Tengo una relación amorosa con los artistas. Busco quererlos en sus agujeros menos visitados, en sus pequeñas fisuras, las casi inevidentes, las más íntimas. Recuerdo haber sido atrapada por Roland Barthes cuando leí su obra La cámara lúcida. Como buscando alocadamente, enceguecido, pasional, aquello que nombra como la esencia de la fotografía, lo que punza en el corazón, trajo a escena una fotografía de su madre, pequeña, cinco años. Esa imagen me retrotrajo a mí misma con la misma edad en el barrio de La Boca. ¿Cómo podía unir la imagen de su madre a una fotografía mental, personal, de mi experiencia infantil en un barrio del sur?
La pintura ha ejercido en mi escritura una fuerza material por el despliegue de la mezcla física de colores que descubro en la superficie de la ciudad. Una espesura que se traslada a la calle y a los materiales de los que está hecha la vida de todos los días. Será por eso que me gustan tanto algunos barrios, sobre todo los que guardan objetos de otro tiempo. Y si bien el relato de Barthes aludía a una fotografía, imaginé una pintura que se me imponía por la densidad con que describe a su madreniña. La sitúa en un invernadero. Barthes define a partir de la rugosidad de esa escena, rugosidad en la memoria, qué entiende por esencia de la fotografía. ¿Y qué hace? Una revisión sensible y cultural frente a esa imagen histórica que fue también su madre. Me puse frente a esa imagen tan cotidiana para él y me di cuenta de que había aterrizado en su libro.
¿Qué se busca en una imagen? Parece como si algo del arte de la adivinación se volviese un don y me hiciera navegar por los bordes de ese objeto para situarme en las orillas de la vida del artista, de esa obra incipiente a punto de estallar. Mi olfato de hechicera se sumerge en todos los detalles que vuelven artística a una obra. El arte no está dado de antemano, a la hora de aprehenderlo hay que desandar la obra para que ella misma aparezca. Se trata de una disposición a modo adivinatorio, una conexión física y sensible, un ejercicio de libertad que inaugura una posibilidad creadora personal. ¿Cuál? Descubrir los intersticios, lo desprolijo, lo salvaje de ese artista que es la vida humana dándose a ver humanamente.
Recuerdo las veces que revisaba de niña los bolsillos de mi padre para robarle dinero para golosinas. Dije ¿robar? Lo mío era un arrojo, una búsqueda honesta del amor de lo que no abundada en gestos. Eso sucede cuando vamos en búsqueda de las obras y del arte: lo oculto de las rajaduras se hace presente desde la curiosidad y la intuición.
Y en ese vagabundeo desordenado de imagen y lectura, en escucha permanente, alguien me sugirió visitar la muestra de Mildred Burton. ¡Quedé eclipsada por los ojos lagunares de esta maravillosa constructora de pozos de agua!
Así me impactó la naturaleza pictórica que evocaban los ojos de sus mujeres. Las aguas me llevaron por su río autóctono, el Paraná, sus circunstancias, sus itinerarios. Qué tienen que ver sus ojos con la obra total, no lo sé con exactitud. Tenía las certeras referencias del tipo de movimiento al que pertenece: el surrealismo. Pero creo que las formulaciones teóricas estéticas están sobrevaloradas. Conocer en demasía los rasgos del movimiento, antes que la obra, me da pereza.
Caminando una tarde de otoño por alguno de los pasajes de mi barrio descubrí que las calles estaban llenas de pequeños árboles frutales. Nunca había reparado en ellos, pero los árboles formaban una ruta frutal que no supe que existía hasta que no me puse en marcha con esa caminata. Seguí el rastro de una naranja que vi al borde de la vereda y comenzaron a aparecer muchas más. El arte de la adivinación se vale de los sentidos y de la disposición. Si hubiese buscado una lista de artistas surrealistas de nuestro país jamás me hubiese chocado con el río Paraná de Mildred Burton.