Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPITULO DIECINUEVE
2010
—Zafó de matarlo.
—Qué te pensás.
—Perdón, no quise…
—Tené cuidado con lo que decís. Cuando te pongas a escribir sobre esto reflexioná todo lo que quieras, pero ahora, limítate a escuchar, no a opinar.
De lástima nomás intenta ser cordial.
—Sos rápido, vos. Entendiste la lógica.
—¿De qué?
—Del destino.
—¿Usted es el destino?
—Yo soy el pasado. Un cementerio.
—¿Por qué lo hace?
—Por qué lo hice, querrás decir.
—No, por qué tiene ganas de contar todo esto.
—La rueca.
—¿Eh?
—Así es la rueca. Entrego la zanahoria.
—Perdón, pero no entiendo.
—Que vos no lo entiendas no le importa a nadie. Preocupate por publicarlo tal cual te lo cuento. A vos te va a alcanzar y a mí también.
—Para qué.
—La coda.
—¿Eh?
—Apretá el botón de grabar, ¿querés? Ya ni tenés que preguntar. Dejame terminar. Después te vas a tu casa, transcribís, firmás, entregás y chau, hasta el lunes.
CAPITULO VEINTE
1977
Anacrónico, así se siente Anselmo desenfundando el viejo traje italiano a rayas que desde hace un par de décadas esperaba una ocasión como ésta para desensombrarse. El traje y el fueye, el único que le queda, son los tesoros que sobrevivieron al naufragio. La camisa es un problema, los puños y el cuello parecen mordisqueados, el blanco es un lejano recuerdo, la botonería está incompleta. Se cata frente al espejo. El traje expone un esplendor que mortifica contrastando con la realidad presente. Maravilla, sin embargo, el piné que gentilmente otorga al portador. Fue Marión la que tuvo la previsión de comprar la funda y las bolitas de naftalina. No hay manera de que las mejores evidencias de su vida no estén asociadas a esa mujer. Podría arremangarse la camisa por debajo del saco para evitar la imagen de los puños asomando. De acuerdo. No es lo ideal pero es preferible. Manteniendo el saco cerrado, incluso al sentarse, evitará exponer la botonería incompleta. ¿Qué hacer con el cuello? El brillo de la corbata resalta los defectos. ¿Un moño con lazo? Tal vez uno exagerado. Nunca usó pero no se le ocurre otra opción para esconder los jirones que escarchan a la altura de las ballenitas. ¿Tela? La cortina es negra original, aunque los años y la mugre la agrisaron un poco, puede servir, tiene que servir, sirve, punto. Pas de tijera. Achura con navaja, mantenerla afilada a punta de bisturí tiene sus beneficios. El corte es preciso, el nudo, en cambio, cuesta demasiado. Llega a un punto que estima apropiado. Lo atormenta la voz de Rosita hablándole de la importancia que debe poner el artista en el cuidado de su imagen. ¿Se es todavía artista cuando se ejerce tan esporádicamente y en condiciones nefastas? La última vez que intentó ejecutar un tango propio, el yanky petulante que había puesto la tarasca para el show privado, se lo descerrajó con un stop antes de la parte B porque no le resultaba conocido, así que tuvo que transmutarlo en la repugnante Cumparsita. Toma distancia para contemplar cuerpo entero. ¡Los zapatos! Con semejante jetra habría que ser muy ingrato para prestarle atención a los timbos. Otra vez Rosita metiéndosele en el marulo. No podés, Anselmo, no podés. El betún sería un placebo para idiotas. No encuentra opciones, es casi tarde, debería estar saliendo. Ya está, listo, va a estar sentado en una mesa, los pies van a quedar ocultos a las cámaras, qué joder.
El colectivo lo dejó sobre calle Las Heras. Debe caminar unas cuantas cuadras hasta el Pasaje Gelly. Qué raro no le hayan pedido que lleve el bandoneón. Es un homenaje a las glorias del tango, le explicaron, alcanza con su presencia. Espere aquí, le dicen en mesa de entradas. Tiene la boca seca. Se traslada apenas dos pasos para reflejarse en un descomunal espejo que abarca toda una pared. Se pone cerca, demasiado. Al guardia de la entrada le causa ternura. Se mira a los ojos como si fuera otro. Quisiera preguntarse algunas cosas pero se distrae con su boca, los labios apretados y las comisuras caídas le dan aspecto de infelicidad. No le molesta por lo que vayan a decir de él cuando se encuentre con viejos colegas, lo que le molesta es saberse infeliz. Un joven de la producción lo hace ingresar, recorren sin hablar unos laberínticos corredores hasta que lo deposita en un rincón del estudio esperando a un asistente del piso que será quien le indicará su ubicación. Es la primera vez que entra a un canal de televisión, demasiada gente, demasiadas luces para su gusto. Pulula un nerviosismo que exaspera, la totalidad de los cuerpos que se le cruzan habla en otro idioma. Se siente un extranjero en una fiesta ajena. Al fondo, rodeado por dos escalinatas que pretenden simular las teclas de un piano que desciende de la nada, se impone un escenario circular en el que ya afinan algunos músicos de los que no reconoce a ninguno. Por encima y detrás de ellos, en otro escenario, dos parejas de baile, emperifolladas de gala, calientan motores ensayando algunos pasos. A ambos costados, decenas de mesas dispuestas como en un restaurant avanzan hasta el límite que imponen tres aparatosas cámaras de televisión, montadas sobre un complicado engranaje de ruedas y poleas. Cada camarógrafo, acompañado por su respectivo tiracables, moviliza la artillería probando diversos enfoques. Al centro, rodeado por todo lo previamente citado, queda un espacio vacío que se supone es por donde transitarán el conductor y los artistas invitados. Por delante de Anselmo, que ajeno a todo sigue esperando ser conducido a su lugar, pasa un grupo de mujeres maquilladas para carnaval. Un jovato calvo, con auriculares, carpeta y una lascivia que se enorgullece en exponer, le guiña un ojo mientras le toca el culo a una rubia platinada con unos pechos que se le escapan por los costados. La mujer, al sentir la mano, estalla en una carcajada exagerada, se retrasa para castigarlo con un cariñoso coscorrón en la pelada y se apura por alcanzar a su grupo original al que el asistente de piso acomoda en las mesas del fondo. Haciendo alarde de un histrionismo que capta la atención de la mayoría, un coqueto cincuentón, algo retacón, teñido de rubio y ataviado como para no pasar desapercibido, deambula entre las chicas dándoles los últimos retoques al vestuario. Desde lejos se detiene contemplando algo que lo perturba. Hace algunos raros movimientos con la cabeza como si tratara de enfocar con precisión, o más bien parecería que lo que quiere es borrar esa imagen que lo incomoda. Niega y farfulla habiendo tomado ya una decisión irreversible. Acelerando el paso casi con furia pero sin poder evitar contonear las caderas, se encamina en línea recta hacia el viejo bandoneonista. A su paso voltea incluso a un par de extras que se le cruzan por el camino. Se le para enfrente a unos escasos centímetros, se muerde los labios bien fuerte, buscando aumentar el dolor que le provoca la deplorable imagen que tiene delante de sus ojos. Toda expresión de desagrado parece resultarle escasa, por eso para captar la atención de todos los que pueda, se agarra la cabeza arrancándose algunos pelos, y para culminar la escena debidamente, abre los brazos como una princesa ofendida
—No, mi vida, no. Vos no me podés hacer esto. Entiendo que hayas salido de una revista vieja, pero no que hayan envuelto los huevos con las hojas antes de leerla.
Aun recibiendo en su rostro esquirlas de salivaje del mamarracho, Anselmo no está seguro de ser él el destinatario de semejante caterva de irreverencia. Refugiado en su altura, le quita la mirada a eso que tiene enfrente y trata de concentrase en la fila de bandoneonistas que comienzan a acomodarse arriba del escenario.
—A ver, Matilde, —ordena a los gritos el vestuarista— llévame a este caballero a la sala de vestuario y fíjate de conseguirle algo de dignidad.
En un acto reflejo se palpa el saco buscando la navaja. Maldición, piensa, otra vez debo haberla dejado arriba de la mesa de luz. Baja la vista tratando de ubicar en su memoria el lugar exacto del olvido. Ocupada la cabeza recorriendo rincones de su pieza ni advierte que una gorda bamboleante lo toma del brazo y lo arrastra por un largo pasillo hasta un salón atestado de percheros y ropa para vestir un batallón. Está grogui, como si toda su atención hubiera quedado encandilada con las luces y los nervios del estudio. Su capacidad de reacción quedó reducida a cenizas.
—¿Talle camisa?
—48.
—¿Zapatos?
—44.
Mientras Matilde le va alcanzando las prendas hasta un probador, Anselmo, al borde de la humillación alcanza a musitar:
—El traje no se toca.
—El traje pasa, pero la naftalina se la tendría que haber quitado unos días antes. Huele como si recién saliera del mausoleo.
—Eh, qué hace.
—Ayudo a que la gente no se espante con su baranda. Dese vuelta que le echo un poco de perfume en la espalda.
Cuando lo llevan de vuelta al estudio ya casi es la hora de arrancar el programa en vivo. El conductor, un veterano canchero, alto, de virtuoso traje blanco e inocultable entretejido repasa concentradísimo algunos gestos y frases esperando la orden de largada. En las primeras mesas sobresalen viejas glorias del tango: Osvaldo Pugliese, Julio De Caro, Tito Lusiardo, Leopoldo Federico, Sebastián Piana, Charlo, Roberto Goyeneche, Alberto Marino. Anselmo cree sentir destellos de emoción y un tremendo orgullo por el solo hecho de haber sido considerado a la altura de semejantes baluartes.
—¡Un minuto! —grita el asistente de dirección.
Cierran las pesadas puertas. Un asistente de producción justo cuando está a punto de ponerse en posición de despegue descubre al viejo bandoneonista parado en soledad contemplando las imágenes previas desde un monitor situado en lugar estratégico. Intercambia unas rápidas palabras con el jefe de piso.
—¿Quedó alguno?
—Aquel viejo.
—¿Sabés quién es?
—Ni idea, debe ser un extra.
—Mandalo al fondo con las trolas.
—Ey, jefe… acompáñeme, por favor.
Prefiere no prender la luz. Cierra la puerta y camina al tacto pateando las porquerías que apoliyan en el piso. Recién ahí se da cuenta de que, herido en su amor propio, se fue del canal sin firmar la planilla que le pusieron delante para pagarle la jornada televisiva. Tampoco devolvió los zapatos, la camisa y la corbata. El único que lo reconoció fue el Polaco Goyeneche, de lejos, lo estaba saludando justo cuando había encontrado un hueco para rajar, dudó entre saludar o rajar, pero prefirió rajar. Los había presentado el Gordo Troilo en el Tibidabo en la otra vida. El más malo de los buenos, esas fueron las palabras que utilizó el Gordo y que Anselmo nunca entendió si habían sido un elogio o una burla. Por la persiana se filtra una tenue luminiscencia de la calle que nada puede hacer con la brutal oscuridad que le viene de adentro. En el ropero busca la caja, saca el fueye. No le importa la hora, que vengan y se quejen los vecinos. Tirando al suelo ni sabe qué cosas, libera la silla para sentarse. El primer acorde es devastador, lo ejecuta tiritando la pierna, sin soltar las teclas, por lo que el temblor del sonido inspira una letanía que produce escalofríos. Toma aire. Repite el mismo acorde pero ahora seco, stacatto. Insiste, persiste, continúa, instala el ritmo simétrico sin final a la vista. Sin aflojar el avance devastador hacia el infierno inicia una escala descendente con lo más grave de la zurda estableciendo disonancias en la derecha. Respira cuando hace falta retomando el ritmo. Cero melodías. Solamente un acorde menor perpetuo, molesto, pesado, fastidioso. Cierra los ojos, no para querer salir de allí, sino, al contrario, para intentar eternizarse en ese sonido que enferma con la repetición. Como si otro infortunado pretendiera acompañarlo en su desdicha golpean sorpresivamente a su puerta. No es un llamado amable, hay algo de desesperación en ese crujir de maderas. Ni se inmuta. Sigue con su ritmo.
—Abra, por favor, tiene que ayudarnos.
Le llega una escasa referencia de las palabras que acaban de ser pronunciadas por un muchacho joven. Debe ser ese chorlito con aires de intelectual que desde hace algunos meses se esfuerza en sonreírle para iniciar conversas que Anselmo esquiva irrespetuosamente.
—Por favor, se lo pido, déjenos pasar por su ventana, por favor. Somos músicos como usted.
Aunque está tocando al límite de las posibilidades sonoras, intenta presionar todavía más, quiere ahogar las voces vecinas tan molestas e inoportunas. Las súplicas de los estudiantes se intensifican. Una chica, también muy joven, toma la posta sacudiendo la puerta con desesperación.
—Por favor, por favor, por lo que más quiera. Déjenos pasar, queremos intentar salir por su ventana, nada más. Saltar de balcón en balcón hasta la… No somos chorros, se lo juro. Mire si…
Con esta última frase inconclusa detecta un rumor biselado de botas subiendo, la puerta de la salida de emergencia estrepitando, algunos gritos rápidamente sofocados y un par de disparos con silenciador.
El golpe que suena ahora en su puerta es enérgico pero amable.
—Maestro, ey maestro. Afloje con el tanguito y abra la puerta.
No lo detiene el pedido de la autoridad sino el humillante diminutivo para calificar a su música. Abre justo para observar algunos uniformados más otros de civil arrastrando hacia las escaleras a los dos jóvenes montoneros. El comisario o sargento o lo que sea que es ese mastodonte de grueso bigote, se esfuerza en esbozarle una sonrisa gentil que más bien parece a punto de lanzar una imprecación. De una de sus manos cuelga una pistola y de su cara fluye una catarata de sudor como si acabara de correr una maratón. Anselmo se distrae al descubrir dos agujeros cerca de la letra de su puerta.
—Fueron para amedrentar, agradezca que no le dejamos sangre para limpiar.
—Ah.
—Antes los tenemos que hacer cantar.
—Sí, claro.
—De haber sabido que usted era músico lo habríamos intentado acá, pero no creo que a estos pendejos de mierda les guste el tango.
El tipo hace una pausa para que alguien le festeje la broma. No tarda en llegar la risa forzada de uno de sus secuaces.
—Escuche, en agradecimiento por tanta molestia le dejamos algunos trastos, pueden servirle.
Un milico obediente, con ropa de fajina, le apoya en la puerta de su departamento una guitarra eléctrica, un bajo, un amplificador y algunos cables y fundas.
—Gracias
—A sus órdenes, maestro.
El tipo le hace una venia y se va con su séquito apurando el paso. Anselmo reflexiona un segundo esperando que la turba desaparezca por las escaleras. Sin cerrar se mete adentro, guarda el bandoneón en su caja, la caja en el ropero, abre la ventana, abre la persiana y se asoma. Dos Ford Falcon verdes y un camión del ejército se pierden en la noche. Pone agua en la pava, la pava en el fuego, yerba en el mate, tapa, sacude, inclina, acomoda bombilla, moja con el agua tibia y se queda paradito cerca de la cocina esperando el sonido que le indique que el agua está a punto. Se ceba, toma, disfruta, deja, camina, agarra los instrumentos, el amplificador, los trastos, los cables y los arroja a la calle. Cierra todo, toma un par de mates más en la penumbra y se acuesta vestido. La noche ya no vale la pena.
El último bandoneonista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia