—Vos sos un científico sin laboratorio.
Esa frase me espetó hace algunos años la hija de unos amigos, cuando andaba como becario del CONICET haciendo trabajo de campo[1] en Resistencia (Chaco), dedicado a estudiar la dinámica de expansión territorial de la mano de la soja del modelo del agronegocio.
La idea de la ciencia está anclada por historia y hegemonía a las llamadas ciencias “duras”, así es. En este preciso momento no tendría sentido polemizar con nuestros hermanos mayores, cuando la disputa es “ciencia sí o no”. La pregunta, o el asunto en todo caso, es —evocando a una agrupación de la facultad de ciencias sociales (de la Universidad de Buenos Aires)—: ¿ciencias sociales y humanas para qué? Al preguntarlo, ¿estamos poniéndonos en cuestión solitos? Puede que un poco sí, pero es una pregunta necesaria de tiempo en tiempo. Parar la pelota y revisar nuestro hacer y pensar. También, el interrogante es una especie de talismán que colgamos del retrovisor del auto, que está ahí permanentemente, bamboleándose por el vaivén del camino, una especie de vigilancia epistemológica.
Los sucesos de público conocimiento a partir de los resultados de las últimas elecciones primarias en Argentina desataron un sinnúmero de debates por la materialización de un peligro eminente para pilares de la sociedad democrática y sus instituciones; este riesgo, paradójica y justamente, resulta del voto popular. Tras las elecciones apareció una pintada en La Plata: “¿cuándo Milei dejó de ser un meme?”. La sorpresa del artista emulaba la de muches, hubo colegas con aportes analíticos desde las ciencias sociales, por ejemplo, para buscar respuestas acerca de las motivaciones del voto, su composición socio-territorial, así como recorridas por la subjetividad del candidato y el rol de los medios. Intentaré compartir en este ensayo algunas ideas dispersas, sin voluntad totalitaria, acerca de los dichos del candidato liberal sobre la democracia y —en particular— sobre la prescindencia del Estado para la ciencia.
La productividad, como un revival de los años 90, se impone en el discurso como una razón contradictoria con “lo” científico. En todo, caso poniéndome en sus zapatos, dirían: “la ciencia la deben hacer las empresas”. Milei es algo más que un revival de los 90, es un renacer del liberalismo original, el de la Inglaterra de la Revolución Industrial. Dice que el mercado es el que regula todo, absolutamente todo debe estar en el ámbito de lo transable, el Estado aparece en sus palabras en la faz represiva, la coerción pura, nada de mano blanda. Aunque sus declaraciones sobre la portación de armas darían cuenta de que ese tampoco sería un lugar para el aparato estatal.
Lo que no ven ni quieren ver nuestros liberales de cabotaje es que ese liberalismo primigenio fue posible en tanto hubo una política agresiva del Estado, en aquel caso Inglés, en colonizar, mercadear, subsidiar sus productos frente al resto. Que de hecho era parte de un proceso progresivo de incursión —comenzado con la sanguinaria colonia de España en Nuestra América— de distintos reinos y países europeos, llamado por Karl Marx “acumulación originaria”. Ese autor enumera una serie de métodos usados por aquellos Estados (sistema colonial, deuda pública, tributos y proteccionismo), “todos ellos [los métodos] se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación del régimen feudal de producción en el régimen capitalista y acortar los intervalos. La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva” (Marx, 1979: 638). Lo mismo señala más recientemente (mediados de siglo XX) Karl Polanyi, cuando estudia ese laboratorio social liberal de la Inglaterra del siglo XVII: “fueron los Estados los que permitieron inundar de mercancías y destruir los lazos de comunidad de las colonias”. Recapitulando, el liberalismo no es “tan” prescindente del Estado, aun cuando lo diga. Esta es una de las tantas moralejas que rascamos a partir de un hacer cientista.
El progreso es una idea constitutiva del capital en la modernidad, la noción de que todo tiempo pasado fue peor, a la cual un flaco Spinetta rebatiría con un positivista (y no por positivo) “¡mañana es mejor!”. Técnica, tecnología y ciencia estuvieron aunadas a esa noción desde los tiempos de la Revolución Industrial (no casualmente nuestro CONICET, nacido en los 50 del pasado siglo, aúna lo científico y lo técnico). Tiempos modernos tamizando de ciencia los talleres feudales del artesano; talleres no desaparecidos seguramente en una posible arqueología del taller-fabrica; mundos (el técnico y el científico) que tienen varias raíces comunes.
Hacer de la ciencia una producción fue durante el siglo XX un imperativo estatal. Basta recordar, sólo a modo de ejemplo, que las guerras acometidas por los Estados-Nación durante el siglo XX fueron pilares del despliegue de nuevas tecnologías, por ejemplo los Estados Unidos de América y el uso del químico DDT en la guerra de Vietnam (1955-1975) para intentar “borrar” la selva y, con ella, los escondites del Vietcong; agente naranja que luego sería utilizado en la agricultura: el glifosato.
De modo que otro de los elementos que podríamos delinear es que, tal como lo demuestran múltiples indicadores (ver gráfico), los Estados no sólo son pilares del capitalismo liberal, sino que —además— han hecho (y hacen) de la articulación con la ciencia y técnica, pilares de sus desarrollos. Ahora bien, la socióloga Alcira Argumedo —en los años 90— agregaría la ubicación geográfica y política a los aportes de Polanyi y Marx. Sostenía que el pensamiento latinoamericano dominante se conformó sobre “zonceras” (robemos palabras jauretcheanas) de base colonial y dependiente que reprodujeron la incapacidad para un pensar propio. Una de ellas y que sigue “empoderada” es la idea —como hemos visto— del “progreso” como parte de una matriz de pensamiento dependiente.
Gráfico. Investigadores por millón de habitantes
Fuente:https://www.infobae.com/tendencias/innovacion/2017/12/10/argentina-invierte-7-veces-menos-en-investigacion-y-desarrollo-que-los-paises-mas-innovadores/
Hacer ciencia tiene múltiples recovecos epistemológicos dentro de los cuáles ahora no entraremos, pero podemos arribar a una noción común: una lógica racional, o sea, una teoría plasmada en determinadas variables o aspectos que supongo de “la realidad” (más o menos explicitados), reunir y generar datos de variada índole con procedimientos más o menos explicitables y reproducibles, para luego analizarlos y afirmar o rechazar las lógicas. A su vez hay distinciones evidentes en los modos de hacer ciencia en comunidad. El hecho de que pocos puedan hablar acerca de la neurociencia del marisco o de que las células no le griten al investigador en el laboratorio “¡no quiero que me examines!”; mientras que todos podemos decir qué pasó con el voto bronca, cuál es “la posta” del peronismo o por qué hay un “ánimo social enrarecido”. Esto es parte característica del hacer de les científicos sociales: son los “gajes” del oficio.
Los resultados de la ciencia argentina en general, en tanto respuesta a los para qué, están en general sobrerepresentados por nuestra hermana mayor de las “duras”, en particular en los “fierros” emergentes en las tecnologías. Podemos enumerar sólo algunos de esos out-puts o resultados: reactores nucleares, satélites, vacunas, shampoo a base de hierbas de nuestra pacha y barbijos. Esta visibilidad está inevitablemente vinculada con la hegemonía cultural que señalamos, así como entiendo que remite a una necesaria puesta (propia y ajena) en valor de los resultados sociales, de las tecnología sociales que no responden a las mismas lógicas de producción ni aplicabilidad que las demás.
Entre las ciencias sociales y humanas tenemos diversas tradiciones, líneas de estudio que hoy son parte de una cabal comprensión de aspectos sociales, espaciales, históricos, económicos, culturales y políticos. Ahora bien, sus usos en interpretaciones y acciones de la realidad argentina por parte de sus propios actores sociales son, también, una disputa política; así como lo es el propio ejercicio disciplinar comprometido.
Sólo a modo de un antojadizo reconocimiento de líneas de estudios sociales, podríamos señalar a aquellos sobre el desigual desarrollo territorial del país y las asimetrías internas; el reconocimiento y distinciones acerca de los distintos actores y clases sociales partícipes de los acontecimientos de la historia reciente que acompañaron a un entendimiento de los intereses que se disputan. La identificación de los consumos culturales y su cabal raigambre en las pertenencias sociales. La propia historia de la ciencia como construcción crítica de su devenir. Los debates acerca del extractivismo y neoextractivismo, con sus correlatos en la cuantificación de los nutrientes y el agua que se fugan del país vía exportación.
Las ciencias, tanto de laboratorio como de campo, podemos aprovechar este momento —como tantos otros— para delinear y fortalecer nuestra pertenencia a un Estado Nacional. Enraizar aún más las respuestas a las necesidades sociales, construir un conocimiento situado y comprometido; entendiendo que no hay técnica ni conocimiento ajeno a sus usos.
[1] “Hacer campo” lo usamos coloquialmente en las ciencias sociales para el momento de recolección de datos en las múltiples técnicas que encontramos en las diversas disciplinas sociales y humanas.
Me gustó mucho, un análisis que Enseña!! Gracias
Siempre es bueno refrescar el valor de las cienvcias sociales. Interesante recorrido