Mi frase de cabecera es aquella de Ortega y Gasset que reza: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Uno no se puede abstraer ni de su actualidad ni de su pasado remoto ni del contexto histórico social mediato e inmediato ni de lo físico ni de lo espiritual ni de nada que esté al alcance de tus manos, tus ojos, tus oídos y tus narices. Todo está en uno y en su entorno. Tu entorno no es solamente tu familia, tus amigos, tus compañeros de laburo. No, no soy ni filósofo, ni antropólogo ni sociólogo. Soy ingeniero químico. La vida me puso ante realidades circunstanciales que me fueron modificando, reestructurando mi ser, encaminando mis sentimientos, modificando mis pareceres. Algunas de esas realidades transformaron mi esencia al instante, otras se tomaron algunos años pero lo que importa es que actuaron, horadaron mis subjetividades y encontraron en mí un alma receptiva al cambio y, valga la redundancia, a las circunstancias dadas. No creas que me estoy yendo por las ramas. Te estoy queriendo enmarcar mi encuentro con Perón. Mi único, sencillo y grandioso encuentro con el líder histórico de la Argentina que marcó un antes y un después en nuestro país. ¿Me equivoco? Cualquier peronista o antiperonista estará de acuerdo con mis palabras. Claro que mis observaciones de aquel encuentro ocurrido en marzo de 1968 estarán tamizadas por todos los años transcurridos. ¿O vos te crees que por esos años, yo, un ingeniero recién recibido, sin inquietudes políticas, te hubiera descripto aquella tarde de la misma manera que te la voy a describir ahora? No señor. Ese encuentro, con los años, fue adquiriendo significados ocultos en mi vida familiar, laboral y social. ¿Entendés lo que te quiero decir? Lo que me pasó hace 45 años se fue transformando en mi relato con el correr de los años y te puedo asegurar con exactitud matemática que todas las variables, desde entonces a la actualidad, son válidas. Obviamente vos te vas a llevar mi versión 2013. Mi versión anterior al kirchnerismo hubiese sido otra, no tengo dudas. Te tiro la primera secuencia que me surge ahora en la cabeza. A Perón le di la mano dos veces en una misma tarde, cuando nos recibió y cuando nos despidió. Aquel entrecruzamiento de dedos en marzo del 68 tuvo para mí la importancia de estar saludando a un ex Presidente de la República, con los nervios y las tensiones de estar ante un personaje histórico. Nada más. Ahora bien, el día que salió a la luz la noticia de que habían profanado su tumba y que le habían cortado las manos, un estremecedor escalofrío transmutó mi ser desde aquel presente de 1987, al momento en que estreché mis manos con sus manos en 1968. Mirando la televisión con aquellas imágenes horrorosas, sentado en el confortable sillón de mi casa, de pronto me vi trasladado de un tiempo real a un tiempo virtual. Sentí el calor de sus manos en mis manos y un segundo después la frialdad cadavérica de aquel cuerpo profanado. Con los ojos cerrados apretaba y sujetaba aquellas manos calientes para que no se fueran. Quise tomar sus brazos y su cuerpo todo, abrazarlo para que se quedara conmigo y mis compañeros de ingeniería en aquella tarde de marzo de 1968 en la Residencia 17 de Octubre de Madrid adonde estábamos tan a gusto con su cordialidad y su bonhomía. Y cuando abro mis ojos, empapado de sudor y estremecimiento, mi esposa Silvia que llega de su trabajo y al verme así, en ese estado alterado, me envuelve entre sus brazos y me llena de cariño. Entonces le cuento mi desesperación por abrazar a Perón para que no le corten las manos que yo acababa de estrechar y ella me escucha y me acaricia y no me cuestiona nada. Por algo hace más de 40 años que estamos juntos. Perón recién fue importante para mí mucho tiempo después de lo que había sido cuando fuimos contemporáneos. No señor, ni fui peronista ni soy peronista. Nunca milité en mi vida. Me la pasé estudiando y trabajando. Tuve atisbos de militancia cuando después de trabajar varios años en la empresa norteamericana “Arthur McKee”, con la guerra de Vietnam en su apogeo, me harté de los yanquis y su capitalismo salvaje y me puse como objetivo trabajar para una causa nacional. Entonces me las ingenié para ingresar en YPF. Visto ahora se podría relatar como un acto de ética laboral nacional. Y sí, se podría. Con ese sentido lo hice. Por esa época, principios de los setenta, me gustaban las pintadas del ERP. Aquello de la revolución socialista cautivaba a cualquier joven con conciencia social. Claro que al no estar de acuerdo con la lucha armada me quedé apenas con algunos eslóganes del ERP y nada más. Pero dejame volver al temita de las realidades circunstanciales. Mirá qué curioso aquel viaje mío a Europa de 1968: en marzo estuve con Perón, de España me fui a París adonde llegué apenas una semana después del mayo francés y a principios de agosto me fui a Checoeslovaquia, justito una semana antes de que entraran los tanques rusos para acabar con la primavera de Praga. La realidad efectiva pasaba al ladito mío, pensaba yo, sin afectarme. Si querés atribuíselo a mi juventud descarriada, a mi espíritu soñador. Como te plazca. Los números del bolillero de la vida histórica pegaban en el palo y caían a un costado de mis pies. Pero los años no pasan en vano. En el 2010, cuando se murió Néstor Kirchner, me descubrí llorando frente al espejo. En casa no éramos K. Cuando Silvia me vio puchereando como un niño, se acercó para abrazarme aunque no entendiera un carajo de aquel llanto. Desconsolado le dije: “Se murió Perón”.
Yo soy un idealista. Un tipo delirante, feliz con sus propios delirios. Tengo 70 pirulos pero hasta los 100 no pienso parar. Vivo entre la ciencia y el arte. Soy de Santa Fe. En esa ciudad viví hasta que terminé mis estudios de Ingeniería Química en diciembre del 67. El 27 de febrero del 68 un grupo de 42 ingenieros recién recibidos nos embarcamos en el “Eugenio C” rumbo a Europa. No era un crucero, era un viaje normal que en once días te dejaba en España. No fuimos en avión porque no nos daban los costos. Igual todos los gastos estaban pagos. En la Facultad de Ingeniería Química de Santa Fe teníamos un grupo que se llamaba COVEIQ, es decir: Cuerpo Organizador de Viajes de Estudio de Ingeniería Química. Era una organización increíble, avalada por el rectorado, a través de la cual los estudiantes organizábamos una rifa millonaria que sorteaba autos, casas, motos. La rifa arrastraba prestigio y se vendía sola. Con lo recaudado los graduados se iban de viaje post estudio.
Llegamos al puerto de Valencia. De Valencia a Barcelona. De Barcelona a Madrid. Para movernos de aquí para allá decidimos alquilar 12 Renaults para que los 42 ingenieros recién recibidos pudiéramos recorrer a gusto toda la península. En el grupo había 12 que eran peronistas militantes. Antes del viaje ellos ya habían planteado en una reunión que uno de sus objetivos era conocer personalmente al General Perón. Dada la importancia del personaje, salvo 2 muy gorilas, estuvimos de acuerdo en que íbamos a ir todos juntos. Pero como los peronistas esto de las fracturas lo llevan en la sangre, una tarde cualquiera nos enteramos de casualidad que el grupito de los 12 había decidido finalmente cortarse solo y ya tenían organizada su visita a la Quinta 17 de Octubre del barrio Puerta de Hierro para el día siguiente a las 10 de la mañana. Yo ni me calenté pero me propuse un desafío: nosotros también vamos. Sabía que para acceder a Perón era menester una cita previa y que dicho salvoconducto lo otorgaba el empresario Jorge Antonio. Yo había escuchado hablar de este hombre por boca de mi viejo que lo odiaba de todo corazón. “Ese tipo pasó de enfermero a empresario en un santiamén” decía mi papá. Como cualquier hijo de vecino agarré la guía telefónica de Madrid y me puse a buscar el apellido “Antonio”. Había como 2000. Al completar “Jorge Antonio” la cifra se redujo a 50. Me respaldé tranquilamente en la cama del hotel y empecé a discar. Uno que vendía alfombras. Otro empleado del correo. Otro que acababa de morir en la ruta. Al cuarto llamado me responde una gallega:
—Diga.
—Buenos días, estoy buscando al Jorge Antonio amigo del General Perón ¿es este el número correcto?
—Correcto ¿qué desea?
—Ver al General Perón. Somos un grupo de 28 ingenieros argentinos que…
—Qué casualidad hombre, mañana justamente un grupo de ingenieros químicos tienen cita concedida con el General.
—Nosotros también somos ingenieros químicos.
—Coño, pero que casualidad del carajo, pensé que en la Argentina había más médicos y abogados que ingenieros, y encima con esa especialidad tan particular.
—Nosotros también queremos ver a Perón ¿cómo podemos hacer?
—Deben hablar con Jorge Antonio antes. ¿El mes que viene, quizá?
—Tendría que ser un poco antes.
—La semana próxima podría…
—¿Hoy?
—¿En dos horas, le parece?
—Hecho.
El grupito de los 12 peronistas nos había traicionado así que nosotros les estábamos haciendo una contra traición. Los 28 nos empilchamos de punta en blanco, nos montamos en los Renaults y a las 7 en punto de la tarde estábamos entrando a la casa de Jorge Antonio. Qué digo casa, era una verdadera mansión. Tres secretarias, empleados pululando por aquí y por allá. Nos recibe este personaje que era un auténtico dandy. Alto, flaco, morocho, elegantísimo, bigotito anchoíta como el de Goyeneche. Se sienta en un sillón tipo su majestad rodeado por los 28 ingenieros no peronistas. Le explicamos los detalles de nuestro tour europeo, la traición de los ingenieros peronistas y nuestro deseo de entrevistarnos personalmente con Perón. Sin rodeos agarra la agenda y sentencia:
—Mañana a las 10 de la mañana tienen cita concedida.
—Pero es que mañana a las 10 van los peronistas.
—¿No son del mismo grupo acaso?
—Sí, pero…
—Mañana a las 10 de la mañana tienen cita concedida.
Cerró la agenda, se paró, saludó y se retiró. Al otro día a las 9:30 de la matina, con nuestras mejores pilchas, los 28 estábamos entrando con nuestros autos al barrio de Puerta de Hierro. Cuando llegamos a la puerta de la residencia el grupo de los 12 estaban allí paraditos esperando ser atendidos. Al vernos, se querían matar. Ni bien estacionamos se nos vinieron al humo para decirnos que no era posible que también entráramos nosotros, que era menester contar con una cita previa y bla, bla, bla. Los cortamos en seco y a otra cosa. A las 10 en punto se abrió el portón corredizo que daba al jardín. Nos recibe López Rega y nos hace pasar a la casa que estaba unos metros más allá. Entramos a un enorme living en donde había dispuestas, en un óvalo perfecto, exactamente, 41 sillas. Ni una más ni una menos. Los 12 miraron con bronca. Nosotros, satisfechos. Había una silla distinta al resto. Tuvimos la gentileza de permitir que los peronistas se sentaran a los costados de esa silla. Transcurrieron unos cuantos minutos en absoluto silencio. Ni un murmullo ni un comentario por lo bajo ni una broma. Nada. Silencio total. Sentimos el peso de la persona que estábamos por conocer. Unos pasos bajando por la escalera alfombrada que conectaba con la parte superior de la casa nos hizo parar al unísono. Parecía una estrella de cine, vestido de elegante sport y con una sonrisa gardeliana que irradiaba energía positiva. Alto, majestuoso, simpático. Imponía respeto, inhibía a pesar de su amabilidad. Cero soberbia. Nos empezó a saludar uno por uno dándonos la mano. Momento. Dejame hacerte una corrección en mi relato. Cuando te dije que nos paramos todos al verlo venir no fue cierto. El grupo total de los que fuimos estaba formado por 34 hombres y 6 mujeres. Las pelotudas de las minas, por una rebeldía estúpida, gorilismo precámbrico, se habían puesto de acuerdo en que cuando apareciera Perón, ellas no se pensaban poner de pie. No le dimos bola cuando lo dijeron pero lo cumplieron a rajatablas. Nosotros, avergonzadísimos; ellas, satisfechas; Perón, como si nada, les dio la mano como a todo el resto. Ni bien se sentó hubo unos raros segundos de introspección grupal en los que recorrió con su mirada todo el perímetro de la elipse que conformábamos a su alrededor deteniéndose un instante ínfimo en cada rostro. Lo gracioso de aquel instante ínfimo, rememorado a la distancia del hoy, aquí y ahora, fue cómo las bocas fruncidas, los labios apretados, sea por los nervios, la sorpresa, el odio o el amor, iban, como las fichas de un domino, transformándose en sonrisa gentil a medida que cada uno recibía en sus ojos los ojos de Perón. Arrancó de la nada un larguísimo monólogo que habrá durado, sin exagerar, unas dos horas, repasando toda su gestión al frente del ejecutivo. Ejemplificaba con datos precisos y cifras exactas su eficacia como presidente: que las exportaciones, la productividad, la alfabetización, la cultura, las nacionalizaciones, el voto universal, los hospitales, las escuelas, las jubilaciones, las reivindicaciones sociales. Parecía un acto proselitista ante sufragantes dudosos. La primera interrupción la ejerció el capataz de la estancia. El Brujo aparecía y desaparecía para controlar, se notaba, que la reunión se desarrollara sin inconvenientes. A medida que avanzaba la perorata nos fuimos soltando, desentumeciendo los músculos pegados a las sillas. Recién entonces varios compañeros se animaron a sacar grabadoras y cámaras de fotos. De la nada, como un espectro, sin que lo hubiéramos visto venir, se apareció López Rega. Ni una palabra, apenas un leve gesto de su mano sirvió para que Perón detuviera su charla. “Nada de fotos adentro de la casa. Más tarde el General caminará con ustedes por el jardín y ahí sí, podrán sacar todas las fotos que quieran”. De los grabadores no hubo interdicción por lo que algunos compañeros quizá conserven todavía el audio de aquel encuentro. La segunda interrupción se generó cuando estaba contando de sus inicios como Oficial del Ejército y su participación en el golpe de Estado de Uriburu de 1930. Hablaba de su arrepentimiento de haber sido parte del derrocamiento de un gobierno popular como el de Hipólito Yrigoyen cuando uno de los muchachos le cuenta que entre los asistentes había uno que se apellidaba Uriburu. “Si es Uriburu de apellido, su nombre de pila debe ser Pio o Patricio”. Colorado de la vergüenza el aludido levantó tímidamente una mano. “Me llamo Pio Uriburu”. La sonora carcajada grupal sirvió para distendernos todavía más. Uno de los peronistas se animó a hacer la única pregunta de la jornada. Una cagada de pregunta, de pésima formulación: “General, algunos en Argentina dicen que en el 55 usted no se animó a dar el gran salto”. “Es que me quise tomar unos años, ¿no vieron acaso el salto que pegué hace un rato al bajar las escaleras?” De más está decir que a pesar de lo malo de la humorada todos esbozamos una sonrisa obsecuente. Seriamente se puso a explicar que haber hecho frente a esos asesinos hubiera sido una masacre para el pueblo. Recordó que el Almirante Rojas había hecho bombardear depósitos de combustible en Mar del Plata y había establecido una línea de buques de guerra, abastecidos por barcos ingleses, frente a las costas de Ensenada, amenazando con volar la destilería de YPF si Perón permanecía un solo día más en su cargo. La Aviación de la Armada ya había asesinado a 300 compatriotas civiles bombardeando salvajemente la Plaza de Mayo. “Yo no tenía dudas de que esa lacra humana cumpliría su amenaza. ¿Se imaginan ustedes, que son ingenieros químicos, la dimensión de bombardear una destilería?”
Salimos al parque. Había mucha paz, mucho silencio, solamente interrumpido por una gran cantidad de pájaros que revoloteaban por todos lados. Es que en las ramas de los árboles había un montón de casitas-bebederos con agua y alimentos para aves. Su cordialidad no cejó en ningún momento. Se sometió, sin rodeos, a cuanto pedido hubo de fotos. Nos dio todo el tiempo que quisimos. Nunca nos apuró. Se lo veía sonriente, relajado. Si de aquel encuentro no salías peronista, le pasaba raspando. Era una mañana hermosa, brillante, de sol resplandeciente. Un imberbe, contemplando el cielo, lanzó a modo de gracia: “Hoy es un día peronista, General”. Fue la única frase dirigida a Perón aquella mañana que no lo hizo sonreír. Por el contrario, la frase lo sumió en tal estado de introspección que causaba pena. Muchísima pena. Tengo la íntima sensación de que Perón no volvió a contemplar un día peronista por el resto de su vida.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.