Suede vuelve con Autofiction, su noveno, feroz y desinhibido álbum de estudio. Presentado por ellos mismos como su “disco punk” es, antes que nada, la obra que marca el convencimiento de la banda en su propia trayectoria y destino.
En un puñado de años los Suede habían descendido a los infiernos con el mismo ímpetu vertiginoso que previamente los colocaba en el panteón de las deidades del rock y aun en 19 tapas de revistas antes de su debut discográfico. Como no suele pasar casi nunca con las segundas partes de lo que alguna vez fue muy bueno, el renacimiento de los británicos tras una década de parate en 2010 y casi por casualidad, no termina de ser celebrado por los fanáticos que han hecho de la banda casi un obsesivo objeto de sentido existencial, y por una prensa especializada que siempre depositó en ellos unas expectativas y unas exigencias desmesuradas pero increíblemente colmadas desde la aparición de la trilogía que inscribe un nuevo comienzo: Bloodsports (2013), Night Thoughts (2016) y The Blue Hour (2018).
La Historia de los londinenses liderados por Brett Anderson ha transitado siempre entre umbrales sombríos, ambigüedades incómodas y pasiones desenfrenadas y melodramáticas. Uno de los grandes méritos de Suede es sin dudas haber sabido interpelar a toda una generación de jóvenes que, si bien se había configurado en la represiva Inglaterra neoliberal, nunca se sintió incluida en la interminable fiesta de optimismo post thatcherista.
Ellos siempre estuvieron del lado oscuro. Los estigmas de los primeros rechazos artísticos y la depresión tras la muerte inesperada de su madre o la ruptura sentimental con su primer gran amor, llevarían a que el éxito comercial y la fama apenas fuesen percibidas por un herido y devastado Brett Anderson. “Siempre he creído que las voces de los márgenes —sostiene en su autobiografía— son veraces y que en cuanto a uno lo aceptan plenamente como artista y pasa a formar parte de una élite, de algún modo ha sido castrado”.
Como dedos acariciando llagas ulcerosas, historias de suicidios, abortos, abusos sexuales o adicciones terminales recorren sus letras, entre paisajes de turbios edificios sociales, cielos radioactivos y de los grises pavimentos de North Kensington, Chesterton Road o Ladbroke Grove.
Aunque en la etimología del britpop encontramos la vieja tapa de Select en la que el frontman de la banda aparecía mostrándose con la bandera británica de fondo y un título que exclama Yanks go home!, la fuerza de Suede no radicaba precisamente en la exaltación de la cultura popular anglosajona promovida por los propios servicios secretos laboristas, a través del consumismo de las clases medias o el espíritu cool y hedonista al que se aferraban muchas de las bandas que se supieron posar junto a Tony Blair mientras explotaban en las portadas de las beligerantes NMB y Melody Maker. La eficacia de su creación provenía de una empresa inmensamente creativa, perseverante y redituable destinada a la búsqueda de lo que puede haber de belleza en la desesperación, la locura, el sufrimiento humano o la propia muerte.
Si en la provocadora portada de su homónimo primer disco, Suede (1993), podía verse el beso de dos jóvenes sin géneros definidos para los estereotipos de la cultura de los noventa, en la de su anteúltimo disco, The Blue hour (2018), quizás su obra más deslumbrante, perturbadora y poderosa, puede apreciarse un cielo imponente y azul sobre un terreno baldío donde un niño husmea entre basura y chatarra acumulada en los márgenes de la civilización burguesa.
Ese lugar extremo —quizás el insignificante Lindfield donde Anderson creció despellejando conejos o accediendo a bonos escolares de alimento para llenar su estómago— es sin dudas un espacio de umbral, un agujero del conejo, y la hora azul no es un instante más, es ese momento mágico y liminal que no puede ser definido como día ni tampoco como noche. La hora azul es apenas un pasaje angustiante entre la luz y la oscuridad, entre las flores salvajes del día y las criaturas de la noche, entre la vida y una muerte, siempre al alcance de la mano. El disco, conceptual, lúgubre y angustiante, fluye entre bellísimos arreglos a cargo de la Orquesta Filarmónica de Praga.
Su reciente nuevo álbum, (2022), grabado en los Konk Studios de Londres y con la vuelta de Ed. Butler a la producción, fue presentado en el portal oficial de la banda como un “disco punk”: “No hay silbidos ni campanitas. Solo nosotros cinco en una habitación con todas las fallas y las equivocaciones expuestas; la banda en sí misma expuesta en su desorden primario. Autofiction tiene una frescura natural, es donde queremos estar”.
Brett, vocalista y líder de la banda, advierte de todos modos que Autofiction no puede ser interpretado como un disco punk en tanto intento inútil de reinventar un género que ya ha sucedido en el momento que debía suceder. Lo que sí podemos hallar en la novena obra de los grandes cultores del glam-rock de los 90 es un espíritu roquero puro sin anestesia ni filtros innecesarios, signado por momentos de intensa emotividad y oportunísimas descargas de adrenalina que transforman a Autofiction en una verdadera experiencia física.
En la preciosa e imponente She Still Leads Me On, primer adelanto del disco, Anderson recuerda a su madre fallecida en 1989 “y la ame con un amor tan fuerte como la muerte”. Es una voz conmovida, sincera, visceral: “Cuando pienso en todas las cosas que me dijo, cuando pienso en todos los sentimientos que le oculté… de muchas maneras aún soy un niño esperando pacientemente las 4 de la tarde”. Es una muestra de emoción y fuerza que hace querer escucharla una y mil veces.
Hay también en este trabajo mucha honestidad artística. Los ingredientes esenciales de Suede, que hace unos días se presentó como una nueva banda bajo el seudónimo “Crushed Kid”, fluyen sin inhibiciones a lo largo del recorrido del nuevo trabajo: una épica avasalladora que nos remite a los comienzos de la banda, cierto desorden y salvajismo creativo, broncas expulsadas, sentidas historias personales y poderosos riffs de guitarras sucias que marginan detalles innecesarios y lo transforman en uno de sus discos más ruidosos y acalorados. Personality disorder surge como una obra maestra del mejor rock de guitarras. Aquí también comienza a manifestarse un detalle novedoso que recorre buena parte de las canciones, “un estilo de cantar hablado” que Anderson toma de sus admirados The Fall y Mark E Smith pero también de nuevos artistas como Dry Cleaning, Working Men’s Club y Fontaines DC.
El recorrido continúa con la inesperada y poderosa 15 Again. Sus cuerdas descarnadas no dan respiro y su letra sugiere que “nada es tan malo como el tiempo que matamos sentados en el baño”. Claro que no es una idealización del pasado, sino una mirada retrospectiva de un hombre maduro que contempla el paso del tiempo con algo de nostalgia y mucho de dolor.
La autorreferencial That Boy On The Stage, tercer adelanto del disco, es un diamante de menos de tres minutos en los que una telaraña de guitarras furiosas se teje con arreglos vocales para ironizar sobre la metamorfosis que transforma al hombre, padre de familia, en una indomable estrella de rock.
Desde la primera nota del disco se intuye algo que la sucesión de canciones confirma. Su primera guitarra, Richard Oakes, logra lo que alguna vez pareció imposible: ya nadie parece añorar al talentoso y despechado Bernard Butrler, quien en 1994 abandonaba la banda en medio de la grabación de Dog Man Star (1994). Autofiction es, sin dudas, su disco.
Black ice es otra de las piezas antológicas de los nuevos tiempos. Es además el tema favorito de un Anderson que, teatral y cancherísimo alardea desprejuiciado sobre una tremenda línea de bajo, que “la vida sin peligro no es vida”. Mat Osman es otro animal musical que toca cada vez mejor y, como Oakes, hace valer su impronta. Su instrumento es un arma directa, precisa y sin errores que nos hace dudar sobre el hecho de que el disco haya sido tocado en vivo.
He aquí otro engranaje de esta aceitada maquinaria roquera de Suede. Si el término “post punk” le cabe a algún elemento del producto, sería en el estilo de las bases de bajo y batería. Junto a Black Ice, Shadow Self es quizás la muestra que mejor sintetiza todas las particularidades de Autofiction. En medio de una atmósfera de cuerdas ochentosas y fluidas bases que remiten al primer The Cure o a Siouxsie And The Banshees, toda la oscuridad se desnuda en frases como “no importa lo que piensas cuando no eres una persona” o “no quiero a nadie, bailaré con mi propia sombra”.
Como en los demás álbumes de los londinenses, que en noviembre saldrán de gira junto a sus amigos marxistas de Manic Street Preachers, las baladas no estan ausentes. La melancólica The Only Way I Can Love You o la más sombría y gótica It’s Always The Quiet Ones son aquellas melodías más próximas a la atmósfera de sus discos recientes. Drive Myself Home, en sinfonía con los inolvidables lados B The Living Dead, Another No One o Duchess, se muestra oscura pero igualmente hermosa. What Am I Without You? ha sido señalado por su líder como un homenaje a sus fans.
Párrafo aparte merece el cierre con Turn Off Your Brain and Yell, sus guitarras espesas, su bajo latoso y un estribillo demoledor en el que la voz de Anderson, llamando a revelarse, se aproxima al ochentoso glam metal.
Definitivamente, la experiencia de grabar todos juntos en los Konk Studios, crudamente, con Brett disfrutando y dando el máximo para poder escucharse ante el sonido demoledor de sus compañeros, es posiblemente la fotografía más representativa de una actitud de fidelidad a su propia historia que los londinenses nunca han abandonado.
Autofiction no es entonces una vuelta al glorioso pasado. Basta con haber visto alguna vez en vivo a Suede para entender que tampoco puede ser considerado un disco experimental ni mucho menos un acomodamiento a las nuevas tendencias. El noveno álbum de los hijos de la noche oscura de los noventa es una muestra sólida, salvaje y autoconvencida de quienes se saben una de las bandas de rock contemporáneas más importantes de la historia.