Cuando el 18 de diciembre de 2005, el Movimiento al Socialismo (MAS) ganó las históricas elecciones en Bolivia con su candidato Evo Morales Ayma, proveniente de una comunidad aymara de Oruro y orgulloso descendiente de los antiguos dueños de esos territorios, casi de inmediato comenzó un proceso de cambios de las viejas estructuras de un poder colonial que perdura desde hace más de cinco siglos.
Solo estando en la piel de los que durante ese largo tiempo fueron perseguidos, humillados, desterrados en sus propias tierras, podría entenderse el significado de ese inédito triunfo, cuando algunos todavía preconizaban “el fin de la historia”. El ascenso de Morales fue visto como la virtual resurrección de una cultura milenaria que los colonizadores se imaginaban desaparecida bajo el peso de colonialismos y neocolonialismos.
Se desenterraron los espejos de las antiguas culturas y comenzaron a brillar sobre los despojos del poder colonial en decadencia.
Detrás de ese triunfo estaba la historia de América Latina y la lucha incansable por encontrar su camino. Había en esas horas un resplandor intenso que solo podían ver los descendientes de Tupac Amaru, Tupac Katari, Bartolina Sisa y de otros símbolos de la resistencia y también de los horrores del colonialismo, que recurrió al descuartizamiento para matar a los líderes de la enorme sublevación anticolonial.
Curiosa imagen de aquella Bolivia que quisieron cortar en pedazos en la figura del resistente. La práctica española de desmembrar vivos a los dirigentes indígenas de la sublevación anticolonial es asimilable a los intentos del capitalismo de nuevo cuño tan especialmente feroz en Bolivia, como si con ello pudieran parar la lava del volcán.
Las de 2005 fueron las elecciones con mayor participación popular en las últimas décadas en Bolivia, país cuyo nombre estuvo inspirado en el fundador de la República en 1825, Simón Bolívar. Entonces se había expulsado al colonizador extranjero, pero los indígenas no participaron de aquella fundación. Aún sus espejos estaban enterrados, sus culturas aplastadas y sus cuerpos doblados en los viejos socavones de la devastación.
Potosí sigue siendo la memoria implacable de aquella voracidad imperial-colonial. “La población del territorio que hoy corresponde a Bolivia era superior a la que habitaba lo que es hoy Argentina. Siglo y medio después, la población boliviana es seis veces menor que la población argentina”, escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina.
En lenguaje real y no ficticio, “originarios” está referido a los dueños de estos territorios de luces y maravillas que han ido pasando de mano en mano, de amos colonialistas a poderes colonizados que se llamaron a sí mismos “democracias”. Ahora se puede ver que los resistentes nunca detuvieron sus pasos, ni su larga marcha de pies descalzos, que transcurre en nuestro continente en un suceso colectivo, con asombrosa imaginación y creatividad.
“Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, solo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios y ocho millones de cadáveres de indios”, continuaba Galeano, al describir la tragedia de Bolivia, simbolizada en Potosí, donde aún persisten los recuerdos coloniales.
En 1573 Potosí ya tenía 120 mil habitantes y en 1650 se mencionaban 160 mil. “Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así”.
Cuando Galeano se refiere a la sociedad potosina de entonces, habla de aquella que acompañaba a los colonizadores, disfrutando de las “buenas” migajas y caminando sobre la desolación de su pueblo. Podría referirse de la misma manera a la sociedad de los ricos y racistas que controlan Santa Cruz de la Sierra, Beni, Pando, la llamada Media Luna boliviana donde se revivieron por siglos aquellas escenas de los criminales conquistadores del pasado.
Potosí, “condenada a la nostalgia, alimentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América Latina: una acusación. El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas”, escribió Galeano.
En realidad, el mundo —y América Latina en especial— tendría que pedir disculpas a Bolivia por haber olvidado lo sucedido bajo la colonia y lo que sucedió luego cuando el país fue convertido en un laboratorio de experiencias contrainsurgentes y de nuevos sistemas neocoloniales e imperiales que subsisten hasta hoy.
De los tiempos del colonialismo español se dice que con toda la plata que este se llevó de Potosí podría haberse tendido un puente entre Europa y América. Fue una de las más grandes expoliaciones en la historia de la región, como sucedió en África con el asalto colonial de Europa, que dejó despojos en uno de los continentes más ricos de la tierra.
Toda esta historia de dominación y resistencia está detrás de la llegada de Evo Morales al gobierno.
La simbólica asunción de Evo
El primer presidente indígena de Bolivia no solo venía desde las más antiguas resistencias de padres que mantenían sus culturas ocultas pero vivas, sino también de la lucha por el derecho del pueblo boliviano a consumir su hoja ritual, alimento indispensable para la dura vida de las montañas. Las mismas donde Evo Morales, entonces un niño pastor, soñaba con otra Bolivia.
Elegido por las mayorías, y pese a los intentos del imperio estadounidense por detenerlo, a los 46 años Evo llegó al gobierno de un país rico en recursos, pero desgarrado y saqueado sin descanso durante más de quinientos años. Es el relato doloroso y contradictoriamente bello de un país donde el pueblo nunca dejó de resistir. Evo simboliza esa resistencia.
Son muchas las causas por las que tenemos que pedir perdón a Bolivia. El comandante Ernesto Che Guevara tuvo en su momento la visión de este país único en América y su asesinato, en octubre de 1967 en una pobre escuelita en las Higueras, en el territorio de un pueblo que fue inspiración revolucionaria en su vida, fue una forma de rescatarlo desde las honduras de un olvido imperdonable.
El 21 de enero de 2006 Evo Morales hizo su primera asunción presidencial en Tiwanaku, en el templete de Kalasasaya, situado a unos 70 kilómetros de la ciudad de La Paz, un lugar que expresaba todo el simbolismo de aquellos momentos. Asumía el poder y juraba ante los suyos, los que durante más de quinientos años habían estado sumidos en los arrabales de la injusticia, hasta ese momento inicial del siglo XXI.
El presidente llegó al mediodía a la pirámide de Akapana, donde ya lo esperaban los sacerdotes aymarás. Vestía a la usanza de sus antepasados, con un poncho rojo con franjas amarillas y el antiguo gorro ritual. Me contaron los que estuvieron a su lado que solo los ojos ligeramente húmedos daban cuenta de su intensa emoción, mientras seguía respetuosamente la ceremonia preparada por los que habían ganado con él, los eternamente postergados, los que regresaban con el cantar de otros pájaros o las escrituras del pasado, los que renacían buscando la “tierra sin mal” de las leyendas guaraníes.
Miles llegaron a acompañarlo y también invitados internacionales congregados allí para la asunción al día siguiente en La Paz.
Muchos medios calificaron ese momento como “una ceremonia exótica”, desconociendo no solo el significado de la misma sino a toda una cultura que renacía, como renacía el pueblo de Bolivia.
Evo estaba poniendo de pie a su pueblo. Allí, en ese acto, pasaba toda su niñez como pastor de llamas, que nació y vivió sus primeros años en pequeña casita de adobe con techo de paja.
El niño que vivió en la desoladora pobreza, hijo de María Ayma Mamani y de Dionisio Morales Choque, que tuvo siete hermanos —cuatro de ellos murieron—, fue al principio un luchador sindical y, desde allí, creció políticamente en la acción constante, en la resistencia cotidiana.
La ceremonia tenía, además, otra reivindicación profunda para los suyos. El reencuentro con las antiguas culturas sobrevivientes, transmitidas por voces secretas y ceremonias cotidianas de los herederos de esos fuegos.
“Mi papá, cada mañana antes de salir del trabajo, hacía su convite a la Pachamama, que es la Madre Tierra; mi mamá también ch’aliaba con alcohol y hojas de coca para que nos fuera bien en toda la jornada. Era como si mis padres hablaran con la tierra, la naturaleza”.
Rodeado por los sacerdotes aymarás y su pueblo, por las banderas wiphalas, el humo de los inciensos y las bendiciones, recibió Evo las ofrendas de los pueblos indígenas, aún asombrados por aquellos hechos. Al lugar llegaron representantes de otras etnias y comunidades de América Latina, Canadá y Estados Unidos.
“En la alta meseta de los Andes, cual cóndor andino, en el misterioso Tiwanaku, Olimpo de los Dioses originarios, más de 100 mil personas esperan desde el día anterior, sufriendo granizo y viento, lluvia y frío altiplánicos, para presenciar la ceremonia de la Bendición de los Dioses a uno de sus hijos que asumirá la presidencia de Bolivia, después de quinientos años de sometimiento. Wiraqocha, Pachayachachij, y Pachakamaj, tres imágenes y un solo Dios verdadero. (…) Tiwanaku está cerca del cielo a 3885 metros sobre el nivel del mar. Las nubes cansadas deambulan cerca dispuestas a ser cogidas con las manos. Y a 50 kilómetros el mar interior más grande del mundo, el recóndito lago Titicaca. (…). Tiwanaku es un torbellino cósmico, capital del mundo, el cielo es la mansión del sol, del trueno y de los dioses tutelares, dueño celestial del universo”. Así describe el escritor boliviano Néstor Taboada Terán el lugar donde Evo asumió ante los suyos.
Recibiendo el báculo de caminante, se dirigió lentamente a la pirámide de Akapana. Se detuvo un instante para arrodillarse y besar un desnivel del piso, que se había producido por realizar constantes sacrificios por los dioses”. Le entregaron “el más importante instrumento de gobierno el bastón de mando (…). ¡Jallalla!, hermanos, expresó Evo con vos tonante y miles le respondieron: ¡Jallalla, hermano Evo! La inmensa multitud, con presencia de representantes de muchos países, escuchó la invocación popular de Tiwanaku”.
Taboada Terán nos acerca a la intensa magia de aquel momento, Evo dijo entonces: “Hoy día, desde Tiwanaku empieza un nuevo año para los pueblos originarios del mundo. Un nuevo milenio para todos los pueblos. Una nueva vida en la que buscamos igualdad y justicia. Estoy convencido de que solo con la fuerza del pueblo, con la unidad del pueblo, vamos a acabar con el Estado caótico colonial, torcer las manos del imperialismo norteamericano. Los pueblos aymarás, quechuas, mojenios, chapacos y muratos, son los dueños absolutos de esta enorme tierra boliviana. La conciencia del pueblo ganó las elecciones y ahora esta misma conciencia va a cambiar nuestra historia. Queremos enseñar a gobernar con honestidad y con responsabilidad para transformar la difícil situación económica del pueblo boliviano. El año 1825, cuando se fundó Bolivia, después de que miles de aymarás, quechuas y guaraníes intervinieron en la guerra de la Independencia no participaron en la fundación. Por eso, los pueblos indígenas reclaman ahora refundar Bolivia. Estamos en tiempos de triunfo, estamos en tiempos de rebelión. Llegó la hora de cambiar esa mala historia de saqueo de nuestros recursos naturales, de discriminación, de humillación, odio y desprecio. Liberar nuestra Bolivia, América, es el legado que nos dejó Tupac Katari, el mismo que nos dejó el comandante Ernesto Che Guevara y estamos dispuestos a cumplir”.
Al otro día la Plaza Murillo, en La Paz, desbordaba cuando Evo Morales y su vicepresidente Álvaro García Linera asumían el gobierno jurando con el puño izquierdo en alto. Fueron mensajes muy esclarecedores del tiempo de cambios que llegaba a Bolivia, y que se extendía por su misma fuerza vital a toda América Latina.
En el Parlamento, ya presidente constitucional, Evo denunció cómo a los primeros indios aymarás y quechuas que aprendieron a leer y a escribir, los conquistadores españoles les sacaron los ojos y les cortaron las manos. Habló también de todos los bolivianos que estaban fuera del país huyendo de la enorme pobreza a la que habían sido condenados en su propia tierra y de las consecuencias del modelo neoliberal impuesto.
“Esta revolución cultural y democrática es parte de la lucha de nuestros antepasados, es la continuidad de la lucha de Tupac Katari, es la continuidad de la lucha del comandante Ernesto Che Guevara. Vamos a continuar la lucha hasta conseguir la igualdad en nuestro país. No es justo acumular el capital en pocas manos para que muchos se mueran de hambre. Eso tiene que cambiar en democracia…”.
Los que apostaban a que estos discursos respondían a viejas demagogias o solo eran anuncios que nunca se cumplirían, vieron muy pronto que el cambio que Morales había prometido era lo que debía ser: un proceso revolucionario que revolvía de fondo las viejas estructuras de un poder brutal, responsable de dejar fuera de la vida al 80 por ciento de la población del país.
El libertador Simón Bolívar había anunciado proféticamente los tiempos de la resistencia al hablar de los sublimes desprendimientos del pueblo de Bolivia, cuando este decidió dar su nombre a la República naciente: “Tal rasgo mostrará a los tiempos que están en el pensamiento del Eterno, los que anhelabais la posesión de vuestros derechos, que es la posesión de ejercer las virtudes políticas, de adquirir los talentos luminosos, y el goce de ser hombres. Este rasgo, repito, probará que vosotros erais acreedores a obtener la gran bendición del Cielo —la soberanía del pueblo— única autoridad legítima de las naciones”.
La llegada de Morales al gobierno de Bolivia implicó un punto de ruptura histórica asentada en una larga lucha por la emancipación.