En una nota anterior recorrimos algunas de las formas que tomaron las normativas electorales a lo largo de la historia argentina, destacando siempre lo complejo del desafío que enfrentan las democracias modernas a la hora de traducir el principio abstracto de “voluntad popular” en una serie de normas y prácticas concretas. Hoy ampliaremos un poco esa presentación centrándonos en los cambios que sufrieron esas normas y prácticas en los 40 años que llevamos desde la vuelta de la democracia en 1983.
Las elecciones presidenciales anteriores a 1983, las de 1973, se desarrollaron con una normativa para la ocasión pergeñada por la dictadura de Lanusse que además de la inicial proscripción de Perón determinaba la elección directa del presidente de la nación, introduciendo por primera vez el sistema de doble vuelta o balotaje. Para 1983 se decidió volver al sistema que fijaba la Constitución Nacional de elección indirecta a través de Colegio Electoral. Se mantuvo además la proporcionalidad con sistema D´Hont para la cámara de Diputados que había sustituido desde los años sesenta al sistema de boleta incompleta de la Ley Sáenz Peña. La particularidad más notable en aquellas elecciones fue el formato de las boletas que se presentaban pre cortadas para las distintas categorías: nacionales, provinciales y municipales. Además, cada una de esas categorías estaba distinguida por un color de papel diferente: blanco, celeste y amarillo respectivamente. Esa particularidad se explica en gran medida debido a una última apuesta de la dictadura de mantener en el poder a algunos de los intendentes civiles que habían gobernado durante su mandato a través del lanzamiento de partidos vecinalistas (lo que Inés González Bombal denominó “la cría del Proceso”). Los militares pensaron que las boletas pre cortadas aumentarían las chances de estas candidaturas que no iban pegadas a ninguna fuerza política tradicional. Aunque esta apuesta no fue exitosa, más allá de algunos casos puntuales -como el de Ricardo Ubieto en Tigre, intendente entre 1987 y 2006- la particular modalidad de boletas alentó algunas combinaciones que tal vez no hubieran sido propuestas a un electorado menos adepto al “corte de boleta” que el actual. Me refiero a casos como el del Partido Comunista que llamó a votar la fórmula presidencial del P.J. mientras proponía candidatos propios en las boletas celestes y amarillas. Para los actos electorales siguientes la divisoria por colores quedó abolida y se volvió a la boleta sábana y blanca.
Podemos organizar los cambios más importantes en términos político electorales operados durante estos cuarenta años en cuatro categorías: los devenidos de la reforma constitucional de 1994, los que incidieron en las formas de elección de candidatos partidarios, los relacionados con la perspectiva de género y los referidos a la forma de emitir el sufragio.
LA REFORMA DE 1994
Es sabido que el objetivo fundamental de la reforma de la Constitución Nacional de 1994 fue la inclusión de la reelección presidencial que venía de la mano de la reducción del período de gobierno de 6 a 4 años. En términos electorales, sin embargo, se impone resaltar el cambio que significó la elección de la fórmula presidencial de manera directa y con el país como distrito único que eliminó la instancia del colegio electoral. A partir de ello dejo de existir la diferenciación, como la que hacen en EEUU, de “elección popular” y “elección de electores”. El colegio electoral fue la forma establecida para elegir presidente y vice desde la unificación nacional. Ya había sido eliminado por la reforma constitucional de 1949 y también por la normativa impuesta por Lanusse en 1973, pero -como dijimos- volvió en 1983. No está de más aclarar que la elección indirecta de presidente y vice nunca tuvo en la historia electoral argentina una incidencia fundamental. No pasó nunca que un candidato obtuviera la mayoría de los votos populares y luego no fuera confirmado por los colegios electorales, aunque en 1916 Yrigoyen estuvo cortando clavos a la espera de que los radicales disidentes de Santa Fe no complicaran su llegada al poder.
Otro cambio trascendente que llegó con la reforma constitucional fue la de la elección directa de los Senadores Nacionales además de que serían tres por cada provincia en lugar de los dos estipulados anteriormente. Llamativamente esta reforma también había sido realizada por la dictadura de Lanusse para las elecciones de 1973. Esta modificación hizo renacer, aunque sólo para esta categoría, el criterio de la ley Sáenz Peña de “lista incompleta” por el cual le corresponden al partido mayoritario dos tercios de los cargos en disputa y un tercio a la fuerza política que obtenga el segundo lugar, sin importar el número absoluto de votos o la diferencia porcentual entre listas.
También apareció en aquella reforma constitucional la introducción de herramientas de democracia directa como la de la consulta popular. La Consulta Popular a nivel nacional fue reglamentada recién a mediados de 2001 y aunque nunca fue utilizada quedó incorporada como un recurso formal, hasta la fecha más utilizado como amenaza que como elemento democratizador. El único antecedente nacional significativo, convocado ad-hoc y sin fuerza vinculante, fue el que organizó el alfonsinismo en ocasión del acuerdo de límites con la dictadura chilena por las islas del canal de Beagle.
La reglamentación de 2001 prevé una modalidad vinculante y otra no vinculante. La primera es con voto obligatorio y le da fuerza de ley inmediatamente a la cuestión consultada en caso de ser aprobada, mientras que en la segunda el voto no es obligatorio y su resultado positivo obliga a las cámaras a tratar el proyecto de ley, aunque no a aprobarlo.
A pesar de que este tipo de prácticas plebiscitarias no han sido llevadas a cabo a nivel nacional, como sí sucede habitualmente en Uruguay sin ir más lejos, en las provincias sí hubo ejemplos de su utilización desde 1983, bajo la modalidad prevista por las normativas provinciales. En el caso de Buenos Aires son recordados los plebiscitos convocados por Antonio Cafiero en 1990 y Eduardo Duhalde en 1994 con el objetivo de avanzar en sendas reformas constitucionales. Derrotado el primero y victorioso el segundo, fueron ocasiones de repercusión nacional debido a la importancia de la Provincia, pero también a la relevancia de las figuras de ambos gobernadores que, al quedar fuera de la carrera presidencial, buscaban incluir la posibilidad de la reelección que hasta ese momento estaba prohibida por la Constitución Provincial. También hubo más tarde amagos de plebiscitos locales en Capital Federal y en Provincia de Buenos Aires en 1999 ante el intento menemista de re-reelección, pero se desactivaron cuando el propio Menem, en parte debido a la amenaza plebiscitaria, abandonó el experimento. En 2001 José Manuel De La Sota resultó triunfante en el plebiscito cordobés que consultaba acerca de la conversión de la legislatura provincial en unicameral y de otras reformas políticas. En CABA hubo uno frustrado en 2005, con el que Aníbal Ibarra intentó evitar su destitución como intendente porteño.
LA SELECCIÓN DE CANDIDATOS
El éxito de la Renovación Peronista a mediado de los años 80 generó un cambio en las prácticas internas del justicialismo. De esta manera se constituyó un escenario en el cual las fuerzas principales del bipartidismo argentino, la UCR y el PJ, definían a sus candidatos y autoridades partidarias a través del voto de la masa afiliada. Sin embargo, esta modificación llegó en momentos de cierto marchitamiento de la “primavera democrática” al punto de que aquel mencionado plebiscito perdido por Cafiero, que había sido apoyado por los principales partidos políticos, podría ser tomado como la prehistoria del “que se vayan todos”. En ese contexto las internas cerradas empezaron a ser cuestionadas en su legitimidad y aparecieron nuevas propuestas de selección de candidatos partidarios. Es posible que la interna Menem-Cafiero, también perdida por el ex gobernador bonaerense, pueda ser considerada la última gran contienda partidaria cerrada.
Ante esta creciente deslegitimación, las dirigencias políticas buscaron alternativas que, como siempre, atendieran el reclamo a la vez que potenciaran, o al menos no perjudicaran, sus ambiciones de victoria.
Una de las alternativas probadas en ese sentido fue la de las internas abiertas. En esos casos se trataba de elecciones que seguían siendo organizadas por los partidos políticos o alianzas electorales, pero con el cambio fundamental de que estaban habilitados a votar no solo los afiliados y afiliadas si no también el resto de la ciudadanía (o al menos quienes no estaban afiliados a ningún otro partido). Si bien el caso más trascendente fue el de la elección entre Fernando De La Rúa y Graciela Fernández Meijide en la que se elegía candidato a presidente de la Alianza para 1999, ya había habido antecedentes como el de la interna abierta entre Luis Zamora y Néstor Vicente para definir quién encabezaría la fórmula de la Izquierda Unida, inédito frente entre trotskistas y comunistas de 1989. Si bien este sistema prometía cierta apertura de la vida interna de los partidos, lo cierto es que entusiasmaba más en los casos de elecciones nacionales y masivas que para cargos locales donde tendía a replicar la lógica punteril, sólo que con una clientela un poco más amplia. Aunque no sea muy recordado, las internas abiertas fueron establecidas como obligatorias para cargos nacionales en 2002 aunque la ley se reglamentó recién en 2005 con escasa trascendencia.
Otra de las alternativas que nunca llegó a ser nacional pero que hasta el día de hoy continúa siendo utilizada en varias provincias, es la de la “ley de lemas”. Es un sistema recordado sobre todo en su variante santafesina y uruguaya (utilizado en Santa Fe entre 1990 y 2004 y en la vecina orilla entre 1984 y 1996). Este sistema, conocido también como de doble voto simultáneo consiste en votar al mismo tiempo la interna y la general. Cada partido puede presentar múltiples candidaturas que suman todas para el resultado final del partido, y si el partido gana se impone como vencedor el precandidato que sacó más votos dentro de ese partido o “lema”. Se trata de una modalidad especialmente efectiva en sistema de partidos muy consolidados y sobre todo para bipartidismos. Por ese motivo se adaptaba bien a la situación uruguaya previa al ascenso del Frente Amplio, y por ese mismo ascenso fue quedando obsoleto.
Algo similar pasó en Argentina cuando el escenario político de las provincias se fue diversificando más allá del bipartidismo peronista-radical, aunque como mencionamos, sigue siendo utilizado, aunque a menudo se señale que su espíritu mutó de la idea original a la de una gran colectora oficialista con candidato a gobernador único. Desde 1983 ha sido utilizado alguna vez en 13 provincias y en la última elección tuvo vigencia en Formosa, Misiones, Santa Cruz, San Juan y San Luis con dos victorias oficialistas y tres opositoras: puede fallar, diría Tu Sam.
La más conocida de las alternativas, y por ahora aún en vigencia, es el sistema de Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO). Más allá de los objetivos de táctica política que pudo haber tenido el sistema, la normativa parecía una herramienta útil para legitimar las internas partidarias al integrarlas a las reglas de juego de las elecciones generales de voto universal, secreto, obligatorio y controladas de forma cruzada por varios agentes y organismos del estado. No me voy a extender en sus características, al ser la más conocida, pero sí voy a recordar que su sanción como normativa nacional data de fines de 2009 e incluso fue adoptada por la mayoría de las provincias y la Ciudad de Buenos Aires para definir candidaturas locales y provinciales. El sistema fue perdiendo legitimidad por cuestiones encontradas: por un lado, a veces genera una interminable cantidad de boletas y candidaturas, que multiplicadas por el número de categorías -que llegaron a ser ocho en Provincia de Buenos Aires- presenta una imagen de sobreabundancia de oferta electoral que no se llevó para nada bien con el creciente malhumor social hacia la política. Por el otro, la reticencia habitual de los partidos de poner a competir candidatos por los cargos más importantes dejaba la sensación de que la PASO no era más que una clonación innecesaria de la elección general, en la que “no se elegía nada”. En 2021, antes del paso a la ley de lemas, la provincia de San Luis modificó las PASO quitándole su carácter obligatorio, algo que solía reclamarse para las elecciones nacionales y que visto a la distancia tal vez hubiera ayudado a morigerar el agobio electoral de la porción menos politizada de la ciudadanía.
También podríamos sumar otro sistema que existió de hecho, híbrido entre los lemas y las PASO, que era el de las listas colectoras en el que boletas diferentes compartían candidaturas repetidas y que fue prohibido por decreto en 2019.
CUPOS Y PARIDAD
Otro cambio fundamental de las reglas político electorales fue el que se relacionó a las políticas de género, especialmente las referidas a la ampliación de las candidaturas reservadas para las mujeres. El primer paso en ese sentido se dio en 1991 -en el marco de esa contradicción tan noventosa de ampliaciones progresistas en el marco de ajustes económicos y crecimiento de la desigualdad- con la ley conocida como de cupo femenino que obligaba a las fuerzas políticas a conformar las listas para las elecciones con mujeres en un mínimo del 30% de los candidatos a elegir con posibilidad de resultar electas. Las diferentes argucias para incumplir el espíritu de la ley llevaron a múltiples reglamentaciones y no pocas presentaciones judiciales que procuraron asegura la existencia efectiva de ese tercio femenino. La ley de paridad de géneros en ámbitos de representación política de 2017 no sólo aumentó “el cupo” al establecer el 50 y 50, sino que también dificultó muchas de las estrategias que se ponían en práctica para incumplirlo. Sabemos de su eficacia, pero no sabemos si el articulado de estas leyes, por ejemplo, la versión bonaerense de la norma que dice que las listas de candidatos deberán cumplir con “el mecanismo de alternancia y secuencialidad entre sexos por binomios (mujer-hombre u hombre-mujer)” sobrevivirá a los cuestionamientos al binarismo.
Otra novedad inclusiva de la época, pero no para candidaturas si no para electores y no por género si no por edad, fue la reducción de la edad habilitante para votar hasta los 16 años en 2012. La ley no solo bajó la edad, sino que además introdujo una nueva categoría de optatividad del sufragio que hasta ese momento sólo se reservaba a adultos mayores.
¿CÓMO VOTAR?
Para terminar este relevamiento vamos a dar cuenta de algunos cambios propuestos en la forma concreta de ejercer el sufragio. Desde hace más de cien años los procesos electorales argentinos se basan fundamentalmente en el sistema de boletas partidarias que luego de ser introducidas por el elector en el sobre son depositadas en la urna, para su posterior conteo manual. Este sistema se ha demostrado como sólido y confiable, sin casos generalizados ni significativos de duda en cuanto a los resultados finales. Más allá de que sea un latiguillo que siempre alguien tira al ser derrotado, el fraude no es un problema fundamental en la democracia argentina. Podríamos pensar entonces que “no lo arregles si no está roto” suena a buen consejo. Sin embargo, hubo diferentes propuestas de modificación del acto eleccionario. Las mismas atienden en general a dos supuestos déficits del sistema actual: la tardanza en conocer los números definitivos y la dificultad de las fuerzas políticas con menos estructura de asegurar la presencia de sus boletas en los cuartos oscuros.
En cuanto a la rapidez, las alternativas de voto electrónico siempre andan rondando como posibilidad, generalmente de la mano de una argumentación de modernización que superaría al obsoleto sistema analógico de boleta-urna. No es muy recordado que una muy temprana reforma electoral lo propuso como opción en 2003, durante el mandato de Felipe Solá en la provincia de Buenos Aires. La misma jamás se reglamentó y mucho menos se puso en funcionamiento. No ha habido muchos casos de voto electrónico “puro” en nuestro país, es decir ese que queda registrado solamente de manera virtual sin reaseguro material. Creo que la mayor contra de este tipo de sistemas es que aparta a la ciudadanía “común” del lugar de fiscalización de la elección y empodera a una tecnocracia informática en cuestiones demasiado importantes como para quedar tan restringidas. Las sistemáticas denuncias de fallas y hackeo de estos sistemas que aparecen en países donde esta modalidad está extendida, tampoco lo hacen demasiado atractivo. Es bueno que un sistema electoral sea rápido en mostrar los resultados, mucho más importante es que esos resultados sean fiscalizables y confiables.
Mejor acogida y mayor utilización concreta ha tenido el sistema de Boleta Única de Papel que se propone como una forma de atacar el otro supuesto problema de la falta de boletas. Este sistema utilizado en muchos países de la región y en varias provincias argentinas, Córdoba desde 2011 y Santa Fe desde 2010 por ejemplo, se basa en una única boleta provista por el estado y que vale para el voto por cualquiera de las fuerzas políticas y candidaturas. Tiene la ventaja de que no depende de la existencia de las diferentes boletas en el cuarto oscuro, pero también es cierto que oculta los nombres de la mayoría de las candidaturas en caso de listas “sábana” y además disminuye “el arrastre” de las candidaturas principales sobre las menores, algo que no es malo en sí mismo pero que erosiona la influencia de los partidos políticos -que tienen el status de instituciones fundamentales del sistema democrático desde la reforma de 1994- y suele generar problemas de gobernabilidad.
Una combinación de ambos sistemas es el que constituye la boleta única electrónica. En este sistema el elector vota a través de una máquina que va registrando los resultados pero que a la vez genera una especie de “recibo” en papel con las preferencias marcadas, que es depositada en una urna como respaldo material del resultado. Fue utilizado en Salta, Neuquén y Ciudad de Buenos Aires. En esta última se lo recuerda por lo engorroso de la elección pasada en la que se combinaban esa modalidad con la tradicional de boleta partidaria en elecciones “concurrentes” nacionales y locales.
CODA
Cerramos la nota de la misma forma que lo hicimos con la primera entrega, recordando que además de su objetivo de buscar una representación lo más democrática posible, los sistemas político-electorales deben ser efectivos y ser socialmente percibidos como legítimos. En ese sentido ninguna solución técnica o práctica asegurará el éxito por sí sola. Las modalidades son siempre perfectibles, pero no esperemos que haya en el horizonte un sistema perfecto. Su derrotero no es una recta hacia una utopía definitiva si no una vía sinuosa en la que lo que parece solución hoy puede significar un nuevo problema mañana. Para terminar, y a riesgo de pecar de obvio, debo recordar también que quienes definen los cambios electorales son interesados directos en los resultados que esas modificaciones generen, por lo que los cálculos basados en los intereses facciosos nunca están ausentes en el diseño de las reformas.