En los convulsionados años sesenta un grupo de militantes trotskistas planificó y realizó el asalto a un banco miraflorino con el objetivo de financiar sus actividades políticas. Ese episodio fue recogido en un gran libro, Abisa a los compañeros, pronto, de Guillermo Thorndike quien, además, escribió el guion de la película del mismo nombre que se estrenara a principios de los ochenta, bajo la dirección de Felipe Degregori.
El impacto del libro y de la película fueron muy importantes. Tuvo una gran acogida de público en su estreno y desató una fuerte polémica en los medios de prensa de la época, pues fue acusada de alterar los hechos reales y de no asumir un punto de vista claro. Algunos años después tuve ocasión de conocer a uno de los asaltantes del banco miraflorino. Pero esa es otra historia.
El gran César Vallejo, desde muchísimos años antes de esos episodios residente en Europa, donde tuvo un gran protagonismo en la lucha contra el franquismo… y contra la monumental traición del PC en la revolución española (partido del que había sido un entusiasta afiliado y militante), escribió un poema estremecedor, “Pedro Rojas”, en el que se conjugan las luchas libertarias de uno y de otro lado del mundo. Y que, sin dudas, fue de notable influencia para Thorndike.
William Rowe, docente e investigador, impartió una cátedra en una universidad del Perú y volvió al Reino Unido donde se doctoró en literatura latinoamericana en el King´s College de Londres. Fue profesor invitado en México, Perú y Standford. El congreso peruano le otorgó una medalla de distinción por su servicio a la cultura del país. Fue Rowe quien indagó en la fuente de inspiración de un poema escrito por César Vallejo en plena guerra civil: «Solía escribir con su dedo grande en el aire: ‘¡Viban los compañeros!’, Pedro Rojas!».
La inspiración de Vallejo surgió de testimonios reunidos sobre episodios de la guerra. Entre ellos, uno del cementerio de Burgos, que se halló en el cadáver de un campesino de Sasamón. Como ocurría siempre, nadie se atrevía a identificarlo; en uno de sus bolsillos se halló un papel rugoso y sucio escrito a lápiz, torpemente y con faltas ortográficas, que decía
abisa a todos los compañeros y marchar pronto
nos dan de palos brutalmente y nos matan
como lo ben todo perdío no quieren sino la barbaridad
Tal lo denunciado por A. Ruiz Vilaplana en Doy fe… Un año de actuación en la España Nacionalista,[1] su estremecedor testimonio. Aquel hombre, confirma Ruiz Vilaplana, no exageraba. El forense «apreció además de las heridas mortales un apaleamiento grande, que había quebrantado el cuerpo». Un cadáver sin nombre, uno más, ya que, «como ocurría siempre, nadie se atrevía a identificarlo». A partir de ahí César Vallejo, conmocionado, inventó el nombre de Pedro Rojas: Pedro por Petrus, piedra, «firme como una roca», y Rojas, en plural, posiblemente por las banderas rojas del Partido Comunista.
Vallejo, como sabemos, nació en Santiago de Chuco (departamento de La Libertad), pueblo cercano a San Luis Puña (Cajamarca), de donde es oriundo el maestro rural Pedro Castillo (1969), primer campesino en ser votado democráticamente como presidente constitucional de Perú (2021), cuya suerte también conocemos y parece unir los extremos trágicos de la suerte de los desposeídos.
El libro de Vallejo en el que habría de publicarse el poema escrito en 1937, llegó al público lector en 1939, bajo el nombre de España, aparta de mí este cáliz. En él se reúnen los versos más intensos y hondos que escritor alguno haya llevado a cabo sobre la revolución en ese país. La visión de la España combatiente conmovió a Vallejo, por lo que su poética estuvo al servicio de la causa. Las quince poesías allí reunidas se consideran su testamento poético.
Una primera edición de este libro, compuesta y tirada por los soldados republicanos del Ejército del Este, sobre papel fabricado por los mismos soldados, estaba a punto de ser publicada cuando ocurrió el desastre de Cataluña. Allí quedóse en rama, sin que lograra salvarse ningún ejemplar, suponiéndose que debió ser destruida por los enemigos del pueblo español.
Esta nota, así como Profecía de América, de Juan Larrea y la propia versión de España, aparta de mí este cáliz, corresponden a la primera edición publicada en México D.F., por la Editorial Séneca (Colección Lucero), en 1940.[2]
Alguien dijo alguna vez que Vallejo vino a
colmar su desmedida capacidad de dolor, a darse cuenta de hasta qué extremo en occidente puede llegar el hombre a sentirse material y moralmente desdichado; vino aquí a confrontar su suma y compendio de humanas temperaturas con la destemplada senilidad de esta civilización cuyo mezquino oleaje redúcese a lamer los pies de la tristeza[3]
Siento una particular inclinación por el Perú y por sus grandes escritores: Manuel Scorza, Ricardo Palma, José María Arguedas, Alberto Flores Galindo… imposible no mencionar, atento a la referencia de los compañeros de Editora Perú Nuevo, a George Orwell y su maravillosa Homenaje a Cataluña.
Más tarde Daniel Viglietti (seguro ya notaron que el entrelazamiento de nombres no tiene nada de azaroso) le puso música al poema, para hacerlo, también, canción.
En fin, que todo esto es porque tenía ganas de conversar con ustedes y que conozcan —si es que no lo conocían ya— este poema enorme y, mal narrada, su historia. Es lo único que hace que esta parrafada —quizá— haya valido la pena:
SOLÍA escribir con su dedo grande en el aire:
“¡Viban los compañeros! Pedro Rojas”,
de Miranda del Ebro, padre y hombre,
marido y hombre, ferroviario y hombre,
padre y más hombre, Pedro y sus dos muertes.
Papel de viento, lo han matado: ¡pasa!
Pluma de carne, lo han matado: ¡pasa!
“¡Abisa a todos compañeros pronto!”
Palo en el que han colgado su madero,
lo han matado;
¡lo han matado al pie de su dedo grande!
¡Han matado, a la vez, a Pedro, a Rojas!
¡Viban los compañeros
a la cabecera de su aire escrito!
¡Viban con esta b del buitre en las entrañas
de Pedro y de Rojas, del héroe y del mártir!
Registrándole, muerto, sorprendiéronle
en su cuerpo un gran cuerpo,
para el alma del mundo,
y en la chaqueta una cuchara muerta.
Pedro también solía comer
entre las criaturas de su carne, asear, pintar
la mesa y vivir dulcemente
en representación de todo el mundo.
Y esta cuchara anduvo en su chaqueta,
despierto o bien cuando dormía, siempre,
cuchara muerta viva, ella y sus símbolos.
¡Abisa a todos compañeros pronto!
¡Viban los compañeros al pie de esta cuchara para siempre!
Lo han matado, obligándole a morir
a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquél
que nació muy niñín, mirando al cielo,
y que luego creció, se puso rojo
y luchó con sus células, sus nos,
sus todavías, sus hambres, sus pedazos.
Lo han matado suavemente
entre el cabello de su mujer, la Juana Vásquez,
a la hora del fuego, al año del balazo
y cuando andaba cerca ya de todo.
Pedro Rojas, así, después de muerto,
se levantó, besó su catafalco ensangrentado,
lloró por España.
y volvió a escribir con el dedo en el aire:
“¡Viban los compañeros! Pedro Rojas”.
Su cadáver estaba lleno de mundo.
César Vallejo
[1] Escrito en el exilio de París, en 1938 apareció en dos ediciones, francesa y española: Editions Imprimerie Coopérative Etoile, París, 1938; y Barcelona, Ediciones Españolas. Reed., con prólogo de Arturo Pérez Reverte: Burgos, Olivares, 2010.
[2] Editora Perú Nuevo, 1961.
[3] Juan Larrea, París, mayo de 1937.
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.