I
La escena actual está tomada por la figura de Javier Milei. El hombre tapa todo con su centralidad. Y ese protagonismo lo ejerce de la misma forma en que trastocó el rating: un bizarro que, con ideas estrafalarias y una actitud beligerante frente a la política, se postula como el dueño de una verdad que promete ponerle fin a tanta incertidumbre y a tantas recetas fallidas. Gran asimilador del hastío, encontró en la palabra libertad un ordenador, al tiempo que identificó al Estado con la impotencia que demostró en los últimos ocho años, a la dirigencia política y sindical como la casta y sentenció que allí anida la responsabilidad de todos los males actuales. Supo, y eso le da aire hasta hoy, “detectar las angustias sociales” (Natanson, 2017) y, con despojo, hablar de lo que nadie habla. Con la premisa de que la democracia falló (no se come, no se cura, no se educa) y de que el sistema político fue cómplice de ese fracaso, entonces ¿por qué defenderla? La insatisfacción y el hartazgo funcionan, entonces, como una justificación para su accionar político. Ese hastío, a su vez, exime de toda responsabilidad cívica y habilita el uso de cualquier medio, desde el avasallamiento a otros poderes de la República, la circulación de noticias falsas, el amedrentamiento masivo en las redes sociales, las amenazas, presiones y extorsiones, hasta el atoramiento parlamentario con normas elefantiásicas o el recorte de fondos a quienes resistan. Todo vale.
Estamos ante el fin de la hegemonía cultural democrática, el fin de una socialización política que marcó generaciones y que, con sus matices e incongruencias, hacía oda de la estatalidad, de la paz y de la vida sin dejar de reconocer al conflicto como un elemento nodal del juego político. Milei, por el contrario, busca librar una guerra contra el Estado donde se cristalizan la tríada justicia social, derechos humanos y feminismos. En esa disputa, enfatiza los desaciertos, las carencias e incumplimientos de las instituciones a lo largo de los últimos 40 años. También resalta la ineficiencia de la administración, el “despilfarro” y los gastos en amenidades para la dirigencia política. Sin embargo, su vehemencia no reconoce todo lo que aún sí hace el Estado para el conjunto de la comunidad, aunque sea de manera devaluada, parcial y lenta. Ningún observador es ajeno a que la máquina no funciona bien, pero eso no significa que haya que tirarla por la borda.
II
Estamos en las puertas de una nueva época. Un tiempo en el que, en primer lugar, tiene preeminencia la categoría de “libertad” como exigencia ciudadana. Desde hace muchos años, el analista Ignacio Ramírez viene siguiendo las posiciones frente a la pregunta por lo que define la esencia de un país democrático: ¿igualdad o libertad? En 2020 y 2021 se observó una preeminencia de la segunda noción y aunque en 2022 se dio vuelta, para 2023 marcó un empate. Sobre esto, Ezequiel Adamovsky (2024) sostiene que Macri allanó el camino al iniciar un “cambio cultural” que apuntó a denigrar al “igualitarismo” al que se lo asociaba con el “pobrismo”, como obstáculos. La condena a la “responsabilidad colectiva por la pobreza” se encarnó en la figura del “emprendedor”, del esfuerzo individual y el mérito. El self-made men, el “si querés, podes”. Ideas fuerzas que hacen más tolerable las políticas contrarias a la redistribución y la equidad, porque parten del supuesto de que las oportunidades son las mismas para todos: “la justicia social es un robo”, dijo y conquistó.
Por su parte, Ramírez y Vommaro (2024) argumentan que se trata de un desplazamiento ideológico de los valores, un debilitamiento de las nociones de solidaridad, de protección social y de Estado. Esto, sin dudas, tiene raíz en las frustraciones que generó la democracia y sus grandes promesas insatisfechas. Hoy, para una gran mayoría de argentinos y argentinas, ese corrimiento en el plano de las ideas es un intento por apaciguar los dolores diarios que revisten la urgencia del hambre. No pueden esperar más porque esperan hace demasiadas generaciones. Pero en otros casos, expresa la desilusión frente a la imposibilidad de repetir la trayectoria material y simbólica de las generaciones anteriores: ni casa, ni auto, ni vacaciones y, en el mejor de los casos, un sueldo que alcanza cada vez menos.
Empalmado con este giro valorativo, en esta etapa reina una cosmovisión individualista. No se trata de un fenómeno nuevo, pero sí se advierte una radicalización. Es lo que conocimos con cada experimento neoliberal que impone el “sálvese quien pueda” y que se esparció hacia otras narrativas como la prédica new age y el amor propio que prometían evitarnos las contradicciones y los dolores de estar vivos/as, imponiendo el placer individual y la felicidad como horizonte conquistable (Hoya y Nuñez Rueda, 2021). Más aún, la expansión de las redes sociales desde el aislamiento preventivo hasta acá hizo juego con la regencia del sujeto: en primera persona y en soledad. Una lógica que prolifera y se observa, incluso, entre militantes que, se supone, tienen más apego por lo gregario, pero que no logran evitar las publicaciones en las que siempre la primera foto figuran solos/as. Esta atomización, dramática por desacoplar de lo común, se combina con la mercantilización de la vida: lo que no se cuenta, lo que no produce, lo que no es rentable, entonces se descarta. Esta forma de ser ha conquistado las subjetividades, incluso de quienes combaten al neoliberalismo. Es que la libertad, el mérito propio y el narcisismo resultan muy atractivas y pregnantes. Además, en este tiempo hostil y competitivo, quizás hasta funciona como la única forma de ser reconocidos -aunque sea en nombre propio-.
Lo problemático de esta escena es que pareciera no haber salida: la entronización del cálculo individual es inseparable del desenfreno para llegar a fin de mes. Muchos trabajos, diferentes salaritos y en el mejor de los casos, varias cuentas bancarias, para aun así andar contando el mango. Sin referencias de precios ni claridad en el futuro, se vive recalculando. Entonces, es por lo menos lógico que prolifere esta subjetividad. Wendy Brown (2019) sostiene que “el neoliberalismo es una economización de todo” y entonces ¿Qué tiempo queda para ver qué le pasa al otro, para ser solidaria? Frente a este horizonte, resuena un pasaje de Y sin embargo el amor de Alexandra Kohan (2021) acerca del riesgo de terminar por exterminar a la otredad bajo el “ideal de desapego, de indolencia, de indiferencia, de prescindencia, de esmerada desatención al otro”. En la misma línea, Tamara Tenenbaum (2024) argumenta que “es lógico que ante la conjunción de una vida cada vez más calculada, una precariedad mal distribuida y una sobreinformación abrumadora nuestro horizonte de deseo como generación sea cada vez sentir menos”. Es el presidente, después del temporal en Bahía Blanca, sosteniendo que “espero que se puedan arreglar con lo que tienen”. De tan duro se volvió inconmovible y en estos días sentenció que “si es necesario, voy a hacer llorar a los gobernadores”. La otra cara de esta impavidez es Agustín Laje declamando que “cada bala bien puesta en cada zurdo fue para nosotros un momento de regocijo”. Es la prescindencia y el goce puesto en que al otro le vaya mal, esta vez, convertido en discurso oficial.
Sin dudas, este mandato de salvarse en soledad colisiona con la ética de ser para otro, de estar al servicio que anida en la concepción justicialista y del Estado de bienestar. Ambas cosmovisiones están en crisis hoy y en esa llaga hace raíz el neoliberalismo. Llevamos así, por lo menos, ocho años y se avizoran cuatro más. Para entonces ¿Qué va a quedar de la estatalidad? ¿Qué esperar de esa institución cada vez más maniatada?
Finalmente, frente al reinado de la imprevisibilidad en el mundo económico, a la impotencia de las políticas públicas, “al fracaso de las recetas económicas para atender los dolores diarios, en esta época se habilita un quiebre en la fe en la democracia, en las instituciones y en la capacidad de transformación de la política” (Hoya y Nuñez Rueda, 2023). Lo que tenemos es una estatalidad devaluada, de outlet. Y eso es consecuencia de la reedición neoliberal entre 2015 y 2019, pero también del desgobierno del periodo 2019 y 2023. Una gestión que, en el mejor de los casos, ensayó justificaciones para explicar lo que hizo mal o no hizo, acusó al de la oficina de al lado y que fue incapaz de ponderar lo que aún así se hacía. El progresismo falló y su incumplimiento ha corroído las instituciones que defiende: el Estado y la democracia centralmente. Pero tampoco la derecha clásica cumplió. Por eso, este giro libertario, individualista y hostil es el ensayo de una respuesta. La peor. Con ella avanzan ciertos discursos que, hasta hace poco, no eran audibles o que representaban a grupos marginales. Ideas que no fueron tomadas en serio hasta que los encuestadores hablaron del 15% a nivel nacional y que las PASO ubicaron a LLA en la cima. Estas proclamas se impusieron con hostilidad y con osadía como estrategia política. Decir lo políticamente incorrecto, eso que estaba cancelado y, además, hacerlo con repertorios de acción desafiantes: las bolsas mortuorias, la guillotina y las antorchas en Plaza de Mayo, la aparición en movilizaciones opositoras con identificación de La Libertad Avanza, los retuits cargados de excesos y el grito gutural del presidente sentenciando “lindo día para hacer temblar a la izquierda”. Lo disruptivo de esta forma de hacer política no es el uso de un lenguaje y las prácticas cargadas de misoginia y violencia. Nadie puede desconocer que eso está presente en la socialización política masculinizante en donde “poronguear”, “tenerla larga”, “medirsela”, “mear/coger a…” son moneda corriente en el mano a mano. Lo novedoso es la ausencia total de frenos inhibitorios del presidente que valida públicamente estas definiciones y la inexistencia de límites al momento de confrontar con alguien: se puede decir todo, desde burlarse de las personas con síndrome de down, mofarse de supuestas infidelidades, cuestionar la identidad de una menor de edad, hasta hacer referencia a la pedofilia. No hay mojones para los iracundos. Ciertamente, con la mayoría del ballotage, se perciben con respaldo y andan muy bravucones, patoteros. Sin embargo, ese 55% está hecho de una materia tan variopinta, como inestable y extenuada. “La espuma breve” en términos de José Natanson (2024). Una temporalidad que, en general, es difícil ver cuando se está en el apogeo. Pero en política, como en la vida, todo es una circunstancia. Se avizora que el choque con lo posible va a ser fatal.
III
Ante la incertidumbre frente al futuro, la precariedad y el riesgo imperante, así como la dificultad de pensar una democracia compleja, la lógica de la sanción se ha acelerado. Rosanvallon (2015) argumenta que la condena “del pasado se ha convertido en la variable decisiva de las elecciones políticas” y que los mensajes negativos que acrecientan la desilusión y el escepticismo con la política proliferan. Así, gana la democracia del rechazo por sobre el proyecto y se consolida una soberanía negativa que no impone un ciudadano pasivo, sino uno que participa intensamente, pero de manera hostil. Detestan para tener esperanzas y en esta geografía se vuelve audible que “el Congreso es un nido de ratas” y que los diputados son “extorsionadores” y “coimeros”. La humillación, la denigración y la deshumanización del adversario político forman parte de este paisaje y, en muchos casos, con el apoyo del presidente. Un neoliberalismo que ha cambiado de paradigma para explayarse con autoritarismo y moralismo. Liberté, individualité y hostilité. Una política sin marcha atrás: sin diálogo, sin negociaciones, sin consenso, sin cercas para el malestar ¿Qué queda? Por un lado, la judicialización, con su ritmo agónico a contramano de las urgencias de las jurisdicciones rivales. Por el otro, en el zigzagueo presidencial entre la culpabilización y la convocatoria al resto del sistema político, se juega la impolítica como destino ciudadano: “la falta de aprehensión global de los problemas ligados a la organización de un mundo común” (Rosanvallon, 2015). Es el desacople de lo comunitario y la desafección de los problemas generales. Es Sandra Petovello diciendo “los que tengan hambre, vengan a verme de a uno”, pero también es Milei atacando y asfixiando uno por uno a los gobernadores que, para peor, ya empiezan a proyectar acciones provincialistas sin la Nación porque, lógicamente, la obligación primaria es defender los intereses de la propia jurisdicción. Y esta supresión de lo general, de lo fraterno, de lo que nos hace iguales, tiene un destino irremediable: estrellarse. Nadie se realiza en una Nación que no se realiza y no hay grandeza sin las provincias.
Mientras se despliega esa cruzada libertaria, empiezan a gestarse cercanías impensables días atrás: Llaryora en conversación con Kirchner; Zamora, Quintela y Kicillof respaldando a Torres; Torres apoyando el reclamo de Buenos Aires por la coparticipación asimétrica; los mandatarios patagónicos defendiendo a Chubut al unísono y convocando un parlamento para el 7 de marzo; intendentes radicales y senadores libertarios en apoyo al gobernador bonaerense por la quita del Fondo de Fortalecimiento Fiscal; la reunión de nueve ministros de desarrollo social frente a la impasible Petovello; Manes, UxP, funcionarios de Llaryora, Barrios de Pie y UTEP en una jornada contra el hambre. Finalmente, el acuerdo parlamentario que propone CFK para garantizar los recursos provinciales que empujaría al Ejecutivo a recurrir al veto, cambiando el signo actual de las cosas: sería Milei quien deba adoptar, entonces, una actitud defensiva con una oposición coordinada y ofensiva.
En este tiempo indescifrable y mutante, frente a la virulencia sin distinción del Gobierno Nacional, existe la posibilidad de que arriba del ring las estrategias empiecen a coincidir. ¿Sabremos volver a cocer lo común? Veremos.