Por Lucila De Ponti* | 8M Ocho Miradas frente a la austeridad
“Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de noviembre de 1986 cuando, de cierto modo, empezó a escribirse este libro, cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte.”[1]
Estamos todavía en verano, también hace calor, y me pregunto cuántas son esas miles de mujeres asesinadas en Argentina desde que Selva Almada se cruzó con la historia de Andrea Danne, la chica muerta (asesinada) en Entre Ríos que la empujó a reconstruir la historia de tres femicidios impunes que componen la trama del libro que ahora termino de leer. Lo cierto es que no podemos responder esa pregunta con exactitud, puesto que no existe un registro oficial de femicidios desde entonces, cuando ni siquiera existía esta figura como agravante en los casos de homicidio.
Sin embargo la violencia letal ejercida hacia las mujeres por razones de género no ha sido la única forma de violencia machista invisibilizada. Quizás podemos decir que todos los modos de violencia machista fueron invisibles hasta que se comenzó a nombrarlos, en un proceso lento pero ascendente que aún sigue su curso. Simbólicas o materiales, todas ellas son constitutivas del sistema de dominación y opresión que se conoce como patriarcado, pero son estas últimas las que funcionan al mismo tiempo como cimiento del orden capitalista. La naturalización como asignación laboral dada naturalmente del trabajo de reproducción, es decir el trabajo doméstico o externo no remunerado y el trabajo del cuidado, ha sido desde siempre el principal factor de desigualdad en la distribución de roles en el orden social.
La naturalización de la carga de los trabajos domésticos, casi en su totalidad, en el cuerpo de las mujeres se da en una multiplicidad de niveles de anulación de su valor social, material, económico y legal. Antes de que el estrechamiento abrupto y constante del porcentaje asalariado al interior de la población económicamente activa fuese el terreno infértil en el cual emergieron nuevas formas del trabajo, aún hoy no reconocidas por el sistema formal de derechos laborales y de la protección social, la economía feminista había señalado que allí donde se veían vidas enteras dedicadas “por amor” a la reproducción de los hogares, debían observarse tareas/trabajos imprescindibles para la existencia del modelo de acumulación capitalista.
Aún hoy, un escenario común de desigualdades para millones de mujeres, que se vuelven profundas e intolerables allí donde la precariedad de la vida es lo común, donde las nociones de seguridad y libertad se tornan elusivas. La feminización de la pobreza, una brecha salarial que asciende por encima del 20% en el trabajo formal al cuál se accede en una medida pronunciadamente menor que los varones y, por supuesto, el peso de más del 70% de las tareas de cuidado y el trabajo no remunerado en los hogares son tan solo algunos de los condicionantes económicos que dan forma a un verdadero sistema de desigualdades.
Si la economía popular es el efecto y resultado de las sucesivas reconfiguraciones del modelo capitalista y las transformaciones que estas dinámicas produjeron en la estructura social, en el mundo del trabajo, en el modelo productivo; la economía feminista señala la necesidad de asignar valor social, económico y legal al trabajo atribuido históricamente a las femeneidades. Ambas perspectivas, que emergen de determinadas condiciones materiales, pueden ser al mismo tiempo un proyecto político y una decisión de resistencia.
Asistimos desde hace décadas a una tendencia de largo plazo en el estrechamiento de la sociedad salarial y a la presencia de cantidades mayores de población excedente para el proceso productivo hegemónico. Esta etapa del capitalismo financierizado, trasnacional, monopólico, de las economías digitales, el trabajo flexible y el desempleo sostenido, representa una reconfiguración permanente que afecta especialmente a los sectores populares y las identidades femenizadas.
Una certeza va decantando: que estamos ante una forma de vida y de trabajo no transitoria, que el proceso industrial va perdiendo su capacidad de absorción laboral, que esta etapa del capitalismo no pretende generar empleo para todos ni reconocerlo. Y que en simultáneo, ganando en conciencia y apropiación del proyecto político de la economía popular y feminista, estos trabajadores y trabajadoras ya no buscan ser absorbidos sino que pretenden, con justicia, ser reconocidos.
Frente a la deficiencia de otros paradigmas del pensamiento económico y político para abordar la nueva cuestión social, el planteo de la economía popular y de la economía feminista se inscribe en una perspectiva de derechos, aferrandose a la reivindicación del derecho al trabajo digno atado a la deuda social con los sectores populares y las mujeres, y a la posibilidad de construir una economía política que intente resistir y disciplinar al capital. Pensar y crear una institucionalidad que enmarque a estas formas de trabajo en la inscripción al pleno acceso a los derechos sociales y colectivos que estructuran las dinámicas de integración social. Los desafíos para la construcción de una sociedad igualitaria, donde la distribución del ingreso sea más justa pero que fundamentalmente permita recuperar la universalidad del trabajo en su dimensión de ordenador social.
Es en ese contexto en el cual deben analizarse las políticas que en los últimos años intentaron dar un paso más hacia el reconocimiento de ese universo del trabajo. Un ejemplo de esto es el proceso de la Ley de Emergencia Social (sancionada en 2016), la creación del salario social complementario y posteriormente el programa Potenciar Trabajo. Una política nacida como propuesta de las organizaciones sociales, acompañada por casi la totalidad de los sectores políticos en el Congreso, que luego comenzó a ser discutida críticamente en el último tramo de su implementación. Conceptualmente buscaba a través de la herramienta del Registro de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular dar visibilidad y reconocimiento institucional, con el status del trabajo, a las personas que desarrollan sus actividades en el marco de la economía feminista y de la economía popular, reconociéndole su valor social. Al mismo tiempo, el salario social complementario buscó asignar un valor monetario de complemento para alcanzar el monto del salario mínimo vital y móvil, asignándole un valor económico.
El RENATEP nos muestra que del total de personas inscriptas en el registro, a noviembre de 2022, el 58% son mujeres y que las principales ramas de ocupación son los servicios sociocomunitarios y los servicios personales, donde se ubican las tareas reconocidas como trabajo doméstico y de cuidados. Un análisis particular requieren también las tareas de cuidados, entendidas desde una mirada amplia, que se realizan de manera colectiva en ámbitos comunitarios y que han demostrado ser indispensables para el mantenimiento de niveles mínimos de integración social y para la resolución de una gama diversa de problemáticas sociales.
El inicio de un camino de reconocimiento y valorización de estas tareas es uno de los caminos imprescindibles para desandar el largo sendero de la consolidación de los cimientos sobre los que se sostienen las desigualdades más profundas de nuestra sociedad, desde una perspectiva feminista.
Avanzar en el diseño y en la implementación de políticas novedosas y creativas que atiendan a la problematización social de estas asimetrías y a la necesidad de revertirlas. Profundizar el compromiso inclaudicable con la bandera del reconocimiento de los trabajos invisibilizados debe ser agenda permanente de los feminismos y de la política de Estado de la democracia.
[1] Almada, Selva. Chicas Muertas, Buenos Aires, Literatura Random House, 2014.
*Diputada de la provincia de Santa Fe – Movimiento Evita, PJ.