PRIMERA (vuelta) en LA ZAMBA Y LOS DIEGOS (I) LINK
SEGUNDA (vuelta)
similar a la primera; se inicia desde los lugares opuestos.
Los últimos meses las cosas en el país se pusieron difíciles. El fantasma de la desocupación nos sopla la nuca y acá hay que tomar decisiones. Otro viaje a Tucumán se hace cuesta arriba, pero si no lo hago, la tesis quedará trunca.
[Trunca (amputada, cortada, mutilada) como las vírgenes, pero también como la chacarera, que puede ser derecha o trunca (derecha o siniestra). Lo siniestro en la Grecia antigua estaba asociado a lo izquierdo, lo femenino, a la brujería y a lo oculto.]
Tercer viaje (Tucumán) Luna creciente
Este viaje fue el más intenso. El territorio, como nunca, me condujo de una forma arrolladora. Para mí que es porque un poco ya nos conocemos, les gusta mi presencia, y a mí, su compartir generoso. Esta vuelta iba sola y no había auto de alquiler, paradójicamente, esto terminó siendo una bendición, porque recorrí la provincia en colectivo y en “los piratas”. En casi todos esos viajes la gente me charló como nunca, y casi que me hacen creer que tengo un talento especial, algo así como “el don de la escucha en viaje”.
Era feriado y los colectivos pasaban con mucha diferencia horaria. Averigüé para ir a Santa Lucía y todavía faltaban dos horas. El boletero me sugirió ir hasta Acheral y después que vaya “en algo”, “porque está ahí nomás”. Era jugado, ese “en algo” son los piratas, que van de pueblo en pueblo levantando gente, lo que en el conurbano conocemos como los remises truchos. Dudé, pero tomé la sugerencia de Acheral como una invitación, además me sobraba tiempo, y en el peor de los casos, podía llegar caminando por la ruta.
Cuando bajé en aquel pueblito me asombré de tan chiquito que era, y es que Atahualpa se encargó de hacerlo grande. Las calles rápidamente chocan con el cañaveral, eso marca el tamaño del pueblo. Como en toda la provincia, hay vías de tren abandonadas que marcan un pasado lleno de movimiento. Lo recorrí en un rato. Era feriado después de un domingo y de algunas casas salía cantando la noche, por lo que se ve, más de uno siguió de largo. La gente me mira, algunos me saludan, otros no. Hay ermitas de San Expedito, y otras del Gauchito Gil. Charlo en algún negocio perdido, donde me explican donde esperar el pirata, cuanto me tiene que cobrar y algún que otro consejo para sortear las mañas del lugar.
No esperé ni diez minutos que llegó el colectivo que va a Monteros, bajaron unas cuantas personas, algunas se internaron en el pueblo, otras dos se acercaron a donde estaba y me preguntaron si esperaba el auto, respondí que sí, y por un momento tuve una linda sensación de ser la anfitriona de la espera. Ser forastera no es tan fácil, apenas abro la boca cae la pregunta ¿de dónde viene? El acento de una —aislado de su medio— empieza a adquirir peso. Me escucho distinta, amplificada, lunfardeada; las erres y las yes se desbordan, caen al piso, rebotan, me retumban en el pecho. Intento atajarlas, suavizarlas y no puedo, incluso es peor, ¡pero si hablo como Tita Merello!, y sí, acá soy “la porteña”. Ya ni me molesto en aclarar que no soy de capital sino del conurbano, no tiene sentido, para ellos el AMBA es todo lo mismo, y no es por desconocimiento, es otra cosa. Una sabe sobre la representación de Buenos Aires, sobre la gran ciudad, el centralismo porteño, incluso aquello de la “pulcritud” y del “ser alguien”, pero les digo algo, yo también vivo entre los Diegos.
(El asedio se intensifica y finalmente se acepta, bailan apasionadamente)
[Ruta 307. La energía del lugar era fuerte. Este trayecto es la vieja selva de Tucma, y la zona de mayor densidad poblacional de los pueblos Diaguitas, Juries y Lules. También es el pasaje donde se divide el ingreso a los valles calchaquíes y a las yungas (la división entre el noroeste y el litoral). Los restos arqueológicos precolombinos muestran que había un intenso movimiento cultural entre distintas comunidades, y también, la existencia de sacrificios humanos.]
De Acheral a Santa Lucía, éramos cuatro en el Siena blanco contando al conductor. Una mujer y yo subimos atrás, el conductor bajó del auto y abrazó con calidez a un señor mayor, y luego, le abrió la puerta del acompañante para que subiera.
Durante el viaje hablaban de un accidente donde había muerto un hombre. Era un día radiante, y las casitas de los muertos intercaladas con los Gauchito Gil, decoraban la ruta despejada. A los pocos kilómetros, pasamos por el velatorio, hubo que parar. Unos 200 metros de cola para entrar, y quizás también más. La mujer preguntó de quién se trataba, pero como no lo conocía se quedó en el auto conmigo.
—Mucha gente, debe ser alguien importante, le dije a la mujer.
Esta afirmación me hizo sentir estúpida. Ella hizo un gesto restando importancia. La parada fue corta, pudo haber sido peor. Retomamos viaje hasta la entrada de Santa Lucía donde la mujer bajó sobre la ruta. Unas cuadras después, el hombre mayor bajó con dificultad y se fue alejando con paso derrotado. Seguimos hasta la Iglesia. En ese pequeñísimo trayecto en qué quedamos solos con el conductor, me contó que tres días atrás el hombrecito había quedado viudo.
Media Vuelta: 8 pasos, con pañuelo, yendo al centro.
Bajé en la plaza de Santa Lucía y fui directo al pilar de las descabezadas. Esta vuelta era distinta, seguramente me condicionó el velorio, pero notaba cierta atmósfera tenebrosa, y yo que andaba sola con mi sombra. El pilar, que a esta altura se transformó en “la cruz mayor” de la iglesia, según le dice la gente del lugar, ahora estaba repleta de estatuillas rotas.
No había dos ermitas sino tres. La virgen embolsada estaba sin bolsa y partida a la mitad; había tres vírgenes triangulares sin cabeza y un cuerpo de un santo descabezado, un cristo crucificado, una estampa, una virgen de Guadalupe, un San Expedito sin cabeza, y la cabeza del San Expedito. Seguían los restos de vela, pero en menor cantidad. El cristo crucificado estaba roto en varias partes y aún tenía el rosario. Había un plato roto con una imagen de San Cayetano, y tres vírgenes triangulares descabezadas. Otra virgen embolsada, tres estampas grandes, un San Cayetano sin cabeza, una santa rota a la mitad, una virgen chica triangular descabezada y… una boleta electoral abollada que no se llegaba a identificar el nombre del partido político.
Salida del arresto, hacia la derecha, desandando el camino recorrido.
Pasé por enfrente del ingenio y doblé por uno de los laterales, el lado opuesto al paredón del Familiar. De este otro lado, también había un mural, pero en este caso era de Maradona. Se trataba de la mítica imagen de Diego que está corriendo, de espalda, acomodando la pelota con el muslo derecho y los pies despegados del piso —literalmente en el aire—, una mano por delante y otra por detrás. El mural estaba prolijo, bien hecho, salvo por un detalle, la mano de atrás (¿la de Dios?) era una garra.
Junio
En el pueblo hay unas casitas típicas del lugar que, según dicen, nacieron junto al ingenio. La gente ubica la mesa y las sillas en la entrada de la casa, prácticamente en la vereda, entonces se come y se pasa el tiempo en ese lugar difuso, que es al mismo tiempo adentro y afuera. Me acerqué a un hombre muy mayor que estaba tomando mate con su hijo, les pregunté si el ingenio estaba cerrado y nos pusimos a hablar. El hombrecito supo trabajar ahí antes de que lo cerraran, y me contó que ahora solo funciona una pequeñísima parte que fabrica caramelos. Me invitaron a desayunar mate dulce y rosquete, que es un pan de anís glaseado con azúcar, en Tucumán casi todo es dulce.
El hijo me presentó a su hermano y su cuñada que andaban de paseo, ambos tucumanos pero que ahora viven en el conurbano. Él se fue a Buenos Aires cuando era todavía un adolescente, y es que para los años 70 ya no había nada de trabajo. Me contó que al principio vivió en lo de una tía, y que le costó mucho adaptarse pero que estaba contento porque pudo formarse y “ser alguien”.
Hablamos un rato largo de la desocupación, y finalmente salió el tema tabú, que esta gente vivió en primera persona: “el Operativo Independencia”. Un vecino que pasaba se acercó a curiosear, e interesado en el tema se quedó conversando. Algunos estábamos sentados, otros parados, el vecino quedó sobre la bicicleta apoyada en el cordón, y todos formábamos un círculo. Comenzó un diálogo entre ellos, y desde lo corporal comenzaron a cerrar el círculo dejándome un poco por fuera. Sentí que esa historia era muy íntima, y que el lugar que, con generosidad me ofrecían, era el de observadora. Acepté respetuosamente sin intervenir en la conversación.
—Acá donde ve, se cansaron de matar gente, dijo el vecino. Todos asintieron.
Recordaban y (se) contaban como era el dispositivo militar. Atrás de la escuela bajaban los helicópteros que traían y llevaban gente, y también que el ingenio era el campo de concentración. Contaban de los ruidos, los gritos, y el sufrimiento del pueblo. También de que entraban a las casas a cualquier hora de la madrugada, pateaban las puertas, golpeaban a la gente y les revolvían la casa. Es inimaginable todo ese escenario en un pueblito que, en ese entonces, tenía menos de 3000 habitantes.
—Acá a todas las familias les llevaron a alguno, estuvieran o no metidos en la guerrilla, aunque claro, los que estaban metidos no volvían.
Con esta afirmación se pusieron a discutir sobre sí todos los que no volvían, efectivamente eran parte de la lucha armada, o no.
—Es que yo le voy a explicar, nosotros estuvimos muy mal con los militares, pero con la guerrilla también, porque antes de los militares ellos eran los dueños del pueblo, y pasaban por las casas armados hasta los dientes y nos decían: “¿señora quiere comprar una revista? Mientras dos o tres de atrás te miraban, entonces claro, ¿la gente que iba a hacer? en las casas estaba llena de esas revistas… ahí, cuando llegaron los milicos todos quedaron pegados… vos no te acordás porque eras más chico pero la mamá quemaba todas esas revistas, por miedo”.
—Tiene alguno acá que apoya a la guerrilla.
—Sí, pero es gente ignorante, acá hay mucha gente ignorante, no son malos, no saben.
Vuelven a discutir.
Mientras escuchaba, me debatía internamente con eso que pasaba, pensaba en cómo contar esa escena sin caer en la “teoría de los dos demonios”. Después me di cuenta, que eso que expresaban era otra cosa, no había una intención de juzgar responsabilidades; lo que ahí se ponía sobre la mesa era simplemente que ambos eran ajenos a ese pueblo, aun cuando los dos sectores estaban integrados por gente del lugar, actuaban de forma externa o ajena, a lo que ellos consideraban como pueblo.
El vecino se despide y yo recupero la palabra preguntando por el olor fuerte y raro que se siente, me miran sin responder, interviene la cuñada: “yo sé de lo que habla, ni bien llegamos también lo sentí, es el caramelo, ellos no lo huelen”.
Se hizo el mediodía y me invitaron a almorzar unas empanadas, pero me pareció un exceso de confianza y también estaba bastante abrumada con la historia del lugar, y tenía que volver a mi tema: los trabajadores, la estructura agraria. Pasar de ese encuentro a las entrevistas era un salto cuántico.
Arrestos: 8 pasos, con pañuelo.
Paré a almorzar en un bar de camioneros, un hombre y yo éramos los únicos comensales. El dueño del lugar me ofreció el menú del día, sopa y jigote, o lasaña catamarqueña, de que se llamaba así me enteré después.
Di otra vuelta por el pueblo, y esta vez lo recorrí de punta a punta. Casitas, gallinas, arroyos, y doñas barriendo con las pichanas. Un paisaje profundamente latinoamericano. Llegué agotada a la plaza y me senté en un banco. El día estaba fresquito pero soleado, y me empezó a acunar el murmullo de los chicos jugando. Un par de perros se me acercaron y se echaron a cada lado; con ojos de sol entrecerrados, acomodando la cabeza entre las patas delanteras, se dispusieron a custodiar mi siesta.
Me desperté cerca de la hora de la entrevista y empecé a ir despacito para el sindicato. Todavía medio somnolienta, me fue despabilando el movimiento del pueblo que comenzaba a ocupar la calle. La plaza se había cubierto de mesas, canastas y ventas de cosas dulces. Compré unas cositas para el mate y charlé con unas doñas.
Cuando llegué a la altura de la iglesia, desde la esquina de enfrente, vi a un hombre en el pilar de las vírgenes descabezadas. Me pareció que estaba rezando disimuladamente, sin juntar las manos pero moviendo los labios. No había ninguna explicación para que estuviera ahí sino era por el pilar y las vírgenes. Me fui acercando, tratando de frenar el galope que me imponía la curiosidad. Tengo la sensación de haber llegado sin siquiera caminar. No sé si lo saludé, creo que solo hice una pregunta:
—¿Sabe porque las vírgenes no tienen cabeza?
Sin mirarme, me respondió:
—Eso lo hacen los changos para jorobar, de maldad.
Sé que me está evitando, me quedo callada y vuelvo a preguntar.
—¿Y entonces, porque hay vela?
Me miró a los ojos, hizo un silencio profundo, y respondió:
—Sí, y también hay candelabros.
En ninguno de los dos viajes anteriores, ni tampoco en este, en el que estuve muchas horas en el pueblo, me había dado cuenta de que el pilar tenía candelabros. Tuve la sensación de que estaba vivo y que de golpe le habían crecido los candelabros como brazos. Me sentí terriblemente acechada. Era un gran momento de apertura para preguntar, pero me dominó el miedo, eso era brujería y me estaba metiendo donde no debía, pensé. Casi disculpándome, dije que yo no era de ahí, que solo preguntaba de curiosa, le agradecí y me fui.
Pasitos cortos, dándose el frente y a corta distancia entre sí, cumplimentando con el pañuelo.
Caminé (o tal vez corrí) hasta el sindicato que, emplazado en el edificio del terror, de pronto era un refugio. Allí estábamos, los trabajadores y trabajadoras, perfectamente vestidos y peinados, luminosos; y yo, que hacía un rato nomás andaba andrajosa mendigando un cacho de lo sagrado, ahora me ocultaba bajo los ropajes de la ciencia.
Compartimos un bizcochuelo y una Mirinda de manzana, el azúcar es cicatrizante. Durante más de dos horas me hablaron de sus trabajos, esta vez sobrevolaron las “golondrinas”, el eufemismo de llamar con el nombre de un pájaro a un trabajo casi esclavo. Una vez más me conmovió esa postura firme y noble, esa tuc-umanidad guerrera.
Cuando terminamos el encuentro ya era de noche, salí del sindicato y me fui caminando a la parada del colectivo, faltaba una hora para que pase el último a San Miguel. Caminé más de una cuadra y cuando me di vuelta, el ingenio no estaba más, se lo había tragado la noche.
Salida del arresto, hacia la derecha, desandando el camino recorrido.
De Santa Lucía a San Miguel. Tomamos la ruta, nos quedaba por delante más de una hora de viaje. Ya no había velorio, ni gauchitos, ni casitas de los muertos, todo era noche. Al lado mío se sentó una mujer que no la había visto en la parada, era de Famaillá y fue a Santa Lucía a visitar al padre. Me dijo que tuvimos suerte de tomar el último colectivo porque, “a esta hora no se puede caminar por la ruta, porque te sigue la sombra”.
—En la ruta hay cosas raras, una vuelta mi hermano venía con la cosechadora y vio a una pareja que le hizo señas… ¿y ha visto que tiene ese lugarcito atrás que puede llevar?, y bueno, los subió. No le hablaron en todo el viaje, solo le habían dicho donde bajaban. Cuando llegaron al lugar, él frenó para que bajen, y ¿sabe qué? No había nadie. Él quedó muy mal, pero bueno, esas son las almas de los accidentados.
Esta historia era la frutilla del postre para mi día tenebroso, sin embargo, a esta altura ya estaba jugada y entonces redoblé la apuesta:
—¿Sabe usted que son esas vírgenes sin cabeza que están en el pilar de la Iglesia?
—En la cruz mayor
—Sí, esas
—No sabía que estaban sin cabeza (silencio). Que mal anda este país, y ahora con este hombre, que quién sabe, nos meta en una guerra.
La mujer bajó en Famaillá no sin antes darme un beso y un abrazo.
Media Vuelta Final: 7 pasos, con pañuelo, cambiando lugares, yendo al centro.
Al día siguiente anduve por Alberdi, Aguilares y San Miguel, lo dediqué entero a las entrevistas. Ya bien tarde terminé mi trabajo de campo (el del año y el de la tesis). Contenta con lo conseguido me tiré a dormir un par de horas porque a las tres de la mañana salía el micro a Catamarca y empezaban mis tan esperadas vacaciones.
Catamarca
Con dos horas de demora, varados en la ruta por la policía caminera, llegamos a la terminal de San Fernando cerca de las 10 de la mañana. Tomé un uber que me llevó al aeropuerto Felipe Varela donde me encontré con el grupo. No conocía a nadie. Me puse a hablar con la gente y cuando estuvimos todos, subimos a la combi y emprendimos el viaje. Hicimos una parada técnica en un puesto de nueces y aceite de oliva, la calidad y el precio no tenían sentido, el olor de todas esas cositas era envolvente, sin embargo, no compre nada, estaba muy cansada.
Llevábamos unos 60 kilómetros de ruta cuando de pronto chocamos contra un auto. Fue un accidente bastante fiero, una mujer y ésta que canta, fuimos las más afectadas. Me golpeé la cabeza dos veces, quedé sorda y mareada, en cuanto tuve un mínimo de lucidez pensé en los nombres y los números de documentos de mis hijos; recordaba los dos, iba a sobrevivir.
No pude evitar asociar el accidente con andar hurgando donde nadie me llama. Cuando viajas de un lugar a otro, y empiezan a pasar los días, corres el riesgo de perderle el respeto al territorio que transitas. Así nos recibió Catamarca, y así llegamos, humildes y agradecidas de seguir andando, en alma y cuerpo, por estas tierras.
Inti Raymi (fiesta de San Juan)
Pueblo de Londres. Llegamos a destino, descansamos y la cosa relajó. Al día siguiente era el Inti Raymi, la celebración del solsticio de invierno. Cuando el sol se va y llega la noche más larga, la comunidad abraza su orfandad reunida en el fuego. Luz, calor, comunidad y cantar para que vuelva el Tata Inti.
La ceremonia podría ser una crónica aparte, comenzando por el propio lugar de la celebración: “el Shincal”, que se trata de un sitio arqueológico con restos de construcciones incaicas. Dirigida por tres hombres, dos de la comunidad Q´ero (Perú) y uno de Quilmes (Buenos Aires), la ceremonia giró en torno a ellos y una Cacique diaguita muy joven que no pasaba los veintitantos años. Los q´eros contaron que los dioses, agobiados por el turismo, abandonaron el Machu Picchu y se fueron al territorio más austral del imperio Inca, y por esto había que proteger este lugar sagrado. La escena era rara, porque el público estaba prácticamente compuesto por turistas. El espacio era muy poderoso pero estaba sitiado por una serie de marcas, cintas y vidrios que custodiaban, lo que podría ser alterado por la intervención humana. El dispositivo científico sólo permite mirar a modo de cuadro, y así “imaginar” cómo otros vivían. Entonces, se transita mirando, sin traspasar la línea que divide los dos mundos, el occidental antropológico, del inca-diaguita (objeto de estudio). El ritual, en cambio, exige necesariamente poner el cuerpo, realizar la experiencia, acercarnos e involucrarnos. ¿Se puede tomar contacto con lo sagrado sin la participación del cuerpo?
Mientras tanto, en el pueblo pasaba otra película, la gente festejaba San Juan con unas fogatas inmensas. La cosa era simple y maravillosa, alimentar y mirar el fuego. Un hombre joven que se instaló allí hace unos años, me decía con desazón, que no entendía porque le dicen San Juan, si claramente lo que hacen es Inti Raymi. A diferencia del fuego cuidado del Shincal, acá había desborde, casi una incitación al incendio, sobre todo si tenemos en cuenta que unos de los invitados principales era el mismísimo zonda.
A los pocos días, el pueblo cerró el festejo al cumplirse el aniversario de su fundación, al parecer es el segundo pueblo más antiguo después de Santiago del Estero “Madre de Ciudades”. Hubo un gran desfile, primero de las escuelas y después las agrupaciones a caballo: El Orejano, San Juan Bautista, Cristo Pobre y Atahualpa eran algunas, que integradas por hombres, mujeres y niños, reivindicaban la figura del “gaucho”.
El Inti Raymi (o la fiesta de San Juan) trae los primeros rayos de este nuevo ciclo que ilumina la existencia. La vuelta del Tata Inti es pedagógica, ahora sabemos de noches largas, de fuego y comunidad, de resurrección, de vivir en el desierto, de enfrentar peligros, de mudanzas divinas, de gauchos y montoneras.
Inicio de la cosecha
Fue un tiempo rápido pero profundo, anduvimos en las casas de las hilanderas y tejedoras, los chicos nos contaban sus historias familiares. Lanas y cajas chayeras, ajadas del uso, decoraban sin intención los patios de las casas. Catamarca tiene el plus de no ser un centro turístico y eso lo transforma en un lugar muy auténtico; de forma recíproca, sabiéndonos forasteros, intentábamos no actuar como turistas.
El viaje me fue despejando, pero cada tanto me venía una sensación rara, estaba arrepentida de no haber seguido preguntando al hombre del pilar por las vírgenes descabezadas, había perdido una gran oportunidad. Así anduve entonces… medio frustrada. Tres años pensando en esas vírgenes sin cabeza, pa´ llegar a ningún lado. Al mismo tiempo, por primera vez tomaba conciencia que esto de afuera me iluminaba adentro. Es verdad que quedé paralizada, que tuve mucho miedo, y que a esta altura me sentía engualichada, sin embargo, también iba descubriendo un impulso interno, una curiosidad que arde.
Los días fueron extrañamente cálidos para la época, todo fue muy acogedor y amoroso, solo cada tanto el zonda me venía a pinchar. Primero me despertó en la noche, y después dio un portazo que si no lo frenaba una silla me hubiera empujado fuerte. Así anduvimos peleando todas las vacaciones. Viento y fuego, monte; viento y fuego, y así.
Aquí, en el último paso, el pañuelo se lleva al hombro izquierdo del compañero coronándolo.
Una tarde recorriendo la ciudad de Belén entramos en una casa que vendía cosas típicas del lugar. Me puse a mirar los ponchos, buscaba uno de llama porque en la ceremonia habían invocado mucho a este animalito por sus atributos protectores. No estaría mal envolverse en una llama durante los próximos años para capear el temporal. El diálogo interno se cortó cuando subí la mirada y vi algo que me dejó totalmente perpleja,
¡Era una virgen triangular sin cabeza sobre una pared!
Estaba a una altura considerada, a plena luz del día y ante la vista de todos. No lo podía creer. Le pregunté al hombre del negocio que era eso, y si estaba a la venta. Me miró medio cruzado, como si no entendiera mi pregunta, y estuviera obligado a responder una obviedad.
—No, no está a la venta, es el manto de la virgen —me respondió de forma seca.
—¿Y por qué ponen el manto solo, sin la virgen?
—Porque el manto es lo que protege.
El hombre siguió cobrando y no me habló más. Cuando salgo del negocio veo que el manto está en otros lugares, en otros negocios.
De pronto todo se dio vuelta, el mundo de abajo era ahora mundo de arriba. ¿Será entonces que la virgen sin cabeza no está descabezada, y mucho menos decapitada, sino que es un manto? y en ese mismo momento vi en el manto un cerro, y en el cerro vi un poncho. Ya no era una virgen sin cabeza sino un cerro-poncho que protege.
¿Por dónde andará la virgen desnuda?, ¿en el cerro? Y entonces, ¿Qué es un poncho?
Durante el viaje Don Atahualpa se presentó varias veces, en los monumentos, en la luna de Acheral, en el desfile y en sus propias canciones. En uno de esos días del viaje hice intercambio de libros con el Dani Tejeda, le sugiero a Kusch (que siempre viene conmigo) y él me pasa “Aires Indios” del querido Yupanqui, y para mí que Don Ata es como los celulares que nos andan escuchando, porque allí encontré esta posible respuesta:
Cuando el hombre que anda por los cerros siente el cansancio de la marcha, se tiende sobre el apero y se cubre con su poncho, que es como cubrirse con los misterios y sentires de la tierra.
Y el poncho lo envuelve en su atmósfera aisladora. De la prenda hacia afuera, el mundo infinito y complejo; y poncho adentro, el universo, animando los sentimientos del hombre.
Los ocasos andinos tejen una trampa pictórica. La mujer tejedora va uniendo los hilos y concibiendo los colores, fijando en su labor los ocasos y las auroras de su comarca.
En el poncho no están solamente el hilo y la hilandera. Está la tierra callada y grávida, el canto de las calandrias y la soledad del cardón; están los sueños y las rebeldías del hijo de la tierra; está el adiós del que nunca volvió; está la vidala otoñal, quejándose con aire de leyenda, y está el amor, hecho ternura y hermandad, en un sereno esperar.
Y el hombre se lleva luego ese poncho, y lo cuida y lo ama. Y lo descuida y lo mancha también; porque pierde a veces la conciencia de lo que vale esa prenda; pues, más que mera prenda, es un símbolo: es la herencia de todas las fuerzas intraducibles que condicionan un alma y una existencia con sentido y destino americano.
Dormir con el solo abrigo del poncho significa preparar el alma para el sueño alto, a costa de una holgura física, de un confort a veces necesario. Es el precio del sueño. Es la hondura de un primitivismo que alimenta lo étnico del individuo; es una manera de rezar, de hacer que aflore a la conciencia tanto sueño callado, tanta meditación olvidada, tanta idea degollada en el laberinto de la vida moderna.
El hombre que se tiende sobre la tierra con la sola compañía de su poncho, se tiende sobre muchos recuerdos de la infancia, sobre las últimas consejas de la madre, sobre el adiós del Tata que se marchó por caminos definitivos; se tiende sobre la promesa de la primera novia en la montaña y sobre los dolores de la raza y las esperanzas del pueblo.
Atahualpa Yupanqui, en Aires indios (1943)
Hallazgos (y presagios)
[el silencio no es una no-respuesta, el silencio es una respuesta que te lleva por el cerro, y cuando irrumpe provoca la sensación de estar frente a un abismo. Cuando llegamos al silencio sabemos que estamos frente al vacío, la inmensidad. Una vez allí (en la pregunta del Operativo Independencia, el olor, las vírgenes, el accidente) hay que aceptar con humildad el lugar otorgado, y escuchar los ecos del abismo].
¿Cómo recuerda y cómo reflexiona el pueblo sobre su propia existencia?
¿Qué es “parar a reflexionar”? ¿El psicoanálisis?
¿Quién no les “permite” parar? ¿El Capital?
¿No será que el pueblo recuerda a través de los hombrecitos?
[Pensado en clave de “tiempo/edad” (occidental) el hombrecito podría ser un chico de 13 o 14 años, pero si se lo mira desde el “cuerpo” un hombrecito puede ser aquel que, al igual que las pasas, ha traspasado lo maduro, completando todos los ciclos. El que se hizo chiquito de haberlo visto/vivido todo, el que sabe toda la historia, el que está pasado de historia.]
[Pensarnos como pueblo (asumir la contradicción) en términos de naranjas y familiares, en forjas y changuitos, en indios y porteños, en Diegos y en ingleses.]
¿Cómo resisten los pueblos?
¿Cómo el q´ero que sigue a los dioses que huyen de los turistas?
¿Cómo San Juan, el bautista, en el desierto catamarqueño?
¿Cómo el gaucho?
¿Cómo las coplas quichuas que aún conservan el acento kakan?
[En occidente, donde todo es luz entre nosotros, al igual que Ícaro, corremos el riesgo de perder las alas al intentar acercarnos demasiado al sol. La pedagogía del Tata Inti, en cambio, hace un movimiento inverso, se aleja y desaparece, y con él nos enfrentamos a la soledad, el frio y la orfandad. Quizás sea ésta otra forma de pensar, como dice Kusch (1966), como piensa el indio, como es natural, que la vida es algo luminoso, asediado por las penumbras .]
¿Dónde queda la virgen desnuda? ¿en el cerro? ¿entre los paréntesis de la fenomenología?
¿se transforma en poncho?
¿Cuántas veces cuidamos y descuidamos el poncho?
Y el poncho, que a veces se mancha, ¿no será como la pelota que preserva algo de lo inmanchable?
¿No son acaso un poncho esos murales de Maradona con los que el pueblo se viste?
¿No es Maradona, el Dios más vivo que jamás hayamos visto?
¿No será el Diego nuestro Tunupa, que con toda la plasticidad del mito, va cambiando de caras (siempre las del pueblo), y no solo lo engalardona con sus glorias y triunfos, sino que también es capaz de robarle la garra al Familiar, y con ella hacerle un gol a los ingleses, y así reestablecer el orden del mundo?
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