¿Peronista? No. Tampoco antiperonista. ¿Se puede ser argentino y hablar del peronismo desapasionadamente? Quiero decir, ¿desbanderado? Ni acá ni allá. Aunque quisiera aclararte algo, si me dejaran en mitad de la calle y tuviera que subirme a una vereda, tengo muy en claro de qué lado me voy a poner. Más por mis viejos que por mí. Es que antes era así. Ahora los pibes piensan más por sí solos. Tienen independencia de criterios. Antes uno era lo que era por sus viejos. Hasta para llevarles la contra. ¿O me vas a decir que no conocés casos de hinchas de River con padres de Boca? Mi viejo era militar. Militar de los buenos, quiero decir, de los democráticos. Cuando lo voltean a Perón en el 55 fusilan a muchos de sus compañeros leales al General, pero mi viejo zafa. ¿Sabés por qué? Porque mi mamá era prima hermana de la mujer de Aramburu. Mis viejos no tenían ningún tipo de relación con ellos pero, por las dudas, como los milicos sabían que eran parientes, zafamos. Mi viejo se mantuvo fiel a Perón y a la Constitución hasta las últimas consecuencias, así que obviamente le dieron de baja del ejército y lo metieron en cana. Le dolió más la baja que ir en cana. Es que él era militar de alma. Maldigo el día en que el ejército tomó el rumbo equivocado. Quedamos literalmente en la calle, pues nosotros vivíamos en la provincia de San Luís en unos monoblocks militares. Viajamos con mi mamá y mi hermano a Buenos Aires. Fuimos a parar a un pequeño departamento de mis abuelos paternos en Santa Fe 1615, a una cuadra de donde vivía Aramburu, en Santa Fe y Montevideo. Para que te des una idea de la relación de familia, mi vieja fue a ver a su prima hermana para que le consiguiera, al menos, un puesto de maestra. Estaba desesperada mi vieja, no teníamos un peso. Su prima, la esposa del dictador, no se conformó con decirle que no pensaba ayudarla, además le deseó una pronta muerte violenta y unas cuantas barbaridades que mi vieja se negó a contarme para preservar nuestras memorias infantiles de tanto odio. ¿Sabés quién nos salvó de la miseria espantosa? Una mujer que había sido niñera de mi mamá. Es que mi vieja se crió en la aristocracia de Santiago del Estero, después su familia perdió todo, pero cuando era chica vivía entre sirvientes y criados que la tenían a cuerpo de reina. Una mañana deambulando desesperada por las callecitas de Buenos Aires una mujer la abraza por detrás: “Niña Mabel, niña Mabel”. Aquella mujer que había sido su sirvienta se había casado con un comerciante que había echado buenas, nos prestaron dinero y una casa en Vicente López en la que vivimos por diez años. Es así, quien fue humilde mantiene el corazón humilde y solidario a flor de piel. Cuando quince años después anuncian por la tele que habían matado a Aramburu, estábamos almorzando en familia. Mi viejo, sentado en la cabecera, cerró los ojos, se enjugó disimuladamente unas lágrimas y se persignó. Nunca supe qué sintió en ese momento. Cuál fue su pensamiento. Pero aquel silencio cerró una etapa que empezó con dolor y terminó de la misma forma. Es que, como te decía, mi viejo amaba el ejército pero no entendía por qué mierda el ejército amparaba asesinos, por qué el ejército se ponía en contra de los más humildes y al servicio de la aristocracia rancia y cipaya. Por qué cuernos, si existió San Martín, también tuvieron que existir Mitre, Uriburu y todos los delincuentes comunes de la Libertadora. Te cuento algo insignificante. O no. Vos dirás. Durante la resistencia peronista mis viejos se la pasaban yendo a reuniones secretas. Eran como las de la Jabonería de Vieytes esas reuniones. Jamás nos contaban adónde iban. Con mi hermano éramos chicos todavía y no querían involucrarnos. Una noche me levanto de madrugada, voy hasta la cocina a servirme un vaso de agua y lo veo a mi viejo llorando como un pibe abrazado a mi vieja. Cuando pregunté qué estaba pasando, se las ingeniaron para irse por la tangente, pero al menos me explicaron que nada malo había pasado, que esas lágrimas eran de felicidad. Muchísimos años después, atando cabos y fechas sueltas, leyendo el libro de Tarruela Historias secretas del peronismo, supe que mi viejo estaba festejando (perdón, no sé si cabe el término “festejar”) que la embrionaria juventud peronista acababa de robar el sable corvo del General San Martín con el objetivo de llevárselo al General Perón a su exilio para que, cuando pudiera regresar a la Argentina, lo hiciera enarbolando ese símbolo de la soberanía nacional y la independencia económica. Esos nenes tenían tres objetivos simbólicos para remover el avispero: uno, recuperar para la causa sanmartiniana y peronista el sable corvo del Libertador. Dos, recuperar una bandera que como trofeo de guerra de la Vuelta de Obligado estaba en posesión de los franceses nada más ni nada menos que en París, en el Palacio Nacional de los Inválidos, junto a la tumba de Napoleón. Esta etapa del plan, demasiado alocada a simple vista, nunca fue realizada. Y tres, plantar la bandera Argentina en las Islas Malvinas. Algo que concretó algunos años después, en 1966, Dardo Cabo y su Operativo Cóndor.
Uy, te estoy hablando más de mi viejo que de Perón. Disculpá. Una ecuación de psicología berreta sacaría de esto elementales conclusiones. Es que toda la vida de mi viejo está asociada a la de Perón. Toda. No te estoy exagerando. Hablarte de mi viejo es hablarte de Perón ¿entendés? Te cuento otra. No recuerdo en qué año yo estaba haciendo la secundaria en una escuela pública. Ah, sí, durante el gobierno de Illia. La materia se llamaba Educación democrática y la lección a estudiar “Primera tiranía de Rosas, segunda de Perón”. Tengo tanta mala leche que la profesora me llama al frente para dar la lección. Yo había leído, junto con mi viejo, todas las mentiras que decía aquel manual de morondanga porque necesitaba aquella nota para aprobar la materia. Así que paso al frente y doy la lección tal cual figuraba en aquel manual habilitado por los radicales. Digo todo lo que la profesora quería escuchar, pero antes de sentarme le aclaro, para salvar mi honra y dignidad (y la de mi papá que me había aleccionado), que no estaba de acuerdo en nada de lo que le acababa de decir, que esas eran todas patrañas inventadas por los ganadores circunstanciales y los bastardos genuflexos, que ya la historia se encargaría de reivindicar a quienes estuvieron con la gente, respetando la Constitución, y castigar a quienes se aliaron con los fusiladores y violaban la Carta Magna. Y ya desbocado agregué que todos aquellos partidos políticos que habían conformado la Junta Consultiva Nacional, bajo la tutoría del asesino mayor que era Isaac Rojas, eran cómplices de los asesinatos de compatriotas en junio del 55. Por supuesto que me comí no sé cuántas amonestaciones y me llevé la materia a marzo pero el abrazo orgulloso de mi viejo cuando volví a casa y le conté todo aún perdura en mi registro emocional. Y sí, ya sé, no me digás, parezco Menotti hablando de Olguín pero… ¿entendés o no entendés vos que al hablarte de mi viejo te estoy hablando de Perón? Cuando después de muchísimos años, ya grande, lo vuelven a retiro y le restituyen el grado de teniente coronel, lo primero que hizo mi papá fue irse a comprar el uniforme y ponérselo para ir a trabajar. Lo estaba haciendo en el Ministerio del Interior, que por ese entonces funcionaba dentro de la Casa Rosada. Perón era nuevamente presidente y te estoy salteando unos cuantos años en el relato para que veas que tanto mi viejo como yo estuvimos personalmente con Perón que es, al fin y al cabo, lo único que te interesa, parece. Una tarde de finales del 73, Perón hace reunir a todos los empleados para un saludo protocolar. Yo, para esa época, ya había entrado como laboratorista en el departamento de fotografía de la Casa Rosada así que estaba autorizado para acceder hasta el lugar del encuentro. Sabiendo esto, mi viejo me pidió que por favor le sacara una foto en el momento exacto en que Perón le diera la mano. Había no sé cuántos empleados, todos firmes, ordenaditos prolijamente en fila, uno al lado del otro. Perón los saludaba con un apretón de manos y seguía de largo, no tardaba más de dos segundos con cada uno. Yo estaba paradito a unos metros, con mi primera cámara profesional, listo para disparar en esos dos segundos que le tocaran a mi papá. Por fin llega Perón hasta mi viejo. Te juro que tuve que apretarme el pecho para que no saltara. Es que solamente mi vieja, mi hermano y yo sabíamos la emoción que mi viejo, ya entrado en años, con el uniforme recién estrenado, iba a sentir al estrechar las manos del hombre que fue, desde siempre, la razón de su vida. Cómo mierda querés que no llore con el recuerdo. Ni Perón ni mi viejo vivieron mucho más después de aquel encuentro. Se estrechan las manos. Saco una foto, otra y otra y a la quinta o sexta foto me doy cuenta de que el tiempo transcurrido ya superaba ampliamente al de sus compañeros. Entonces retiro mis ojos de la lente, alzo la cabeza y veo que Perón sigue ahí con sus manos entrelazadas a las de papá, mirándolo a los ojos y a punto de entablar un pequeño diálogo, algo que según protocolo y ceremonial no podía hacerse. Perón se le queda mirando como si lo reconociera de algún lado. Tal vez, pensó mi viejo, de haber visto el legajo de los que le permanecieron leales en el 55. “Mi General, usted no se va a acordar de mí pero…”. “Cómo no me voy a acordar del cadete de la calle Quesada”. Para que entiendas, esto que te estoy contando fue en el año 73. Por los años 20, o sea, cincuenta y tres años atrás, Perón, siendo apenas subteniente, alquilaba una habitación en un departamento de la calle Quesada en el barrio de Núñez. Ese departamento era de mis abuelos, es decir que mi viejo, cadete por entonces, y Perón habían convivido bajo el mismo techo. ¿Podés creer la memoria prodigiosa de ese hombre? Te estoy contando la foto tal cual la saqué. Sabrás disculpar que no te la ofrezca para publicar en tu libro, es que la estoy reservando para el que yo estoy escribiendo sobre el mismo tema.
Hay salpicaduras, manchas, algunas imágenes veladas y otras frescas, tanto en la memoria como en el papel. Mirá vos lo que es el pensamiento humano y las vueltas de la vida, yo trabajé durante casi veinte años en el departamento de fotografía de Casa de Gobierno, pasé por muchos gobiernos, democráticos y militares, pero cuando vos me pedís que te muestre las fotos más representativas de Perón, me surgen más nítidas las imágenes de mi cabeza que las de este álbum que ves aquí. Yo te puedo mostrar todas las fotos que vos quieras pero me parece, humildemente, que vas a terminar prefiriendo la historia que rodea a cada foto más que a la foto misma. Con Perón como presidente yo era laboratorista, no iba a los actos a sacar fotos, ahí iban mis jefes. Como fotógrafo empecé a laburar con Videla y me jubilé en el gobierno de Menem. Cuando Perón hablaba desde el balcón nosotros veíamos los discursos desde una ventanita que teníamos en el laboratorio. Era una especie de altillo. Había que subirse por una escalerita de madera para acceder hasta la ventanita que medía cuarenta por cincuenta centímetros y que estaba como a dos metros del suelo. Abrías el postigo y te asomabas. Pero solamente uno por vez. Nos peleábamos para asomarnos. Desde ahí se veía la Plaza de Mayo, la multitud, la baranda del balcón y apenas las manos de Perón cuando gesticulaba mucho y pasaba los brazos por encima del micrófono. Es que por seguridad lo ponían un metro por detrás de la baranda.
Mi mejor anécdota con Perón me tuvo prácticamente como actor secundario. No será gran cosa para vos pero es un recuerdo muy grato para mí. No llega a película, apenas un cortometraje. ¿Te lo puedo relatar a mi manera? Yo también tengo alma de escritor. Algunos de nosotros contamos historias. Sobre todo los que nos consideramos reporteros. No es lo mismo. Un fotógrafo es el que te arma la mise en scène, te dice “vos parate acá, pone la manito ahí, sonreí mirando para allá”, en cambio el reportero es el que roba un momento de la realidad que te cuenta algo, es un cazador el reportero. Así que podría decirte sin temor a equivocarme que mi encuentro con Perón fue un momento “robado” gracias a mi alma de reportero. Te lo voy a contar como se lo conté tantas veces a mis amigos. Como si fuera una película. Mi película con Perón basada en hechos reales. La primera secuencia en el despacho presidencial la pergeñé en base a data cierta y harto probable. Si no ocurrió de esta manera, le pasa raspando. El resto, te lo está contando su reportero así que confiá en que ocurrió tal cual te lo muestran mis palabras. Empiezo: La luz del sol que declina nos sugiere atardecer. Muchos empleados vuelven a sus casas. Los pasillos de la Casa de Gobierno se ven raleados. Hora del café en muchas oficinas y de los informativos en la televisión. Las palomas de la plaza suelen treparse a las antenas entorpeciendo la señal del aparato receptor. Imagino a Perón entre el papelerío de su gestión pispeando las noticias que empiezan a desdibujarse. Sus alcahuetes de turno volcados sobre el aparato, intentando recuperar la imagen. Un teléfono que suena, una puerta que se golpea, un segundo de distracción. Perón que decide tomarse cinco minutos y se escapa de la vista de su comitiva de seguridad por una puerta lateral. Empieza a recorrer pasillos vacíos. Está vestido con un elegante traje de hilo blanco. Es una persona muy alta. Avanza inclinado. Se le notan los años. Su figura se dibuja y desdibuja a medida que lo iluminan las luces de las oficinas aún en actividad. Justo al doblar un recodo una puerta se abre. El hombre retrocede unos pasos y se esconde detrás de una columna espiando al que va a salir por esa puerta. De esa oficina sale un muchacho joven con un morral y unas cajas con rollos de películas fotográficas. El muchacho, ajeno al que lo mira, sale, por obra del destino, en dirección a la persona mayor escondida. ¿Tenés la imagen en tu cabeza? Si te da, tratá de imaginarlo como una secuencia única. ¿Vos viste El arca rusa? Bueno, así. Muy bien. Sigo entonces. Perón, para no ser descubierto, gira sobre sus pasos y se marcha. Al muchacho le llama la atención la actitud escurridiza de ese hombre al que no llega a verle la cara y se lanza a caminar detrás de él. En pocos metros está a punto de alcanzarlo. En ese momento la persona mayor, al no poder escapar de la juventud que lo persigue, se detiene y me mira. Sí, me mira. Perón me mira con una sonrisa franca, pícara y tierna. Era Perón pero no parecía el Presidente de la República. No había ninguna preocupación en su rostro, se notaba que en ese momento quería ser simplemente Juan. Jamás en mi vida olvidaré ese cruce de miradas tan relajado, disfrutando su escape como si fuera una gran travesura. Perón me sigue mirando y me hace “shhhh” con el índice en la boca, como la foto de las enfermeras en los hospitales. Entonces yo, como si estuviera viendo un circo por primera vez en mi vida y el maestro de ceremonias buscara mi complicidad, le repito su gesto y me quedo quietito en mi lugar. De pronto se escuchan unos pasos ansiosos y voces de preocupación que se acercan. Perón se asoma por la baranda hacia un patio interno, se sonríe, me vuelve a hacer el gesto de la enfermera y juna en varias direcciones como decidiendo en ese momento el rumbo a seguir. Como ya las voces y los pasos estaban a punto de descubrirlo, se acerca a la primera oficina iluminada y… golpea a la puerta. Esa actitud me… me volvió loco. ¿Te das cuenta? No entró directamente, golpeó la puerta antes de entrar y esperó, a pesar de su apuro, a que lo habilitaran para ingresar. Ay, viejito querido. En ese momento entendí todo lo que estaba pasando. Ya me habían contado que a Perón le encantaba escaparse de la custodia personal. Lo que nunca imaginé es que me lo iba a cruzar es plena escapada. “Adelante” se escuchó desde adentro de la oficina. Perón entró. Obvio que yo, sin saber de qué oficina se trataba me metí, de caradura, detrás de él. No me quería perder por nada del mundo la pequeña aventura que estaba viviendo de pura casualidad. Ahí afloró mi espíritu de reportero para robar esa secuencia preciosa que estaba contemplando. Es cierto que no tenía ninguna cámara fotográfica para registrar aquel momento pero, como verás, las fotos que no saqué te las estoy contando ahora con lujo de detalles. Yo estaba tan fascinado con estar laburando en ese edificio tan emblemático, cuna de las decisiones políticas del país, que cada vez que tenía una pausa laboral, en vez de tomarme un café o ponerme a descansar, salía a deambular por los pasillos de la Casa Rosada. Lo hacía todas las tardes. Y en una de esas recorridas sin rumbo me topé con la escena que te estoy describiendo, con el mismísimo Juan Domingo Perón escapándose de su custodia personal. En la oficina estaban todos los empleados hueveando, charlando con el mozo que les acababa de servir café. Al ver a Perón todos se quedaron helados y se pararon a un tiempo. Al mozo casi se le cae la bandeja con la jarra de café arriba de unos biblioratos. Pareció de malabarista la manera en la que zafó del desastre. Por supuesto que ante tamaña sorpresa yo pasé absolutamente desapercibido. Quedé a las espaldas de Perón, a un costado de la puerta de entrada de la oficina. Cómo no entender la reacción de aquellos empleados. Ver a Perón era ver también toda la historia que cargaba sobre sus hombros. No hacía mucho que había vuelto al país después de dieciocho años de exilio. Tantas cosas le hubiera querido preguntar. Pero, naturalmente, ni abrí la boca. Además en ese momento yo no existía, era un mosquito. Perón les hace un gesto a todos los empleados para que se sienten. Todos se sientan como alumnos obedientes. Yo no salía de mi asombro. Perón les empieza a hablar de cualquier cosa. Sí, literalmente, de cualquier cosa. Claro, si era justamente lo que quería. Cosas alejadas de todas las preocupaciones que lo desbocaban a cada minuto por todos los quilombos que había entonces en el país. Así que se puso a comentar huevadas con los empleados: que habría que cambiar las cortinas, que las máquinas de escribir eran demasiado antiguas, que si se trabajaba bien ahí, que si estaban cómodos, que si no hacía mucho calor, etcétera. En eso percibe que uno de los empleados estaba revolviendo su café con un rollito de papel. “¿Qué pasa compañero, hay escasez de cucharitas o es un voto de pobreza?”. El empleado dejó de revolver en el acto, hizo un bollo con el papel y en un rápido gesto instintivo, en vez de tirarlo al tacho de basura, lo metió en uno de los cajones de su escritorio. Perón se rió con ganas y miró al mozo reclamando cucharitas. El mozo le mostró la bandeja vacía como diciendo “no hay cucharitas”. Entonces Perón, señalando el cajón dijo: “Ahí está el asunto. En una oficina pública todo va a parar a los cajones: los expedientes, los secretos, los caramelos, las cartas de amor, los paquetes de cigarrillos, los papeles inservibles y apuesto que también las cucharitas del café. Fíjese compañero, abra su cajón, revuelva y seguramente aparecerá entre tanto papelerío una cucharita”. Parecía una coreografía. Todos a un tiempo, muertos de vergüenza, abriendo los cajones, puestos a revolver entre tanta cosa inservible, compitiendo casi para ver quién encontraba primero una cucharita. De haber tenido mi cámara te estaría mostrando ahora a Perón mirando a cinco nabos levantar sendas cucharitas de café. Perón, que no tuvo ninguna mala intención con su comentario, esbozó una amplia sonrisa, pegó media vuelta y salió. Yo salí detrás de él justo a tiempo para descubrir la cara de alivio de su edecán al encontrar a su presidente sano y salvo.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.
Ni una palabra o mencion de la Triple A y de lopecito. Simpática semblanza. El Peron del 45 con Evita nada que ver con el Peron del 55 sin Evita. Y mucho menos el Peron del 74 con lopecito e isabelita.
Como te engancha el relato! Excelente!
Muy bueno. Cuando se leen unos renglones ya no se puede dejar.