Aunque persiste especialmente en los medios de comunicación y en la dirigencia liberal cierto sentido común que le otorga al vocablo populismo una connotación peyorativa, hace tiempo que las ciencias sociales latinoamericanas han ido incorporándolo como un concepto político de utilidad para la descripción y el análisis de realidades políticas de nuestra región en el marco temporal del siglo pasado y del actual. Como señala María Esperanza Casullo, más allá de sus múltiples variaciones el populismo es, al menos en su variante latinoamericana, un fenómeno indisociable de la democracia y es desde esa certeza desde la que escribimos estas líneas.
García Linera afirma que vivimos una segunda oleada de gobiernos populistas, neopopulistas o anti-neoliberales en América Latina. Esta oleada comparte el espíritu de la primera que conformaron los gobiernos de Chávez, Kirchner, Lula, Evo Morales y Correa, pero difieren, según el autor, en otras características. Son gobiernos de liderazgos más administrativos que carismáticos, con una influencia menor de la movilización popular y menos disruptivos. A su vez están obligados a moverse en un escenario político de crecimiento de la derecha en general y de las nuevas derechas extremas en particular.
Esta nueva oleada apareció con posterioridad a la derrota electoral de varias de estas experiencias, la expulsión del poder a través de los golpes de Estado de nuevo tipo y cierto empantanamiento de la experiencia venezolana. Llegaron además de la mano de una promesa de moderación, tal como queda de manifiesto en la caracterización de García Linera. La promesa de “vamos a volver mejores” del Frente de Todos argentino durante la campaña de 2019 parecía encerrar tácitamente esa promesa. Esa tensión aparece recurrentemente en el caso boliviano entre el fundador de la experiencia, Evo Morales, y quienes accedieron al poder como continuadores de su legado, después del golpe militar y el gobierno de Jeanine Áñez. En otros casos, como el del gobierno sucesor de Rafael Correa en Ecuador, lo que hubo fue directamente un repudio de la herencia anterior para virar hacia posiciones neoliberales. Otro caso extremo fue el de Fernando Lugo, ya que sus propios compañeros de alianza terminaron formando parte del golpe institucional que lo derrocó. El traspaso de mando de Tabaré Vázquez a José Mujica en Uruguay fue de los pocos en los que la nueva propuesta parecía mostrarse más radicalizada que la anterior. El presidente saliente mostró su preferencia por otro candidato presidencial, Danilo Astori, pero el congreso de la coalición optó por Mujica. Las prevenciones que presentaba la actuación de Mujica como presidente de la nación uruguaya tenían más que ver con su pasado ligado a la lucha armada, que con sus aspiraciones presentes. Finalmente, salvo alguna disidencia puntual, como la referida a la legalización de la marihuana, no surgieron conflictos internos de significancia durante su gobierno, y la vuelta de Vázquez sin mayores controversias a la presidencia en 2015 nos habla de un proceso con más continuidades que cambios.
El tema de la radicalización o la moderación estuvo presente desde un primer momento a la hora de analizar el fenómeno de los gobiernos antineoliberales o posneoliberales. Uno de los posibles encuadres, especialmente entre quienes identificaron a estos gobiernos como exponentes de una Nueva Izquierda latinoamericana, fue caracterizarlos como una expresión moderada de las fuerzas revolucionarias que protagonizaron la escena política de la región en los años 60 y 70 del siglo XX. Paradójicamente, hubo también quien vio en estos procesos la expresión de un populismo radicalizado en comparación a los procesos populistas clásicos de América Latina en las décadas del 30, 40 y 50 del mismo siglo. Como vemos, moderación y radicalización siempre son conceptos relativos.
Es posible que esta dicotomía termine siendo un callejón sin salida y poco productivo para estas experiencias. Una variante radicalizada del populismo necesitaría de un nivel de movilización popular y una solidez electoral que estos movimientos han ido perdiendo. El desgaste propio de experiencias de gobierno que alcanzaron avances significativos, pero también una deuda de promesas incumplidas, atentan contra la contundencia electoral que, en otros momentos, reflejaba un acompañamiento sin dudas mayoritario. A la vez, el paso del tiempo abroqueló definitivamente a los jugadores más poderosos del establishment en su contra, consiguiendo, luego de un primer período de cierta sorpresa y dispersión, la unificación de las fuerzas conservadoras y liberales en la vereda de enfrente. En el marco de una época en la que a la concentración de medios se le suma la capacidad de difusión de ideas de las redes sociales y nuevas tecnologías —que, lejos de aquella primera ingenua utopía que avizoraba un futuro de democratización de la comunicación, se han convertido en otra potente arma en manos del capital concentrado— esta alianza entre poder económico y fuerzas antipopulistas parece demasiado adversario para los gobiernos progresistas de la región. Mal que nos pese, el discurso mediático en contra de los modos de un populismo supuestamente responsable de la crispación social, encuentra un eco significativo en el marco de sociedades que no terminan de acceder a un nivel de vida a la altura de sus aspiraciones. A esas dificultades de la vida diaria que históricamente han sufrido las poblaciones de la región, se le sumaría —de acuerdo con este discurso— la imprevisibilidad y la sensación de permanente conflicto que derivaría de la idiosincrasia populista. El malhumor social de los años de distanciamiento pandémico tampoco aportó para mejorar esa situación.
Por otro lado, la alternativa de moderar las aspiraciones y las maneras de los gobiernos populistas tampoco han logrado un mejor resultado. El ataque al ex presidente oriental José Mujica en el marco de la Feria del Libro, por parte de militantes libertarios, es también resumen de eso. Como ya mencionamos, Mujica no solamente llegó al poder de la mano de una de las expresiones más moderadas de los movimientos progresistas sudamericanos, el Frente Amplio uruguayo, sino que, además, su propia carrera política terminó siendo icónica en términos de moderación democrática. En una experiencia que nos toca más de cerca, la escasa recepción que tuvieron por parte de los sectores concentrados los llamamientos al consenso y la moderación por parte del presidente Fernández, más allá de una breve primavera pandémica, también nos dejan en claro que nunca fue una cuestión de modos o de estilos. Los gobiernos que por privilegiar la gobernabilidad moderaron sus objetivos no terminaron de conformar a nadie, a la vez que carecieron de logros significativos que justificaran algún entusiasmo entre sus seguidores.
Debemos considerar la posibilidad de que la dicotomía entre radicalización y moderación tenga más de problema que de solución, y que sea necesaria una mirada superadora al respecto. Tal vez, más allá de las discusiones acerca de formas, modos y tiempos, las futuras propuestas deban basarse en el principio irrenunciable de transformación de la realidad. Esta agenda transformadora debería ser el pilar de los movimientos nacional-populares, más allá de particularidades nacionales y regionales, y debería incluir algunas características y tópicos aprendidos de la experiencia de estos años que intentaremos resumir:
Carácter concreto y creíble: en su ya clásica caracterización de los años del primer peronismo, el historiador Daniel James resaltaba la importancia de estas dos características en el discurso peronista a la hora de explicar la particular fortaleza de la alianza de Perón con la clase obrera nacida por esos mismos años. La profundidad de aquellas transformaciones y su impacto palpable en la vida cotidiana de los sectores populares dejó una huella que perdura hasta nuestros días. Desde ya que, además, el peronismo creó un discurso en torno de esas transformaciones, pero el discurso nunca fue más importante que las propias transformaciones. No existe ningún proceso que no forme un relato propio de su accionar y es impensable que esté despojado de adjetivaciones positivas e incluso exageraciones. Sin embargo, existen momentos en los cuales cierta burocratización de la épica termina siendo contraproducente, especialmente cuando se aleja en demasía del clima social que no percibe un grado de transformaciones en consonancia con lo relatado. No alcanza con expresar la intención de transformar, no alcanza con crear una épica de la transformación. Es imprescindible planificar una agenda que privilegie un número, acaso acotado, de transformaciones profundas y a la vez concretas y posibles. Con perdón de Tejada Gómez, no siempre es cierto que “el que no cambia todo, no cambia nada”.
Las mayorías como sujeto privilegiado de la transformación: Pierre Rosanvallon llamó la atención acerca de lo que denomina “descentramiento de las democracias”. El autor da cuenta de la creciente tensión, nunca ausente en las democracias, pero especialmente importante desde la década del 80 del siglo XX, entre la consideración brindada por parte de los gobiernos democráticos a la generalidad y a las particularidades. En el marco de la atención a las segundas, debe contarse el saludable, necesario y justo crecimiento de los derechos de minorías que tradicionalmente fueron invisibilizadas por las políticas públicas. El problema es que a menudo desde los gobiernos progresistas o de centro-izquierda se confundió este accionar con un “permiso” para desatender a la generalidad. La situación no sorprende desde que la atención a las minorías a menudo es menos compleja en términos de irritación de poderes reales, a pesar de la sobreactuación de algunos voceros conservadores de ese mismo poder, y también menos costosa en términos de recursos. Es imprescindible recordar que no hay transformación real que no signifique mejorar la vida diaria de las mayorías y no debería caerse en la tentación de mantenerse el rótulo de progresista motorizando las legítimas políticas públicas de ampliación de derechos de minorías, pero renunciando a las mejoras para la generalidad. Entre otras razones porque no será posible dar cuenta de las necesidades de las minorías si no se cuenta con el apoyo y el compromiso de las mayorías. El fallido proceso constituyente en Chile dejó en claro los peligros en ese sentido, y la manera en la cual los sectores conservadores se han vuelto expertos en potenciar ciertos sentidos comunes y discursos de odio a través de los medios y las redes, en desmedro de las políticas progresistas.
Las condiciones materiales de vida como cuestión central de la transformación: Directamente relacionado con lo anterior, es fundamental recordar que ninguna transformación duradera puede consolidarse en un marco de necesidades básicas insatisfechas. Este es un principio fundamental de la vieja tradición populista latinoamericana que a veces se difumina por la presencia de nuevas generaciones de derechos, pero que sigue siendo irrenunciable en la senda de mantener aquel pacto inicial de estos movimientos con sus pueblos. A menudo son los derechos más difíciles de cumplir porque solamente pueden garantizarse a través de un proceso sostenido y profundo de redistribución económica, pero también por eso mismo constituyen una posibilidad de diferenciarse consistentemente de las nuevas derechas liberales, libertarias y similares. Esas fuerzas pueden competir en popularidad a la hora de presentarse públicamente como expresión de malhumores, pueden incluso organizar una épica revolucionaria y transformadora, y hasta incluir algún costado progresista como quedó en evidencia en torno a los debates por la IVE en Argentina. Sin embargo, en el terreno de la distribución efectiva de las riquezas encuentran un límite marcado por su compromiso absoluto con los sectores concentrados del capital. En este aspecto, decididamente es el fondo y no las formas, lo que permitirá una consolidación efectivamente popular de nuestros movimientos.
Para finalizar, quiero señalar que de la suerte de los movimientos populistas o nacional-populares depende en gran medida el futuro de la región. No parece haber alternativas políticas con posibilidades reales de acceso al poder que, además, tengan la voluntad y la capacidad de poner en agenda cuestiones referidas a la redistribución de la riqueza y la construcción de sociedades menos desiguales en América Latina. Con sus defectos y virtudes aparecen como la única oportunidad de establecer un proceso consistente y duradero de desarrollo y solidaridad. No estaría mal pensar, y sobre todo construir, un futuro donde estos movimientos se conviertan en los nuevos partidos del orden, pero de un orden transformador. Un orden que abrigue a los pueblos en la certidumbre de tener cubiertas sus necesidades básicas y a la vez generen las condiciones para profundizar transformaciones y ampliar derechos de mayorías y minorías.
*una versión apenas modificada de este texto fue presentado en el IV Foro Latinoamericano de Trabajo Social “Proyectos en disputa en América Latina: interpelaciones a las Ciencias Sociales y al Trabajo Social” de la Facultad de Trabajo Social (UNLP)