Entre las tantas reformas con pretensiones fundacionales, el proyecto original de ley ómnibus presentado por el gobierno de Milei incluía un articulado de modificación del sistema electoral nacional. No es mi objetivo hacer un análisis detallado del mismo sino tomarlo como excusa para dar cuenta de los principales procesos y debates en torno a las reformas electorales en la historia de nuestro país.
Uno de los grandes dilemas de la democracia moderna es el de encontrar la forma de traducir un hecho abstracto como el de “la voluntad popular” en números concretos que sirvan para definir quiénes ocuparan los cargos ejecutivos y parlamentarios. Luego de la primera emoción por haber derrocado al antiguo régimen los demócratas percibieron rápidamente que el principio de legitimidad basado en el pueblo era casi tan abstracto como el principio divino que legitimaba el gobierno monárquico, y que tenían la compleja misión de concretizarlo en reglas de juego comunes.
Entre las discusiones que aparecieron a la hora de hacer esa traducción se destacó aquella acerca del carácter único o diverso de la voluntad popular: ¿la voluntad popular era una sola y por eso sólo podía instalar en el gobierno a una única fuerza o corriente política, o era múltiple por lo cual debían encontrarse los mecanismos para que esa diversidad se expresara en la existencia de cargos para los oficialismos y las oposiciones?
La primera definición al respecto aceptaba que en sociedades masivas como las modernas, la unanimidad es prácticamente imposible por lo cual “voluntad popular” fue entendida como sinónimo de “mayoría”. En segundo lugar primó el criterio de que en el caso de los cargos ejecutivos era recomendable un liderazgo único, por lo cual en ese sitio no había demasiado lugar para las diversidades (hay excepciones como los sistemas en los que puede elegirse presidente de una fuerza y vice de otra pero eso no suele funcionar, aunque en Argentina sabemos bien que el hecho de que provengan del mismo partido o alianza tampoco es garantía).
En cuanto a los poderes parlamentarios tempranamente se aceptó que la voluntad popular podía tener diferentes expresiones y se buscaron formas de repartir las bancas entre distintas fuerzas, aunque en los primeros tiempos de la República la lista única fue la regla general. Esto significaba que quien ganaba la elección incluso por un solo voto se llevaba la totalidad de las bancas parlamentarias. Puede parecer obsoleto pero es el sistema que todavía rige para la definición de electores a presidente en casi todos los estados de EEUU.
Cuando más adelante se optó por repartir las bancas entre más de una fuerza los mecanismos considerados como opción fueron básicamente tres: la uninominalidad (como la que propone ahora el oficialismo), la lista incompleta y la proporcionalidad.
La uninominalidad
Este años se cumplieron 120 años de un hito de la política argentina: la elección de Alfredo Palacios como primer diputado socialista de América. Menos conocido es el hecho de que aquello fue posible gracias al primer intento por parte de la elite liberal conservadora argentina de sistematizar, ordenar y ampliar las normativas que regían el voto popular. Esa reforma llevada a cabo en 1902 durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca fue ideada por su ministro del interior y Alma Mater de la nacionalización de la Universidad de La Plata, Joaquín V. González. El proyecto presentado por Roca, defendido por González y aprobado por el congreso buscaba acrecentar la legitimidad de un régimen político que hacía rato (al menos desde 1890) que venía siendo cuestionado en cuanto a la libertad y transparencia electoral. Igual que otras reformas posteriores proponía un sistema de uninominalidad para la elección de diputados nacionales. Al igual que la reforma propuesta por Milei en lugar de tomar como distritos únicos a las provincias y la capital, dividía a la república en tantas circunscripciones como bancas se eligieran -en esa época 120- y así la población de cada una de esas circunscripciones elegía a un solo representante. Los argumentos a favor de ese sistema se centran en la proximidad entre electorado y elegidos, diferenciándose de las listas “sábana” en las que las candidaturas se completan con nombres habitualmente ignotos debajo de las personas más conocidas y populares que las encabezan. Es un sistema que además reduce la necesidad de intermediarios por lo cual tiende a erosionar el sistema de partidos políticos y fomentar la existencia de fuerzas efímeras y/o regionales. No es llamativo en ese sentido que sea la propuesta elegida por el gobierno libertario en momentos de una profunda crisis de representatividad y auge de los discursos anti-política y outsiders. Otro de los argumentos que en su momento esgrimía Joaquín V. González era el de la pluralidad. En ese sentido la cuestión es más compleja, porque si bien la idea de una gran cantidad de circunscripciones abre la posibilidad a gran variedad de expresiones también es cierto que sería posible que una fuerza que ganara todas las circunscripciones por un solo voto se quede con la totalidad de las bancas y una elección en la que una fuerza sacara el 50,1% de los votos y la otra el 49,9% podría determinar que la totalidad de la representación parlamentaria quedara para la primera. El ejemplo es extremo pero ilustra bien el problema. En el primer peronismo también se llevó a cabo una reforma basada en la uninominalidad. Aquel proceso fue protestado por la oposición ante la posibilidad de quedar sin representación parlamentaria, atendible por lo que explicamos recién y además por la arrolladora supremacía electoral de aquel peronismo. Ante esa situación se terminó optando por una alternativa híbrida que aseguraba a la oposición un mínimo de representación. Todas las provincias estaban divididas en circunscripciones uninominales que elegían una sola persona, pero las más pobladas – Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos- elegían además dos diputados de entre los candidatos más votados que no hubieran ganado su circunscripción (los “mejores segundos”). De esa forma se aseguraba una representación, a menudo mínima, de la oposición. Veremos a continuación que la reforma de Saenz Peña también consideraba este asunto de la representación opositora asegurada, aunque con otra técnica.
Sáenz Peña y la lista incompleta
La reforma de Sáenz Peña es sin dudas la más conocida e icónica de las que tuvo nuestro sistema electoral. Es considerada fundante de la democratización del régimen político argentino y recordada habitualmente a partir del latiguillo aprendido en la escuela del voto universal, secreto y obligatorio. Menos conocido, y casi tan importante en cuanto a la transparencia electoral, es el hecho de que adoptó el registro del servicio militar como padrón electoral, y menos aún es que adoptó el reparto de bancas basado en el sistema de lista incompleta o de “dos tercios”. Roque Sáenz Peña y su ministro del interior Indalecio Gómez -para muchos el verdadero cerebro detrás de la reforma- establecieron un sistema que aseguraba la participación opositora en las cámara de diputados. Los partidos presentaban listas con candidatos para dos tercios de las bancas a llenar, la fuerza que resultaba victoriosa consagraba a la totalidad de sus candidatos y la que saliera segunda -no importaba si sacaba un solo voto o un millón- a la mitad de sus candidatos (es decir un tercio). De esta manera se aseguraba que la oposición estuviera representada pero no en un número en el que complicara la gobernabilidad. El mismo criterio corría para los electores a presidente aunque eso fue modificado con posterioridad a 1930, durante el “fraude patriótico”, con el argumento de que si lo que se elegía era una sola fórmula presidencial no tenía sentido elegir una minoría, asimilándose así al régimen norteamericano. El sistema de dos tercios ha quedado prácticamente en desuso, desplazado por la proporcionalidad, aunque es el que rige desde la reforma constitucional de 1994 para el reparto de senadores y senadoras.
La proporcionalidad
A diferencia del sistema de boleta incompleta, la proporcionalidad en el reparto de bancas permite que más de dos fuerzas políticas accedan a la representación parlamentaria. Este sistema en el cual los candidato de cada partido son elegidos en una proporción aproximada al número de votos que sacaron sus boletas es el que tenemos más incorporado como normal en la democracia argentina desde la vuelta de la democracia en 1983. La proporcionalidad tiene, sin embargo, una antecedente significativo y mucho más lejano en el tiempo, ya que ha sido la regla para el reparto de bancas en la Provincia de Buenos Aires desde la Constitución provincial de 1873 que dictaminaba que “La proporcionalidad de la representación, será la regla en todas las elecciones populares, a fin de dar a cada opinión un número de representantes proporcional al número de sus adherentes”. Este sistema funcionó sin problemas durante la Pax Roquista con gobernadores adictos al PAN, pero se complicó cuando tuvieron que gobernar dirigentes de otros partidos como el cívico Guillermo Udaondo o el radical acuerdista Bernardo de Irigoyen que se cansaron de protestar por el variopinto escenario de la legislatura provincial que hacía casi imposible aprobar cualquier ley, por lo que incluso proyectaron reformas constitucionales para modificar el sistema que nunca se efectivizaron.
A nivel nacional la proporcionalidad comenzó a considerarse después del derrocamiento de Perón en 1955. Para quienes lo propusieron tenía la ventaja de dar un mensaje de pluralidad política, luego de la “autoritaria” experiencia peronista, pero sobre todo brindaba la posibilidad de “licuar” el voto peronista en variadas fuerzas de nueva conformación para intentar enmascarar la indisimulable proscripción de la fuerza política más popular. Este sistema se puso en uso para las elecciones constituyentes de 1957, famosas por inaugurar la división radical entre “intransigentes” y “del pueblo” pero luego entró en un impasse hasta 1963 durante el cual se volvió al sistema de Sáez Peña. Para las elecciones que llevaron al poder a Illia se instaló la proporcionalidad bajo el sistema D´Hondt que ya se había utilizado en 1957, tanto para las bancas de diputados como para electores presidenciales. De allí en más la proporcionalidad bajo el sistema D´Hondt, generalmente con el 3% de piso mínimo que debían alcanzar las agrupaciones para entrar en el reparto, fue la regla general para la definición de quiénes acceden a las bancas de diputados y diputadas, aunque ya no para los electores a presidente y vice que fueron dejados de lado a partir de la elección directa que estipula la Constitución Nacional desde 1994.
Coda
Dice un amigo que el mejor sistema electoral es el que más te conviene. Es cierto que nadie modifica las reglas para perjudicarse, pero también es cierto que hay variados casos en los que los oficialismos, igual que el Coyote ante el Correcaminos, fueron víctimas de sus propios planes. La propia Ley Sáenz Peña abrió la puerta para la llegada de Yrigoyen al poder, lo que sin dudas no estaba previsto por los herederos del Roquismo. También es cierto que además de su objetivo de buscar una representación democrática, los sistemas político-electorales deben ser efectivos y ser percibidos como legítimos. En ese sentido ninguna solución técnica o práctica asegurará el éxito por si sola.
Los métodos de las democracias son siempre perfectibles, lo que no significa que haya en el horizonte un sistema perfecto al cual aspirar. El camino de las modificaciones electorales no es una recta hacia una utopía definitiva, si no una vía sinuosa de idas y vueltas en las que lo que parece solución hoy puede significar un nuevo problema mañana.
Hemos desarrollado apenas algunos pocos puntos de un tema con múltiples aspectos y debates: boleta única vs. boletas múltiples, voto en papel vs. voto electrónico, internas cerradas, abiertas u organizadas como primarias, primarias optativas u obligatorias, ley de lemas… todo un sinnúmero de dilemas que dan cuenta de la complejidad de aquella dificultad original de traducir el principio de legitimidad popular en un mecanismo concreto, y que tal vez podamos tratar en futuras entregas.
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