Presidencia de la Nación para invitarnos, junto con todos los artistas que habíamos actuado en aquel encuentro popular, a un almuerzo en la Quinta Presidencial de Olivos adonde el Presidente Perón quería agasajarnos.
Fui con mi papá. Habían armado una especie de quincho con parrilla y una extensa mesa para unos 40 comensales. Se me acercó el encargado del protocolo y me indicó el lugar en el que yo debía sentarme. Se fueron instalando todos los artistas. A mi viejo lo mandaron allá lejos con los otros acompañantes. Todas las sillas estaban ocupadas excepto las dos que estaban a mi izquierda y una justito enfrente de mí. En eso se escucha “Acá llega Perón”. Todos nos pusimos de pie. Apareció escoltado por Isabel y López Rega. Mientras avanzaba hacia nosotros, muy lentamente, se me paralizó el corazón. Yo no era peronista, bah, no sabía lo que era ser peronista, pensá que desde que yo había nacido, en el 58, la palabra Perón, hasta no hacía mucho, había estado prohibida por decreto. Ni siquiera había tenido, hasta ese momento, la posibilidad de vivir en una verdadera democracia. Porque tanto Frondizi como Illia ganaron elecciones con el peronismo proscripto. No habían sido elecciones libres. En mi casa siempre se adoró a Evita y se denostó a Perón. Ser “evitista”, como decían mis viejos, con los años lo entendí como una forma elegante de amenguar su gorilismo oculto. A Perón y a Piazzolla odiaba mi viejo. Había comprado todo lo que decían los diarios dominantes de la época según los cuales Perón se había fugado al extranjero con toda la reserva de lingotes de oro del país. Lo que tienen en común los dos primeros gobiernos de Perón y el kirchnerismo son los contras. Avanzan con los mismos argumentos, desde los mismos medios de comunicación, buscando salvaguardar sus propios intereses contra el bien común. Y a Piazzolla, mi viejo, lo odiaba sin argumentos, de tanguero obsecuente que era nomás. Cuando se refería a él lo llamaba por su segundo nombre, Pantaleón. Una burrada. Lo que te quiero decir es que al ver venir a Perón hacia mí no me asaltó ningún fervor militante, pero yo sabía que ese hombre venía caminando con el peso de 40 años de historia en sus espaldas. Toda la historia del país de las últimas décadas estaba influida por ese hombre que caminaba con dificultad en dirección a un puñado de artistas populares. Me causó ternura cómo estaba vestido. A decir verdad, sus pantalones. Los tenía agarrados de un cinturón muy finito por encima de la panza. Eso lo hacía parecer todavía más viejo. Saludó a uno por uno. Yo tenía la imagen de un Perón sonriente y enérgico. Este Perón, en cambio, lucía apagado y con su eterna disfonía aumentada. Cuando llegó mi turno, me cachó de la nuca y me estrujó contra su cuerpo en un sincero abrazo “Guillermito, qué lindo que cantás pibe”. Me senté en la silla que me habían asignado y, para mi sorpresa, Perón se sentó al ladito mío. A su izquierda, Isabelita y justo enfrente el Brujo. A la izquierda del Brujo, Osvaldo Pugliese. Mientras servían el primer plato Perón se puso de pie y se dirigió a todos nosotros para agradecernos por la participación en el evento de fin de año. Luego se sentó y empezó a tener pequeñas charlas con los que estaban más cerca. Yo no probé bocado. Perón lo advirtió “Comé pibe, comé”. Tampoco hablaba. Ni me movía. Estaba catatónico. Es que no podía activar. Mi cerebro había accionado la palanquita que interrumpe toda actividad psicofísica. Estaba tieso, con los dientes apretados mirando al hombre que tenía a mi lado. En un momento dado Perón giró hacia mí y me dijo, en medio de una carcajada generalizada: “No me mirés así, pibe, que me vas a ojear”. Yo apenas si pude fruncir un poco los labios en un gesto tenso que anhelé se hubiera entendido como una sonrisa. Perón me acarició la cabeza. Pensá que yo de verdad era un pibe. Hacía como 10 años que cantaba en escenarios de todo el país y me había granjeado gran popularidad gracias al programa “Grandes Valores del Tango”, pero a pesar de mi experiencia profesional, seguía siendo un pibe de apenas 16 años. Ahí Perón se puso a contemplar al Maestro Osvaldo Pugliese que comía tranquilamente al costado de López Rega. Se le notaba que un pensamiento le rondaba la cabeza. Pugliese lo advirtió, alzó su mirada y sus ojitos de hombre bueno se toparon con los de aquel “león herbívoro”. Todos los comensales, sin excepción, advertimos aquel entrecruzamiento de miradas y un silencio generalizado se cristalizó en ese instante. Era sabido por todos los allí presentes la relación tirante entre Perón y los comunistas durante sus dos primeros gobiernos. Pugliese era un militante confeso. Varias veces había sido encarcelado en los cincuenta a pesar de que el pueblo peronista era un ferviente seguidor de su orquesta. Incomprensibles contradicciones justicialistas. Las razones de su encarcelamiento eran de lo más confusas e injustificadas. Se sabe que cada vez que caía en prisión, el comisario lo invitaba a su oficina a tomar mate con facturas, con la deferencia de comprarle tortitas negras que eran las favoritas del Maestro. Cuando los presos tenían que baldear o barrer, le pedían al Maestro que descansara y no hiciera nada, pero Pugliese, solidario y cooperativista como era, agarraba la escoba y los trapos y hacía lo mismo que el resto de los reclusos. En tanto él purgaba días en gayola, su orquesta no paraba de funcionar. Eso sí, el piano no lo tocaba nadie, permanecía cerrado con una rosa roja sobre el teclado como duelo y protesta por su encierro injustificado. Estas imágenes aparecieron en mi pensamiento y, estoy convencido, también en el de mis compañeros de almuerzo. Perón y Pugliese se quedaron así, durante varios segundos, en un diálogo de miradas dulces y sonrisas gentiles. Por fin, después de un tiempo interminable, todos los comensales fuimos espectadores de una escena histórica. “Querido Maestro, quiero pedirle disculpas por aquellos problemitas que tuvimos en aquel momento…”. “Eso quedó en el olvido, Presidente”. Ante mis ojos, rozándome con su brazo, Perón estiró su mano en dirección a la de Osvaldo Pugliese. “Gracias por perdonarme”. Se estrecharon las manos con evidentes signos de emoción de los dos lados. Si me pedís que te cuente los momentos más conmovedores de mi vida, te contaría el nacimiento de mis tres hijos y ese encuentro de Perón y Pugliese. Me puse a llorar como el pibe que era. Como tanguero y como artista popular. Disimulé mis lágrimas con la servilleta. ¿Viste ese silencio y esa emoción que sentís cuando el avión en el que volvés a Buenos Aires después de haber estado lejos mucho tiempo te sacude el corazón? Bueno, así fue aquel momento inolvidable.
Isabel y López Rega no emitieron palabra alguna en todo el almuerzo. Yo tampoco. Pero mis ojos devoraban todo lo que pasaba a mi alrededor con una extraordinaria fruición. Es por eso que advertí el extraño diálogo gestual que mantuvieron durante aquella hora estos dos personajes siniestros. Eran movimientos mínimos, casi imperceptibles de las manos, de la boca y de los ojos. Cada tanto López Rega me descubría mirándolos, me sonreía, yo me asustaba y miraba para otro lado. Por fin el Brujo inclinó levemente su cabeza en dirección a Isabel como diciéndole: “Suficiente”. Isabel asintió y miró al General. Esperó a que Perón terminara la frase que estaba diciendo y le dijo muy dulcemente “¿Vamos Juan?”. No hubo solución de continuidad entre la pregunta y el acto de Perón de ponerse de pie. “Nuevamente gracias a todos. Me tengo que ir a descansar”.
Desde el preciso momento en que recuperé este recuerdo se me instaló un gustito amargo en mi alma por no haber intercambiado con Perón ninguna palabra. Por suerte mi inconsciente se apiadó de mí y hace poquito me regaló este sueño que sí tuve la deferencia de escribir: Una tarde, tomando mate en mi casa de San Telmo, estábamos Juan Domingo Perón, Enrique Santos Discépolo y yo. Les estaba hablando de mis tangos favoritos cuando los dos, al mismo tiempo, Perón y Discépolo, me interrumpen, me agarran por los hombros y me dicen “Pibe, ¿te podemos pedir un favor?”. “Claro, digan, nomás.” “Vos que llegaste al año 2000 ¿nos podés contar si es una porquería o si, al menos, se cumplieron algunos de nuestros sueños de justicia social e independencia económica?”. Les empecé a contar la historia de un personaje medio virola, que usaba siempre mocasines, que desempolvó algunas banderas en desuso y de la rosa que dejó en su balcón cuando hizo mutis por el foro, y entre los tres, muertos de risa, nos pusimos a modificar la letra de “Cambalache”.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.
Que hermoso , aún estoy emocionada , con la cabeza llena de imágenes ,. Que tiempos aquellos … Tantos recuerdos . Pugliese y Perón un solo Corazón ❤️. Guille , es Guilllermito Fernández no ? Gracias Gracias por este relato tan vivo , tan necesario en estos tiempos.