Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO DIECISEIS
1964
¿Se habrá subido alguna vez a una calesita? Cree que sí. Sí, definitivamente. Le llega un vago recuerdo de su padre sacándolo con fuerza de una piragua con mascarón de proa de cisne anaranjado para sentarlo de prepo en un caballo descolorido que mostraba los dientes a medio camino entre sonrisa y hastío. Su madre acercándosele justo cuando el carrusel empezaba a girar intentando calmar un llanto incontrolable, sabiendo que si el padre había decidido que el caballo era mejor que la piragua, no existía discusión posible.
Cada vez sale más temprano. No soporta pasar ni dos minutos de su vigilia en ese insignificante monoambiente al que debió mudarse. Las deudas lo obligaron a vender la casa que compartía con Marión desde que la conoció. ¿Trabajo? Hace changas. Acompañar cantantes de bodegón, un trío para algún cumpleaños, poca cosa. Hay que adecuarse, se dice. Hay que adecuarse, se repite sentado en un banco de Plaza Lavalle mirando abstraído la calesita que gira y gira y gira estableciendo recuerdos ingratos para futuros inciertos. Mirando esas bestias de cotillón atravesadas por un fierro que las fija a la tortura del mismo paisaje por el resto de los tiempos no puede evitar rememorar otras bestias, esas con las que formaba parte del mismo batallón hasta hace algunos años. Los 40 y 50 fueron un animal desbocado que florecía tangos en cualquier esquina de Buenos Aires. Y no era una rueda endogámica que giraba sobre sí misma sino un camino recto, ancho e infinito del que salían afluentes en multiplicidad de direcciones lanzando granadas de 2×4 que explotaban amorosamente en el corazón de la gente. Los espacios tangueros se multiplicaban de manera asombrosa. Por dos mangos, literalmente, los dos mangos de un café, se podía gozar en una confitería (La Richmond, la Sans Souci, el Picadilly) de lunes a lunes, de los mejores exponentes del género, y en tres secciones: matiné, vermú y nocturna; los cafés (El Nacional, el Ebro, el Marzotto), los cabarés (El Chantecler, el Marabú, el Tibidabo, el Abdulah), los salones de baile (el Palermo Palace, el Monumental de Flores, el Salón Lavalle), los clubes de barrio, los sindicatos, los estudios de radio y ni que hablar de los multitudinarios bailes de carnaval. Había trabajo para los músicos, campo de acción para los letristas, los compositores, los arregladores. El tango era una verdadera fiesta y sus artistas auténticos ídolos populares que cortaban con su sola presencia el tránsito de la avenida Corrientes. Para aquellos artistas, para aquellos espectadores, oyentes, bailarines, productores, empresarios radiales y teatrales, el tango se deslizaba por una montaña rusa sin principio ni final. Uno, de golpe, de buenas a primeras, sin previo aviso ni preámbulos metafísicos ni manuales de escolástica ni notas escritas a las apuradas en los cuadernos de comunicación primaria, se encontraba adentro de uno de esos carritos de vértigo infinito que, a la velocidad de Buenos Aires, desplegaba tangos, de los buenos y de los otros, en un millón de direcciones. Pero así como habrá existido un big bang que dio origen a todo aquello, de la misma manera aconteció la debacle. De un día para el otro las luces del centro languidecieron. Las escasas lamparitas multicolores de los patios y clubes que permanecieron en pie apenas si enfocaban siluetas escapando de la oscuridad. Una oscuridad que aplastando la ciudad la hacía cada vez más chiquita.
La sombra es lo que resta cuando la luz se obstaculiza parcialmente. Los seres vivos van con su sombra a todos lados. Solamente en la ficción y en los mitos populares vagan las sombras sin su matriz. En estos fabulosos 60 se puede afirmar con rigor científico que la sombra del tango vaga errante como un alma en pena. Mirando la calesita Anselmo no termina de entender su nuevo estado. Lo sufre, lo padece, pero no lo entiende, tampoco se pregunta tanto, ni cae en la cuenta de que atraer imágenes de su infancia perdida puede ser algo parecido a la nostalgia. A otro, en su misma situación le caerían frases hechas de un oportunismo cruel: “Estás desorientao y no sabés qué trole hay que tomar para seguir”, “Tengo el corazón hecho pedazos, rota mi emoción en este día”, “Este odio maldito que llevo en las venas me amarga la vida como una condena. El mal que me has hecho es herida abierta que me inunda el pecho de rabia y de hiel”. Anselmo no es otro, no piensa ni siente como nadie. Se pregunta: ¿por qué mierda todo este dolor no lo vuelco en un tango? Se responde: Al pedo. Quién lo va a escuchar. Sobreviven apenas algunos cantantes como Julio Sosa, Roberto Goyeneche, y el rengo malparido que hace otra cosa, su cosa, que es algo así como un monstruo abortado del tango con siete cabezas y tentáculos que disparan notas y armonías de otro mundo. Nunca admitirá que admira a Piazzolla, alguien que tuvo la lucidez, la perspicacia y el talento suficientes para escaparse a tiempo justo cuando el barco se hundía y para, encima, seguir haciendo exactamente la música que tenía ganas de hacer.
Se siente alicaído, desnutrido, una especie en vías de extinción. Ya ni ganas de pelear tiene. Piensa en un túnel oscuro. Cierra los ojos con fuerza para entrar en esa negritud, buscar imágenes, motivaciones, algún ardor que lo empuje a re direccionarse. ¿Cuánto hace que no se sienta a componer? ¿Y la navaja? Se palpa, la busca, no la encuentra. Habrá quedado en alguna caja de la mudanza, o en un cajón de la cocina. El revólver, sabe, lo tuvo que empeñar para morfar una semana. Cuánto hace que no compone un tango, se repite. Para colmo los del consorcio le advirtieron que debe respetar los horarios de descanso.
La sombra del tango en estos días vaga opaca y sin rumbo por cada portal de Buenos Aires. Busca perdida su fuente de inspiración, su centro generador. Cada cabaré, club, café que renuncia a contratar músicos de tango, deja sombras errantes, con la cabeza gacha, buscando una sombra hermana con quien compartir el hastío de un tiempo muerto para siempre. El tango comenzó a vivir su propia edad media. Son tiempos de adecuarse, tragar el dolor, el sin sentido de lo que ya no es y sobrevivir. Resistencia, sería la palabra adecuada. Otros lo hacen en otros ámbitos. El tanguero ejercita esa resistencia pero sin ponerle ese nombre, al fin y al cabo los tangueros no están prohibidos como los peronistas, simplemente están siendo dejados de lado por otros afanes: el pop, el rocanrol, el amor libre, la psicodelia. La adecuación es para todos y cada uno de los que formaban parte de aquella maquinaria, tantos los creadores como los receptores, productores, artistas y público. Los superhéroes de la época dorada, Troilo, Pugliese, D´Arienzo, Di Sarli fueron los primeros en tener que amoldarse a sobrevivir a los ponchazos. ¿El huevo o la gallina? ¿Qué ocurrió primero? ¿La falta de espacios? ¿La falta de recursos? ¿La escasez del público? ¿Los nuevos gustos de la nueva juventud? La reducción de las fuentes de trabajo es evidente. Las grandes orquestas entraron en el tobogán del desuso. Algunas estoicamente pudieron permanecer activas pero reduciendo la frecuencia diaria y/o semanal de sus shows a una vez cada tanto o cuando se pudiese. Esto, inevitablemente, derivó en otra reducción: los directores de orquestas se vieron en la necesidad de inventarse nuevas formas de sustentabilidad económica para poder seguir morfando del tango. Así fue como nacieron infinidad de grupos pequeños que beneficiaron la generación de laburos para ganarse el sustento diario: algunas orquestas se redujeron a quintetos o sextetos; algunos sextetos a cuartetos, tríos o dúos. Y los cantores, especie tan particular de esta fauna, comenzaron a pulular por los nuevos reductos surgidos de la crisis acompañados apenas por uno o dos guitarristas, o un pianista, o un dúo de guitarra y bandoneón.
Un viejo italiano de gorra cuadriculada y sonrisa fácil, esgrimiendo con habilidad la calabaza con la sortija vocifera última vuelta. Anselmo con el anuncio sale del túnel, agarra la caja del fueye que reposa a sus pies para irse justo cuando un grupo de adolescentes irreverentes, vestidos de fiesta de 15, le interrumpen el paso lanzándole una artillería de palabras sin sentido mientras le señalan la caja de su instrumento:
—Jefe, ¿se lustra? ¿Cuánto cobra? ¿No nos haría precio? Somos, cinco, no, perdón, cuatro, esta bestia se vino con botas de gamuza, ¿a usted le parece semejante “tragedia” con botas de gamuza? Es un animal éste, gallego, qué quiere también. Entonces ¿a cuánto la lustrada?
El orador principal recibe la trompada directo en el centro de la cara. Un observador preciso diría: le tapó la boca. Vuelan dos dientes que se pierden en una ligustrina. Los muchachos socorren a la víctima mientras insultan a Anselmo que se va yendo a tranco lento, sin apuro, como para buscar inspiración en esas frases hirientes que pretenderían irritarlo pero que no le hacen ni cosquillas. El calesitero llega para ayudar, se saca la gorra y rascándose la calva se queda mirando intrigado la espalda del ingrato que se aleja. Hace rato que lo estaba pispiando desde la casucha de chapa que oficia de boletería, estuvo sentado más de dos horas mirando fijo la calesita. Y cara de bueno no tiene. Le parece cara conocida, actor o cantante, no se acuerda bien. Los chiquilines que todavía dan vueltas en caballos, patos, cisnes y elefantes miran asombrados las escenas de ese circo ambulante que se fragmentan con su continuo girar. Algunos son arrancados por sus padres ante el temor de que la gresca se profundice.
El cantante interpreta “Pasional” con una elocuencia que lastima. Su afán por demostrar un sentimiento genuino lo hace digno de un teatro de marionetas. Anselmo lo acompaña con los ojos cerrados, no de concentrado, sino para no mirar, aunque, claro, no puede evitar escuchar. Por suerte es el último tango. Una treintena de clientes entre los que se cuentan obsecuentes, fanáticos y turistas aplauden a rabiar. Mientras hacen mutis hacia la mesa del fondo en donde los esperan dos vasos de vino y sendos sánguches de milanesa, un jovato entusiasmado se acerca al cantante:
—Lo felicito, qué interpretación, se ve que usted siente el tango.
—Es la única manera, sentirlo con el corazón. Acá adentro, sienta como tiemblo, así yo siento al tango.
Sergio, el cantante, toma la mano del tipo y la lleva hasta su pecho. Se miran emocionados. Anselmo es testigo de la fantochada sensiblera, pero sigue de largo haciéndose el desentendido. Otra consecuencia de los nuevos tiempos, contener los impulsos ante los tangueros de cotillón. Si tuviera algún ahorro para morfar no se expondría a estas parodias ridículas de algo que ya no se puede repetir. Se le cruza la imagen de una calesita girando con decenas de cantantes patéticos, atravesados por lanzas verticales que se clavan en el techo y en el suelo mientras un grupo de verdugos felices, entre los que se encuentra él, parados afuera de la rueca, les van pegando piñas en la jeta a los infelices a medida que van pasando. Quiere comer rapidito y pirarse cuanto antes. Se sienta, vacía de un trago el vaso de vino blanco y le entra hambriento al sánguche de milanesa. Sergio se sienta a su lado henchido de emoción.
—¿Salió lindo, no?
—No alcanza con sentirlo, sabés. Además hay que hacerlo bien. Volvés a cantar como hoy y yo, personalmente, te corto la lengua. Sos un aborto musical.
De salida caloteó una hesperidina. La va bebiendo mientras sus pies furtivos lo comandan directo a Plaza Lavalle. Al banco de la contemplación y el desatino. Linda noche para dejar que pase el tiempo esperando la nada. Fundas de plástico cubren a todos los animales. Está bien, el rocío puede ser fatal. De puro vicio empuja la puerta de alambre con cerradura de plástico, cede fácil. Libera al primero que se topa, es un caballo, una bosta los caballos, prefiere otra cosa, mejor un elefante. Dando vueltas entre las fieras de cartón pintado finalmente rescata a toda la jauría. La luz del cuarto menguante aporta su clima fantasmal. Toma conciencia y agradece a la tropa por la grata compañía nocturna haciendo una escuálida reverencia.
De la puerta principal del teatro Colón, sobre calle Libertad, brota una zanganada de fracs y tapados de piel con risotadas y gestos ampulosos de esos que gustan de ostentar, tan típicos de los que se saben dueños de la pelota. Algunos choferes desde el cordón de la vereda estiran sus cuellos tratando de encontrar a sus patrones. Por la puerta que da sobre la calle Cerrito van saliendo algunos músicos de la orquesta. En un acto reflejo, mirando tantos estuches académicos, Anselmo no puede dejar de reparar en el estado deplorable y deteriorado de la caja de su bandoneón, casi una continuación de su propia imagen. Se siente embarrado, sucio, mugriento. Pretende apurar el paso para escaparse de ese conjunto de músicos asalariados y satisfechos pero algo lo detiene. Algo que lo deja grogui. Entre ese grupo de músicos de culto, de elite, de sinfónica, se entremezclan algunos viejos colegas de aventuras tangueras: Pepe Votti y Carmelo Cavallaro, antes violinistas de Troilo, también lo distingue de lejos al contrabajista Juan Vasallo. Quisiera escapar pero no puede, apenas pivotea la cintura y juna de costado, no quisiera ser reconocido, para qué, de qué hablarían, ¿de lo bien que se acomodaron ellos con la música clásica en lugar de seguir batallando desde las trincheras del tango? Mejor que no. Ser parte de una orquesta sinfónica inevitablemente les habrá cambiado la rutina a estos músicos surgidos como él de las entrañas tangueras; las costumbres, el paisaje, los horarios, las charlas de café y, hay que decirlo, sus sueños musicales más profundos. Pero lo que le provoca a Anselmo un verdadero cimbronazo, una trompada en la cara, una patada en el pecho, es cuando ve salir a un tipo enarbolando la funda de su oboe, matándose de la risa, él y todos sus compañeros que seguramente vienen escuchando un relato gracioso de ese hombre que, según está convencido Anselmo desde que lo escuchó tocar por primera vez, es el mejor bandoneonista de todos los tiempos. Se llama Roberto Di Filippo y ahora, por lo visto, es oboísta en la Orquesta Estable del Teatro Colón. Y claro, habrá tenido que estudiarlo al oboe, no le habrá costado, si es un iluminado Di Filippo. De golpe se acuerda de uno de los tantos reportajes radiales que le hicieron cuando debutó con su orquesta. A la pregunta de quién era el mejor bandoneonista según su gusto, sin dudarlo respondió: Roberto Di Filippo. Se sabe que el bandoneón no forma parte de ninguna orquesta sinfónica. El hambre debe tirar, bah, eso piensa Anselmo que le habrá pasado a Di Filippo. A él no le pasó ni le pasará. Elecciones que algunos hacen. Cada uno es cada cual. Cambiar sueños de artista por la comodidad y la seguridad económica. El barro por el mármol. La vida por el arte, a cambio de auto, casa y comida. No está mal. ¿Es criticable? Anselmo se queda dibujado sin poder de reacción. Tocar para el poder, no para el pueblo. Tocar por plata, no por el tango. Siente asco. Se le resbala la caja de las manos. No se altera, estará maltrecha pero es fuerte, sabe cuidar a su bandoneón, por eso es tan pesada. Desde lejos los ojos de Roberto Di Filippo son atraídos mágicamente por esa caja que acaba de chocar contra el suelo. Se escabulle de entre sus compañeros de orquesta y corre hacia ese hombre que lo mira ausente desde la esquina.
—¿Cómo le va maestro?- dice Roberto.
Anselmo mastica bronca, sabe que es una frase de rigor, de confraternidad entre músicos que se reconocen como tal por la simple portación de un estuche, pero está seguro de que el oboísta no debe tener idea de quién es ese fantasma del tango al que se está dirigiendo. Aunque debería saberlo, alguna vez tiene que haberlo escuchado. Igual se entiende, las caras de muchos tangueros no son tan conocidas como sus composiciones. Los que hacen capote ahora son los pocos que tienen un espacio en la televisión como el uruguayo Sosa o los que hacen películas como Hugo del Carril. Anselmo no contesta. Se quedó atorado en la vorágine que transcurre de la capocha para adentro.
—¿Viene de tocar? ¿Es un Doble A? ¿Me permite?
Sin esperar ninguna aprobación, Di Filippo se agacha para abrir la caja. La cara se le ilumina como un pibe que acaba de descubrir un tesoro escondido. Los ojos se le humedecen de la emoción, no puede contener el llanto que se le desborda. Con ternura y humildad pregunta:
—¿Puedo? El mío lo tuve que vender para comprarme el oboe. En cuanto junte unos mangos me compraré uno. Bah, ojalá. Tengo familia grande, hermanos, pibes chicos, algo tenía que sacrificar.
Anselmo traga saliva, no puede hablar, no le sale, no entiende por qué. Di Filippo se apura hasta el escalón más cercano, apoya el instrumento en su falda, lo acaricia con una delicadeza que estremece, lleva sus manos a las correas y gatilla. El segundo acorde destraba algo del laberinto interior de Anselmo, algo de lo que parece no encontrar salida hasta que adivina “Flores negras”, de Francisco De Caro. Como esos enfermos en coma al que un sonido los hace reaccionar, pestañea por duplicado y su cabeza enfoca toda su atención hacia el tango que suena en la esquina del Teatro Colón, en su propio bandoneón pero ejecutado por alguien al que siempre admiró, al menos mientras fue tanguero. Escuchando se pregunta si es posible dejar de serlo. El resto de los músicos de la sinfónica corren a rodear a su compañero que toca como solamente los dioses pueden tocar. El alboroto provoca que muchos espectadores de la ópera que acaba de terminar se detengan en esa esquina a escuchar un tango por uno de los mejores bandoneonistas de la historia. Poco a poco se amontonan como 200 personas, casi diez veces más que los que escucharon esa noche a Anselmo acompañando al engendro de Sergio Lencina. El vibrato final es conmovedor. Los aplausos, los bravos y bravísimos de esa pequeña y paqueta multitud callejera, se mezclan con decenas de voces pidiendo otra, otra, otra. Roberto se queda todavía flotando un poco más en ese acorde final, él mismo está conmocionado por lo que evocó su memoria emocional a pesar del tiempo que llevaba sin tocar un bandoneón. No escucha a nada ni a nadie, alza la cabeza y se pone a observar al dueño del instrumento, estaqueado en la esquina con la mirada perdida en alguna parte de su vida. Le provoca un ardor inconfesable la imagen de ese hombre, incluso su actitud de no poner ningún reparo en prestarle el fueye. Religiosamente guarda el bandoneón en la caja, se incorpora, avanza entre el gentío que empieza a dispersarse y antes de hacer la devolución correspondiente, abraza a su colega. Anselmo se deja hacer. No recuerda haber sido abrazado por otro hombre en toda su vida, ni siquiera por su padre.
—Gracias, Maestro. Mi nombre es Roberto Di Filippo. ¿El suyo?
La mano buscando estrecharse queda colgada de la nada. Anselmo toma la caja con mecánica cortesía, sin responder, sin saludar, sin reaccionar, así como se mantuvo durante todo este particular episodio: serio, hermético, herido, misterioso. ¿Emocionado?, seguramente haya algo de eso también en su interior. Imposible saberlo. Está shockeado. Tal vez la hesperidina. Sí, seguramente sea la hesperidina. Algo gira a su alrededor. La calesita levita sobre su cabeza. Un montón de animales sueltos aprovechan la volada para escapar cada uno por su lado. Él también quiere hacerlo, le cuesta arrancar pero luego de algunos intentos consigue que su esbelto cuerpo pueda pivotear sobre sí mismo, como si un fierro lo girara desde arriba. Cuando recupera algo de conciencia se descubre caminando medio enclenque rumbo a la avenida Corrientes. Al ingresar a la calle que nunca duerme no puede evitar escuchar la voz pitifláutica de un pequeño canillita que con su pila de diarios recién inaugurada vocifera:
—Se mató Julio Sosa, el último artista del tango.