Por Matías Bisso
Igual que la mayoría de los países latinoamericanos, Argentina tardó en terminar de constituirse en un Estado centralizado después de independizarse de la metrópoli. Esta “larga espera” —tal como la bautizó un historiador argentino— de aproximadamente medio siglo transcurrió en medio de enfrentamientos internos en los cuales, además de los obvios choques de intereses facciosos, se debía resolver la disputa en torno a la forma que tendría el Estado naciente. Mientras que en otras regiones de nuestra América Latina las guerras civiles enfrentaron a conservadores y liberales, en estas tierras el choque se dio entre federales y unitarios. El triunfo de los primeros terminó de dejar en claro cuáles serían los principios rectores del futuro Estado: el republicanismo, el federalismo y, aunque desagradara a muchos, la inevitable presencia plebeya de las masas.
Que estos tres principios quedaran definidos no significó, por supuesto, que el camino hacia una república federal y democrática estuviera allanado. Entre tantos otros conflictos, los dilemas en torno del federalismo fueron, y todavía son, algunas de las causas del complicado derrotero de la historia de nuestro país.
En la batalla de Pavón de 1861, el triunfo de Mitre y las huestes porteñas parecieron poner el mojón para la centralización definitiva del Estado nacional pero también erosionaron la posición de un federalismo que no había sido capaz de superar sus propias diferencias internas ni de doblegar a Buenos Aires. Sin embargo, lo que parecía un triunfo definitivo de la ciudad puerto por sobre el interior encontró los límites que surgieron esta vez desde la propia oligarquía. Tibiamente primero, bajo la presidencia de Sarmiento, y con más fuerza después con el liderazgo de Avellaneda y la constitución del Partido Autonomista Nacional, las elites provinciales fueron marcándole la cancha a la que todavía era la capital de la provincia. El triunfo militar de Roca en 1880 contra Buenos Aires terminó de fundar las bases de la república federal oligárquica. ¿De qué forma considerar un federalismo fruto del enfrentamiento de elites que muy poca consideración tenían por las voluntades populares? ¿Cómo ponderar un nacimiento sostenido por las mismas fuerzas que habían masacrado poblaciones originarias y serían las responsables de mantener el orden político oligárquico? Considerar aquellos vicios de origen nos permite preguntarnos por cuestiones que siguen vivas hasta el presente ¿El federalismo es popular o es oligárquico?¿Es democrático o contramayoritario? Es cierto que ese federalismo que originalmente nació y venció a través de las lanzas de las montoneras también fue utilizado con posterioridad para intentar cerrar el paso a las expresiones populares. Es verdad que el Senado, la más federal de las cámaras, también fue muchas veces la más conservadora y contramayoritaria. No es casual que el primero de los gobiernos populares posteriores a la constitución del Estado nacional, el de Hipólito Yrigoyen, haya buscado en la recurrente utilización de la intervención federal una forma de mantener a raya a los poderes provinciales y fortalecer de esa forma el poder que democráticamente obtuvo en 1916.
¿Cuál es la relación actual del federalismo con el movimiento nacional? El peronismo, a pesar de su estrecha relación con el Gran Buenos Aires, nació como un movimiento profundamente federal en su concepción. Pensemos simplemente en su empeño en la creación de provincias que hasta mediados del siglo XX habían sido simplemente “territorios nacionales”. Sin embargo, nos enfrentamos a cierto sentido común —no totalmente desconectado de la realidad— que lo fue ubicando como una fuerza encajonada cada vez más en los límites del populoso conurbano bonaerense. Las disputas de 2008 por la 125 terminaron de profundizar y consolidar esta idea. Y si hablamos de paradojas del federalismo, no podemos dejar de mencionar que en aquella oportunidad la ciudad de Buenos Aires se mostró al frente de esa movida pretendidamente federal. Aunque la ciudad de Buenos Aires no siempre fue antiperonista y en los primeros años del peronismo formó parte del sólido apoyo electoral hacia el general Perón que provenía de lo que hoy llamaríamos el AMBA. Lo cierto es que después del golpe del 55 y la proscripción, la ciudad se tornó en lo que es hoy: un bastión del antiperonismo. Hoy por hoy no hay voto más ideológico que el de CABA en Argentina. Alcanza con presentar credenciales de gorilismo rancio y demostrarse capaz de construir desde ese lugar privilegiado una alternativa efectiva al peronismo para que el electorado porteño brinde sin dudar su apoyo en las urnas. No importa si la ciudad más rica de América Latina desatiende la salud y la educación públicas ni que derrumbe su patrimonio edilicio para posibilitar los negocios inmobiliarios de durlock, no importa que cambie una y mil veces baldosas en perfecto estado para mantener los negocios de algunos pocos vivos. Mientras se mantenga como trinchera contra el peronismo, todo vale.
¿Es posible salir de este laberinto por arriba? Sería bueno encontrar en la actual disputa contra la ciudad de Buenos Aires por la coparticipación, la oportunidad de refundar un movimiento de alcance verdaderamente nacional que termine definitivamente de amalgamar aquel proyecto popular, democrático y federal. Es cierto que el peronismo nunca dejó de ganar elecciones en las provincias, pero como bien viene demostrando el radicalismo, eso no necesariamente alcanza para plantar un proyecto nacional. La tarea no es simple, pero emprenderla le vendría bien a un peronismo cuya relación con lo popular y lo electoral se presenta problemática como pocas veces.