Este texto surge del encuentro con compañeras de distintos ámbitos (académicos, militantes, con experiencias en la gestión pública, artísticos, entre otros) que vienen trabajando y proponiendo cuestiones concretas para avanzar en la construcción de un mundo que ponga la vida en el centro. La vida, las personas y el valor del aporte que cada une realiza a la sociedad, sus capacidades, saberes, conocimientos sin distinción de clase, género, nacionalidad u otras dimensiones que configuran desigualdades en nuestras sociedades capitalistas modernas.
No es una novedad decir que la economía feminista, la economía social y popular, el cooperativismo y las experiencias de autogestión comparten principios, valores y prácticas, aunque esto no siempre se reconozca de manera explícita1.
- Ambos enfoques son críticos de la economía capitalista y su forma de organizar la producción y el consumo.
- Los dos afirman la necesidad de construir una relación de cuidado de la vida y de la No hablan de recursos, porque las relaciones sociales no son exclusivamente mercantiles, ni es posible la sostenibilidad explotando la naturaleza.
- Sostienen principios de igualdad, justicia y y democracia.
- Ambos plantean un debate sobre el trabajo, y proponen la valorización de formas cooperativas, asociativas y comunitarias, con distintos énfasis en la autogestión, en el trabajo de cuidado, en la necesidad de plantear la corresponsabilidad y la responsabilidad social del cuidado, entre otros.
Estas son algunas cuestiones que podemos identificar como comunes. Más allá de estos acuerdos, hay otras que no son evidentes y tampoco necesariamente coincidentes en cada perspectiva. Incluso al interior de cada una de ellas también coexisten distintas miradas:
¿Cuál es el significado de la igualdad y la justicia social?
¿Son las experiencias de autogestión ámbitos más propicios para avanzar hacia la igualdad de género? ¿En qué medida y en qué condiciones la economía social, solidaria y popular rompe (o puede cuestionar) el principio de organización social patriarcal? ¿Es esto efectivamente un objetivo de estas economías?
¿En qué medida la feminización de la economía social, solidaria y popular y especialmente de algunas ocupaciones como el trabajo comunitario y de cuidado reproducen el rol desigual y desvalorizado de las mujeres en la sociedad y en cuánto pueden contribuir a transformarlo?
No tengo una respuesta teórica ni mucho menos cerrada para estas preguntas, pero sí la certeza de que en los dos campos y especialmente en el cruce entre ellos, existen, se están desarrollando y fortaleciendo experiencias que transforman la manera en que pensamos y que organizamos en la práctica el trabajo y los cuidados, que son dos dimensiones centrales de la sostenibilidad de la vida y de un proyecto de transformación en un sentido de mayor igualdad y justicia social, en perspectiva transfeminista.
Ahora bien, pensar el trabajo y los cuidados desde este lugar implica reconocer a los múltiples actores que participan de su organización social y los roles que tienen (o deberían tener). Estado, mercado, familias, organizaciones sociales y comunidades son los principales. Regular y repensar roles y articulaciones virtuosas entre ellos es aún una cuestión pendiente.
En esta clave quisiera poner en debate el problema de la seguridad social y la protección. En primer lugar, las transformaciones del mundo del trabajo, especialmente los procesos de desalarización, precarización y la persistencia de desigualdades género colocan a una parte cada vez más importante de la clase trabajadora y especialmente al sector autogestionado (cooperativo, de la economía social, solidaria y popular) en una situación de desprotección y vulnerabilidad. Esto nos obliga a repensar la seguridad social y a discutir la construcción histórica de una política centrada y organizada en función de un ideal de trabajo (asalariado) como medio de distribución de ingresos, derechos, protecciones y reconocimiento social que ya no existe (o nunca existió plenamente en NuestraAmérica).
Si el trabajo no garantiza un acceso igualitario a seguridad, protección e ingresos dignos (ni siquiera el empleo asalariado registrado en las condiciones actuales) y las actividades que se realizan para sostener la vida y las comunidades socialmente aún se conciben, en gran medida, como “no trabajo” y estigmatizan a quienes las desarrollan. Por eso estas personas quedan excluidas o relegadas del mercado de empleo y del trabajo mercantil, ¿de qué manera vamos a reinventar las formas de reconocer, valorar y proteger a quienes desarrollan estos trabajos para la vida que son tan indispensables? (la pandemia lo colocó sobre la mesa muy descarnadamente cuando todos los soportes institucionales se suspendieron para afrontar la emergencia sanitaria).
La seguridad y la protección social no pueden estar atadas a la condición asalariada formal. El ingreso y la subsistencia no pueden estar atados a una concepción tan restringida del trabajo que desconoce tareas tan centrales como el cuidado.
Las políticas públicas de cuidados tanto como las de promoción de la economía social, solidaria y popular requieren una mirada no centrada en el estado, sino situada en los espacios de interacción entre instituciones estatales y de las organizaciones de la sociedad civil. Esto abre una oportunidad para la co-construcción de políticas que respondan de forma efectiva a las demandas y necesidades del sector. Vale señalar también que hablamos de políticas públicas en sentido amplio. Es decir que deben trascender el subconjunto de las políticas sociales (dentro de las cuales se las ubica habitualmente). También que se trata de intervenciones intersectoriales porque requieren de la acción de diversos organismos y agentes públicos de distintos sectores y niveles (nacional, provincial, regional, local), así como también de la participación de las organizaciones de la sociedad civil.
Ni el cuidado ni el fortalecimiento del trabajo autogestionado/cooperativo/en la economía social, solidaria y popular se pueden resolver de manera centralizada. Esto abre un importante espacio de disputa política en el contexto actual en el que, desde el Estado nacional, las políticas de género y las organizaciones populares de trabajadores/as son uno de los principales blancos de ataque. Toda organización colectiva, toda acción que suponga lógicas asociativas, cooperativas o de solidaridad y no de competencia individual son sospechadas y canceladas en nombre de una pretendida libertad que es, en realidad, libertad para la acumulación de los grandes capitales privados extractivistas.
El contexto socioeconómico y la transformación estructural de la economía en curso son profundas y marcan fuertes límites para garantizar condiciones de vida y trabajo dignas. Sin embargo, hay algunos aspectos de las condiciones de trabajo (como la regulación del uso de espacios públicos o la regulación de tributos locales y otro tipo de ordenanzas que pueden favorecer estas otras economías) y del desarrollo de los cuidados que dependen, en buena medida, de lo que sucede en los territorios, de los lazos familiares y comunitarios, de los vínculos y articulaciones entre actores e instituciones gubernamentales de nivel local que pueden sostener formas de provisión de cuidados y bienestar en esta escala, aún a pesar de la destrucción planificada del Estado y de la solidaridad que se está impulsando.
Esto abre una oportunidad de tejer alianzas y profundizar la construcción de redes “por abajo” que puedan tanto morigerar los efectos destructivos de la política nacional actual como construir desde la práctica concreta, colectiva y situada alternativas para otros mundos posibles que aún están por venir y nos desafían a agudizar nuestra imaginación social y política.
¿Por dónde empezamos? La relación entre vida, trabajo y protecciones en la Argentina actual es una cuestión por resolver. Pensar una agenda para el cooperativismo, la autogestión y la economía social, solidaria y popular en clave transfeminista requiere hacer visible y colocar en el debate público las causas socioeconómicas y estructurales de los problemas sociales y laborales, tanto como el valor social de las tareas que realizan los grupos que habitan distintos sectores del mundo del trabajo y particularmente las mujeres.
Reconocer la interdependencia, la necesidad de protección y cuidados a lo largo de la vida como condiciones constitutivas de toda persona, es un necesario punto de partida para encontrar, reconstruir o reinventar los lazos que nos unen, los códigos del respeto que organizan nuestra sociedad y las mejores estrategias de protección y seguridad social para atender las distintas necesidades.
También una clave para construir nuevas expresiones éticas y políticas que propongan alternativas capaces de conjurar los malestares que vivimos cotidianamente como trabajadores y trabajadoras, y valorar las capacidades y aportes de todes en un contexto de crisis del trabajo y demandas de protección y reconocimiento irresueltas.