Mucho se viene escribiendo acerca de la situación actual del país y sobre la derrota peronista y sus causas. A grosso modo podemos dividir los análisis sobre esto último en dos tipos: las miradas que ponen foco en las debilidades, errores y horrores del último gobierno de Alberto Fernández y aquellas que buscan los motivos en una crisis más a largo plazo del peronismo especialmente en su variante kirchnerista. En general las primeras privilegian la explicación centrada en la economía y las segundas en cuestiones más relacionadas con lo discursivo y la crisis de representatividad, aunque esta no es una regla de hierro. Me ubico más cerca de estas últimas pero no voy a intentar hacer un análisis completo de la situación del peronismo que ya hicieron compañeros y compañeras con mejor pluma, si no que prefiero referirme a una cuestión particular que por desviación profesional y generacional relacionaré con la historia del siglo XX. Luego de la muerte de Stalin, y especialmente después de la destitución de Nikita Kruschev en 1964, quedó a cargo de la gestión del estado en la Unión Soviética una elite de dirigentes y funcionarios administrativos que fueron conocidos como la “nomenklatura”. A diferencia de la vieja burocracia stalinista que creció a la sombra de un liderazgo personal indiscutido y que sufría una situación de inestabilidad recurrente debido a las purgas sistemáticas, esta nueva elite -conformada obviamente por miembros de aquella misma vieja burocracia- no le debía su estabilidad a nadie y se fue apropiando de la administración del estado privilegiando sobre todo su propia supervivencia, estabilidad y bienestar. El historiador Poch de Feliu menciona que esta dirigencia mantuvo la fraseología del materialismo histórico (“ismat” en su propia jerga) como una forma de identidad y de anclaje legitimador con el pasado revolucionario convirtiéndola en un conjunto de afirmaciones y reglas vacías, dogmáticas y cuasi religiosas cada vez menos relacionada con la vida de todos los días de la sociedad rusa.
Entiendo que no parezca la mejor comparación en tiempos de una derecha liberal radicalizada para la cual cualquier colectivo guiado por la solidaridad y la empatía es tildado de “comunista”. Pero estoy escribiendo para nosotros y no para ellos, y creo que la analogía sirve.
Durante los indudablemente positivos años del kirchnerismo -la década ganada– y también en el marco de la resistencia al macrismo y en el último período de gobierno se llevó a cabo una construcción simbólica y discursiva con algunos puntos de conexión con aquella nomenklatura. Lo que la oposición llamaba despectivamente “el relato” (y que es inevitable en la acción política, especialmente al estar en el gobierno) fue convirtiéndose en una caricatura de sí mismo y, lo que es peor, en una permanente justificación -e incluso alabanza- de cuestiones que sin dudas andaban y andan mal en este bendito país. Así las cosas concebimos un discurso que comenzó a parecerse a la definición de Homero Simpson con respecto al cristianismo: todas esas reglas bonitas que no funcionan en la vida real.
Mientras tanto crecían los verdaderos “sótanos de la democracia”. Sentidos comunes que aun disfrutando de las mejoras en la vida cotidiana que brindaba el kirchnerismo recelaban de esa edulcorada manifestación de fe que generaba el discurso oficialista y que a menudo era irritante incluso para nosotros mismos. El estrepitoso fracaso macrista y la vuelta del peronismo al poder disimuló por un momento la persistente tendencia que alejaba a nuestro movimiento de la representatividad popular y que lo complicaba especialmente en términos de presencia federal. En ese contexto aquellos sentidos comunes se combinaron con el nunca faltante núcleo duro gorila y se potenciaron con los malhumores generados por la pandemia, la inflación y los hechos de corrupción que los medios multiplican hasta el infinito cuando se trata de gobiernos peronistas con la misma persistencia con la que disimulan los de otros.
Me parece que no hay forma de reconstruir la tradicional alianza del peronismo con las mayorías si no revisamos ese comportamiento nomenklatural. La postura ante la decadencia de la escuela pública me parece icónica como ejemplo. Es indispensable que aceptemos que en esta Argentina la frase de Macri sobre “caer en la educación pública” se percibe como más auténtica que la de nuestra dirigencia cuando se reivindica “hija de la escuela pública”, a la que hace rato ha renunciado a mandar a sus hijas e hijos (o en el mejor de los casos confunden con los dos o tres colegios estatales “prestigiosos” que hay en las capitales de provincia o CABA). Es cierto que “las escuelas dependen de las provincias”, es cierto que “la escuela no es una guardería”, puede ser cierto que “el docente que para está enseñando a luchar” pero ninguna de esas frases disminuye la profunda angustia y decepción que siente una madre, un padre o una abuela al llegar al colegio y ver el cartelito que avisa que no hay clases por falta de agua, paro de auxiliares o porque la seccional roja de una de las disidencias de alguno de los múltiples sindicatos docentes marcha en solidaridad con los obreros de Cracovia. También es cierto que “la patria es el otro”, que “los números deben cerrar con la gente adentro”, que “ningún pibe nace chorro” y que “la desocupación es peor que la inflación”. Pero hasta la verdad más incontrastable se vuelve insignificante si es sentida como tapadera de problemas irresueltos.
A esta altura alguien puede preguntarse por qué hablo de “nomenklatura innecesaria” ¿Acaso puede existir una nomenklatura necesaria? No. Me refiero a que el peronismo se puso innecesariamente en ese lugar. En el afán de diferenciarse del discurso antipatria y por salir a defender este país que amamos, caímos en la trampa de hacerlo sin beneficio de inventario. Mientras que la nomenklatura soviética sí podía sentirse responsable del perfil que tenía aquel estado soviético construido casi desde cero por la revolución, en nuestro caso nos hicimos cargo de una serie de deficiencias, decadencias e idiosincracias que no son responsabilidad nuestra, o al menos no los son exclusivamente. Por diferenciarnos de los discursos que desprecian al país casi que terminamos creyéndonos aquello de los “70 años de peronismo” que repite el gorilaje. Construimos justificaciones y endulzamos situaciones como la de la inflación, la falta de divisas, la inseguridad, los cortes, las huelgas, la falta de insumos, la corrupción, la falta de previsibilidad y la incertidumbre generalizada, todo enmarañado en una interminable, irritante y falsamente épica disputa discursiva en la que nos importó tener razón antes que triunfar y explicar más que solucionar.
Ojo, no es que crea que sea tiempo de una larga y dolorosa autocrítica. Nos tocaron momentos difíciles para gobernar y en ocasiones no estuvimos a la altura. Punto. No es tampoco un llamado a renunciar a la épica que siempre ha sido combustible de nuestras luchas. Lo que sí pienso es que nos debemos épicas concretas, creíbles y fundamentalmente enfocadas en la mejora de la calidad de vida material y espiritual de las mayorías. Hay que centrarse en lo que viene, en componer esas nuevas melodías que reclaman los tiempos, pero no hay forma de hacerlo sin tener presente los errores pasados.
EXCELENTE FORMA DE ESCRIBIR Y DESCRIBIR LA REALIDAD, “LAS CERTEZAS A VECES, NOS ALEJAN DE LA REALIDAD”. DESDE “HAY QUE CENTRARSE EN LO QUE VIENE… HASTA ” HACERLO SIN TENER ERRORES PASADOS”, SE CONVIERTE EN UNA SÍNTESIS GENIAL Y UN *CLARO CAMINO A SEGUIR*