Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO OCHO
1934
Anselmo, parado al borde del escenario, apunta con su arma hacia el insolente que acaba de arruinar su tango. El Muchacho, de pie, con la mano sangrando por el vaso que se le acaba de romper entre los dedos, es un muñeco desarticulado, una presa fácil dispuesta a ser devorada. A su alrededor los parroquianos se alejan asustados, conocen el paño y tienen la certeza de que nada bueno se avecina. Marión llega agitada al escenario, pero una vez allí rebaja decibeles hasta que su propia respiración responda al mínimo indispensable. Un paso en falso, una palabra equívoca, un viento inesperado pueden detonar la mina de este yacimiento tanguífero que late en el fondo extremo de un alquímico bandoneonista. La Madama se acerca delicadamente hacia la escena paralizada desde hace varios segundos, una escena que detonará violencia de la buena de un momento a otro. Es la única capacitada en este mundo para esa tarea. Conoce a Anselmo como si lo hubiese parido, sabe incluso que suele retardar la detonación para darle a la víctima la posibilidad de morir del susto antes que por la bala. Nunca ocurrió todavía. Analizando el desfasaje de las partes y la profundidad de los cráteres emocionales en juego es posible que ocurra por primera vez. Sería una suerte, piensa, nos evitaría disgustos y varios litros de lavandina. Con sutileza y mucho conocimiento de causa, Marión le baja la mano con el arma. Le hace una seña precisa a un Matón para que saque de allí al imberbe. Anselmo, con el rostro a punto de quebrarse por el odio, se deja articular pero sin deponer ni un milímetro el enfoque de la mirilla de sus ojos que siguen al Muchacho hasta que es eyectado desde la puerta de salida.
—Es un pobre pibe con una pena de amor, déjalo, Anselmo. Olvidate. Pólvora en chimangos, no.
Anselmo, todo rencor acumulado, respirando ruidosamente, tarda en volver a su silla. El esfuerzo que debe hacer para no correr a ajusticiar a ese malnacido es colosal. Por más que el asiento está en el exacto punto prefijado por el músico, Marión finge acomodarlo en el centro del escenario. Busca aflojar tensiones, propias y ajenas. Trata de insuflarle a su reacomodamiento un aire gentil. Fuerza una sonrisa pretendiendo alumbrar a los espectadores que no salen de su asombro. Los parroquianos, midiendo el peligro que amaina, van volviendo a sus lugares. El Pianista y el Violinista, quietitos y obedientes en sus lugares desde que se interrumpió la música, esperan la marca de Anselmo para la reanudación mientras van recuperando colores en sus pálidas fisonomías. Otra vez el silencio que amedrenta. Marión toma el arma y la deja en el suelo, pegada a la silla, apenas oculta por las patas traseras. Anselmo jamás comenzaría a tocar si no la tuviese cerca. El músico corrobora el sitial de su asiento. Se acomoda con irritación. Todavía le cuesta soltar el lazo con el que sus ojos siguen atorados a ese hueco negro desde el que eyectaron a la presa que increíblemente logró huir de lo que le correspondía. El hombre espera su instrumento. La mujer aguarda a que el ritmo de las inspiraciones y espiraciones del artista deponga exigencias inútiles. Lo que empezó siendo un juego de niño, es ahora un rito insustituible, necesario, una comulgación de la noche, un bautismo del tango, debe ser ella quien le acomode el bandoneón. Levanta a la criatura de maderas, nácar, zinc y alambres. Ese engendro teutón que escupe abstracciones temporales, sabe prescindir del espacio para transformarse en metáfora intangible, precisa, angelada, embaucadora, diabólica, amorosa, asesina. Todo el peso que siente en sus brazos es poco comparado con lo que ese aparato rayado, cuadriculado y abotonado es capaz de generar. Marión sostiene el peso de las historias que vendrán. Asume costos y sacrificios. Su vida cobró sentido gracias a esta cosa que carga con tantos cuidados y a ese cusifai que la espera para exprimirle algunas armonías con las que expiar las injusticias de este mundo. Le apoya el bandoneón en su falda y es ella, esta vez, quien les hace un gesto a los otros músicos para que reanuden el camino del tango. Restablecida la ceremonia, sale procurando que sus pasos sean prácticamente imperceptibles. El clima precedente determina nuevos rumbos musicales. El enjambre armonioso que propone el piano es negro azabache. El violín no se queja, hace lo que puede para no estimular ninguna claridad que confunda. Avanzan en yunta hasta un recodo siniestro, ahí el piano se independiza para quedarse agazapado replicando un acorde clusteroso, de puño apretado en la mayor gravedad de sus posibilidades. Está al borde de un pozo profundo, un despeñadero que amenaza con tragarse los pocos momentos felices que pudieran rescatarse de una noche para el olvido. No puede salir de allí, debe quedarse en esa densa letanía hasta que vengan en su rescate. Va a ocurrir pero no sabe cuándo, ni cómo, tampoco lo saben los ilusos que esperan conteniendo respiraciones hasta límites peligrosos. Anselmo finalmente cierra los ojos, él también acaba de llegar a ese lugar, enlaza las manos en las correas y ofrece su corazón para rescatar o para estropear el de unos cuantos.
CAPÍTULO NUEVE
2010
Anselmo, con los ojos cerrados, tararea la melodía totalmente embebido en su recuerdo. Facundo lo mira embelesado tratando de dilucidar si admira o si odia a ese hombre.
CAPÍTULO DIEZ
1935
Casi todos los cabarés, fondas y posadas del Bajo, Retiro, la Boca y Barracas son un hervidero salvaje y cosmopolita de hombres que buscan desafrechar todos sus instintos. Transcurre un tiempo en el que Buenos Aires bulle al compás de demandas sociales insatisfechas y transas políticas que no hacen más que aumentar las desdichas de los pobres trabajadores. Los ministros Luis Duhau y Federico Pinedo son las caras visibles de un defalco hacia el pueblo cuyos únicos beneficiados son la clase dominante y el Reino Unido. Las conversas políticas entre un variopinto manto de desniveles sociales aunadas en esos recintos se desflecan, sin embargo, cuando llega el momento del pacto cliente-pupila-proxeneta. Anselmo, que a sus 25 años ya es un veterano en estas lides, maneja con mano firme un nutrido número de mujeres de diversa procedencia, profesión que alterna con la de músico en pleno ascenso. Aline es una adorable francesa que aprendió a sonreír a base de golpes y privaciones desde su infancia en plena guerra. Hasta su extrapolación de tragedia pues el viaje que creyó era su salvación, la depositó directamente en las garras prostibularias del puerto. Ella adora a Anselmo, ve en él a su salvador. Lo odiaba profundamente cada vez que debía entregarle el porcentaje del día pero la primera vez que lo escuchó tocar el bandoneón quedó hipnotizada con ese hombre de la sonrisa borrada. Su admiración y su gusto por la música del tango le habilitaron ciertas libertades que expone disimuladamente para no generar malestar entre sus compañeras. Al ver que Anselmo, ya con el sombrero puesto, enfila rumbo a la salida, se acerca dulcemente para susurrarle:
—Anselmo, casate conmigo.
—Algún día- miente el cafiolo mientras huye raudo a resolver una de esas cuestiones que son parte del asunto.
El galpón, desde afuera, parece abandonado. Uno de los tantos que dan ese aire de mercancía en movimiento a todos los edificios portuarios. Al entrar, un olor nauseabundo a pescado podrido invade el olfato, Anselmo apenas si frunce un poco la nariz. El asco dura unos pocos segundos, hasta que el hábito lo hace natural. La percepción olfativa pronto es superada por unos golpes que llegan desde atrás de algunos andamios, tablas y caballetes repletos de grandes cajas de madera. Evidentemente el encargo no fue cumplido a tiempo, si no esos garrotazos secos deberían haber terminado hace rato.
—No quiere hablar- le dicen.
En una silla desvencijada, con las manos atadas en la espalda y la boca repleta de algodón, sobrevive Elvino Molinari recibiendo trompadas en la cara y en el estómago de parte de dos hombres en mangas de camisa. Al percibir el silencio de su jefe detienen momentáneamente la tarea. Anselmo, con una parsimonia deslumbrante, se saca el sombrero, el sobretodo, el saco, se arremanga la camisa y se pone a pensar. Piensa. Mira y piensa. Acerca una silla. Se sienta. Le quita los algodones de la boca.
—¡Hijo de puta! Sos un hijo de puta, Anselmo.
—Shhhh- murmulla apenas mientras le llena nuevamente la boca con algodón -. Me enteré que quisiste romperme una ventana.
Molinari niega. Revolea la cabeza desesperado por hablar. Anselmo vuelve a liberarle el chamuyo.
—Te escucho.
—Sabés que las franchutas se cotizan, tengo varias, pero la mejor de todas quiso salirse y buscó refugio con esa muñequita de Montmartre que es tu adoración.
—¿Aline?
—Esa, Aline. Nadie te la quiso robar, solo quería recuperar lo mío. Quise hablarle para que me batiera dónde se había escondido mi francesa.
—¿Y la recuperaste?
—Son muy zorras, se cubren entre ellas. Vos tenés suerte con esa muñequita, te idolatra. No sé cómo hacés. De otra forma te hubiera dado el esquinazo con la trola mía. No sé dónde está. La quiero, me pertenece. Con la cana sabe que no puede. Al consulado tampoco. Es mía o de nadie.
—Nada de lo que decís te da derecho a meterte en mi territorio.
—Se protegen entre ellas. Seguro está con Aline. Dejame buscar bien.
Otra vez el algodón. Mientras Molinari escupe sangre por los ojos, Anselmo entrecruza las piernas, enciende un cigarrillo y le hace un furtivo gesto a uno de los matones. El mono interpreta perfectamente el pedido, conoce las formas, actitudes y placeres del cafiolo. No se parece a ninguno, es una rara mezcla de exquisitez y crueldad amalgamada con barro y porquerías. El consensuado rito aprendido naturalmente no amerita más que ese mínimo gesto repetido cada vez que se ven obligados a estropear a alguien. Con el cigarrillo en la boca, Anselmo busca la navaja en uno de sus bolsillos. Molinari convulsiona todo su cuerpo imaginando lo que viene. El otro matón amaga con sostenerlo pero Anselmo se lo impide.
—No, no, de ninguna manera. Si el feite se agranda que sea por su culpa.
Como un pintor enarbolando su pincel sobre la tela acerca la filosa navaja a la cara del desgraciado. Apoya apenas la punta sobre el costado izquierdo, milímetros por encima de la comisura de los labios. Espera paciente a que Molinari deje de temblar. Lleva su tiempo pero el tipo logra contenerse. Mejor para él. Recién ahí Anselmo presiona para ver surgir el primer brote rojo. Impone una pausa, hasta que el ingrato entienda que el entrecruzamiento visual es necesario. Gusta del recelo ajeno imaginando lo mismo pero al revés, pergeñando venganzas, conjeturando reparaciones. Ahora sube en dirección a la oreja. No llega a distinguirse la precisión del tajo culpa de tanta sangre. Molinari grita y llora asordinado por el taponamiento bucal. Listo, perfecto, gran trabajo. Anselmo limpia la navaja en saco ajeno y se sienta justo cuando llega el matón trayendo la caja con su bandoneón. Lo saca, lo acomoda sobre su falda y se queda unos segundos como hipnotizado buscando inspiración en ese hombre cuya sangre florece con tanta belleza. Pasado un buen rato empieza tocar, y lo que toca es francamente hermoso.
Llueve a cántaros. El invierno parece más crudo con tanta agua y tanto viento. El tango suele matizarse con esa humedad tan de Buenos Aires, pero se pone más denso y pesado todavía cuando viene acompañado de tormenta. La chapa de los techos repiqueteando al compás de todo eso que cae sobre la ciudad hace que la música pierda importancia. Una pena que este reputado sexteto vea empañada así su actuación. Sin embargo Anselmo, ajeno a todo lo que no sea tango, contempla deslumbrado a la cantante de la agrupación. Nunca había visto ni escuchado algo semejante, ni en lo referente a la expresión delicada de su interpretación como al aspecto tan particular de su atuendo. Es que Rosita Trigali canta vestida de hombre. Sin impostar gestos masculinos ni nada que ponga en dudas su género, por algún raro gusto o percepción o lo que sea de esta artista exquisita, su vestimenta completa el cuadro de un acto realmente inolvidable. Marión, siempre atenta a todo lo que rodea a su protegido, no puede evitar sonreír ante lo que pensaba que nunca iba a ocurrir. Desde aquella primera noche del 19 la palabra amor fue tema esquivo. Como si estuviera maldita o prohibida. O quizá se trate sencillamente de un lugar imposible, nocivo, absurdo, al cual de solo arrimarse pudiera pervertir la personalidad de este hombre forjada a la ristra de peripecias surcadas por hechos violentos y musicales. ¿Acaso lo que siente Anselmo por el tango no es amor? Seguramente que sí, pero si tuviera que calificarlo se las ingeniaría para buscar un eufemismo o palabras paralelas como compromiso o complicidad. La que también observa el flechazo es Aline, aunque desde otro lugar, claro. Entre los aplausos del último tema se aproxima a su dueño. Como un felino salvaje Anselmo percibe la proximidad de un cuerpo a sus espaldas. Sabe que no es Marión pues acaban de cruzarse sus miradas. Cuando los dedos de Aline están por acariciarle el hombro un veloz zarpazo de su mano caza la muñeca de la pobre francesa trasformando lo que pretendía ser un gesto tierno en un rictus de pánico. La chica se asusta y grita. De golpe son el foco de atención, justo cuando Rosita Trigali pasa muy cerca rumbo al cuarto que se usa para los músicos. Queda postergado el cruce de miradas que Anselmo había planeado. Sin conciencia de su fuerza sigue retorciendo el brazo de su pupila que sofrena el nuevo aullido a pesar del dolor. Marión consigue que el tigre suelte a su presa imprevista. Aline corre llorando en busca de un rincón alejado en donde poder consolar a solas sus dolores, los físicos y de los otros, que seguramente le duelen todavía más.
Maravilla contemplar a Marión moviendo los hilos de su ecosistema con tanta escrupulosidad, verla de pronto emerger de las sombras ante cualquier circunstancia que pueda alterar el mecanismo de lo previsto. Hace y deshace de manera que nada escape de su registro. Sin embargo no pudo ella reaccionar a tiempo cuando un barullo lejano se transformó en pocos segundos en una amenaza de tragedia: Elvino Molinari, luciendo una cicatriz todavía fresca, ingresa con ímpetu enloquecido al cabaré. Como un toro enfurecido se trepa al escenario justo cuando un trío de guitarras arrancaba con su número de valses y milongas. Anselmo salta desencajado a enfrentarlo pero se ve obligado a detener su impulso cuando el revólver que escondía Molinari le apunta a su nariz. Pocas veces los presentes, incluso los ausentes, habían podido contemplar a la bestia dominada. Anselmo hierve, las gotas de sudor le afloran en manantial, el arma en su cara le raspa de tanto que tiembla la mano de Molinari, razón por la que el disparo puede escaparse de un momento a otro, preferible contener, mirar fijo y esperar el instante exacto para extirpar la amenaza con un zarpazo preciso. Pero ni el más imaginativo de los demiurgos celestiales podría haber conjeturado semejante corolario. Para sorpresa de todos, ni qué decir para Anselmo, Molinari se desentiende de su presa dominada y conduce el arma hasta su propia sien. Que el asombro es inusitado huelga decirse. Estallando en un llanto desconsolado, con la voz quebrada por un dolor inexplicable, descerraja unas pocas palabras para expresar el tormento que lo tortura:
—¡Gardel! ¡Se murió Gardel! ¡Se mató Gardel!
Las manchas de sangre que produjo aquel disparo fueron demasiada poca cosa ante tamaña verdad.
El último bandoneonista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia