Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO DOS: 2010
Anselmo, con sus señoriales 99 años, de impecable traje a rayas, camina hecho un dandy entre un mundo de turistas por el pintoresco barrio de San Telmo. Ráfagas amarillas se adivinan en su plateada cabellera engominada, tan nutrida como en su juventud. Parece un personaje escapado de una foto vieja, el centinela de una Buenos Aires perdida en el tiempo y recuperada en los baúles de una de las tantas casas de antigüedades que pululan por la zona. Se detiene frente al empedrado. Contempla con nostalgia el paisaje, como si hiciera muchos años que no lo transita, como si hubiera estado escondido y de golpe, por algún motivo, hubiese decidido calzarse su mejor pilcha para revivir su memoria arrugada. Desde la esquina busca el bar. La percepción de su modernizada arquitectura demuele su recuerdo. Cierra por un instante los ojos. No está conteniendo el llanto, manifestación que no entra en su registro emotivo, su dolor atraviesa otros andariveles, es bronca, repudio, odio genuino. Abre y entra evitando pensamientos. Se instala en una mesa junto a la ventana y mira a través del tiempo. El hoy le importa poco. No lo entiende. No le gusta. Una moto ingresa rauda en su foco. Antes de detenerse impone una chirriante y asquerosa presencia con estallidos furtivos que alejan a todos los gorriones de la cuadra. Los ojos de Anselmo, rodeados de bolsas de años impetuosos, algo descoloridos, de un celeste oxidado pero tan penetrantes como otrora, le apuntan a Facundo mientras se quita el casco. El joven periodista, con un morral cruzado sobre su gastada campera de jean, busca hasta dar con su cita. Llega sonriente hasta la mesa.
—¿Anselmo?
No le responden. Con gesto seco le indican sentarse. Acomoda morral y campera en el sitio señalado. Se instala sumiso. Un enfoque desganado lo radiografía. Se anima:
—Usted no se imagina la fiesta que me hizo mi jefe cuando le dije que por fin había aceptado una entrevista sobre su vida en el tango. Me prometieron tapa del suplemento y página central. Usted es una verdadera leyenda, Anselmo, no sé si es consciente de que quedan pocos testigos de aquellos primeros años en que…
La presencia del mozo interrumpe.
—Un cortado para el muchacho y un etiqueta negra doble para mí. ¿Paga la prensa, no?
—Eeeh…
—
El Mozo sale de cuadro. Anselmo se pierde nuevamente en los adoquines mirando el pasado. Ningún bocinazo, ningún grito, ninguna frenada interrumpen su atávica concentración. Facundo, sin perder su entusiasmo, revuelve en su morral hasta dar con un pequeño grabador que deja sobre la mesa. Sonríe ingenuo. Al advertir la indiferencia de su interlocutor entiende los códigos a los que se deberá enfrentar por lo que decide tomar la iniciativa:
—Me gustaría empezar preguntándole…
Ni lo miran ni lo escuchan. Vuelve el mozo. Deja el café, sirve el whisky y hace mutis por el foro.
—En realidad…
—¡Shhh! – le ordenan.
El viejo saca un frasquito de un bolsillo interno del saco, lo abre y le echa un polvito gris al whisky. Revuelve con los dedos en el alcohol.
—Yo quiero que me recuerden solamente por mis tangos, por mi música, qué importa mi vida…
—Es que justamente su vida debe tener tantas peripecias que…
Anselmo soliloquia.
—¿Cuánto puede quedar de mi vida? ¿Un año? ¿Una semana? ¿Unas horas?
Vuelve a la ventana. La aparente brutalidad de sus palabras no se condice con el tono pacífico con el que las pronuncia:
—Me chupa un huevo mi vida pasada. Futuro ya no tengo, es evidente. Tampoco nadie querido que pueda sentirse afectado por lo que tengo para contar. Así que… si usted quiere… se ganó la lotería… tenga…
Facundo advierte que su entrevistado no va a esperar ninguna pregunta. Enciende el grabador y lo acerca apenas por entre el vaso de whisky y la taza de café.
—Nací en el Centenario. El mismo día en que un anarquista puso una bomba en el teatro Colón. Junto con mi madre parturienta llegó al hospital el cuerpo destrozado del pobre hombre de levita inglesa que se sentó en aquella fatídica platea de la fila 19. Mi santa madre temió que ese fuera un designio del destino. No se equivocó. Esa pobre mujer parió un alma explosiva, pero de mecha corta. No iba a tardar mucho en desparramar esquirlas. Arranqué muy de pibe.
—¿Con el tango?
—Con el tango también. Mi primer bandoneón lo obtuve a la tierna edad de 9 años…
CAPÍTULO TRES: 1919
Varios puestos callejeros conforman una extensa feria de alimentos en mitad del empedrado. Hay tiendas de verduras, de frutas, de gallinas, de embutidos, de pescado, atendidas por italianos, españoles, judíos, turcos, criollos. Gran cantidad de masa pueblerina deambula preguntando, examinando, comprando. Ante tanto movimiento, la irreverente y apurada actividad de un joven anarquista pasa casi desapercibida: contra una de las paredes que enmarcan la feria arranca pintando, con trazo nervioso, una parva de signos de admiración. Un compañero, con ropa de laburante, lo apura campaneando a diestra y siniestra. La tarde comienza a escaparse. Mejor así, la humedad porteña viene de asfixia. Un buchardo aviva al tira que andaba coqueteando a una puestera. Chifla en clave. Rápidamente la señal alcanza su objetivo. Desde lejos arriman silbatos, gritos y el rezongo unificado de una turba de toros embravecidos. Un tercer anarquista asoma desesperado para llevarse a la rastra a sus compinches que dejan tirados la brocha, el tarro de pintura y un puñado de palabras para quien quiera leerlas: ¡¡¡Viva la huelga. Vivan los obreros de talleres Vasena!!!
Unos cuantos agentes de seguridad juntan los enseres de los rebeldes. Un carro de policía tirado por caballos pasa raudo y dobla por la esquina cumpliendo con su deber persecutorio. El comisario indignado ordena que tapen el oprobio con los mismos bártulos de los insurgentes. Mientras un subordinado cubre de rojo la pared que hasta hace unos minutos era blanca, de una puertita vecina surge una endeble y apacible mujercita ochentona, en batón, pantuflas, con un mugriento pañuelo en la cabeza. Entre sus manos porta una desvencijada escoba prácticamente de su misma altura. Con la boca apretada observa el ajetreo moviendo apenas la cabeza. Mira. Mira y piensa. Mira, piensa y niega. Uno de los agentes, estimulado quizá por el recuerdo de alguna olvidada enseñanza en donde le inculcaron la vocación de servicio hacia sus semejantes, se yergue en plenitud haciéndole la venia, como diciendo: Estamos para servirla, señora. La viejita elabora un sonoro gargajo que escupe en la cara del uniformado. No contenta con eso, levanta la escoba y empieza a repartir escobazos buscando más cabezas de policías.
Desde una de las esquinas, sentaditos en el cordón de la vereda, dos niños de 9 años, Anselmo y Tuco, contemplan los acontecimientos que los divierten en grande. Una vez concluido el espectáculo de la vieja y la autoridad, Anselmo otea el paisaje buscando adónde depositar su próximo entusiasmo. Decidido se incorpora arrastrando a su amigo hasta el puesto de frutas. Una señora cincuentona, llena de bolsas y ruleros, examina duraznos, sopesa uno, olfatea otro. Mientras el verdulero italiano la atiende, los pibes remedan a la clienta alzando unos trozos de sandía. Les llega el turno.
—¿Vano a chevar alcuna fruta, ragazzi?
Ante una disimulada seña de Anselmo, Tuco va hasta los duraznos en clara actitud distractiva. Agarra uno entre sus manos.
—Mi mamá siempre me dice: al amigo pelale el higo y al enemigo el durazno. ¿Qué quiere decir eso?
El tano empieza a cabrearse.
—¿Va a chevar alcuna fruta o non cheva niente? Deca eso ahí, carroña.
Anselmo embolsa un cacho de sandía y sale rajando. Tuco deja caer el durazno y lo sigue a toda velocidad. El verdulero alzando los brazos grita enfurecido:
—¡Ladri, ladri!
Desacelerando lo que fue una corrida monumental los dos amigos llegan agitados hasta una esquina desierta. Se miran jadeantes pero felices. Se sientan en el cordón. Anselmo, de uno de los bolsillos de su pantalón corto, extrae una pequeña navaja. La abre y la hinca en el botín. Reparte y comen desaforados.
En la vereda de enfrente se detiene un lujoso automóvil. Una nueva instancia de vida que se aparece ante sus ojos mientras comen y escupen semillas. Del coche desciende un señor de levita y galera con una enorme cadena de oro que va desde el bolsillo de su chaleco hasta el de su pantalón. Abre otra puerta, estira un brazo hacia el interior del vehículo. Tomada de su mano comienza a descender, con algo de esfuerzo, una señorona distinguida y robusta. Se parece a mi abuela Trinidad, piensa Anselmo mientras intercambia con su amigo mirada socarrona y silencio cómplice. No es necesaria ninguna palabra. Dejan los restos de sandía tiradas por ahí antes de acercarse muy apaciblemente hasta el automóvil. Tuco se ofrece para ayudar a la señora, que con un mohín forzado rechaza el convite. El chico insiste. El caballero con gesto duro le impone distancia. Es el momento justo. Anselmo a la corrida, de un tirón, le arranca la cadena con el reloj y escapa más rápido que un rayo. Tuco lo sigue en sintonía perfecta. Las víctimas gritan pidiendo ayuda:
—¡Ladrones, ladrones!
Pitando su silbato aparece corriendo un vigilante que enfila en la dirección que le señalan los pitucos. Los dos pibes escapan muertos de miedo perseguidos por el uniformado. Anselmo le grita a su amigo.
—¡Donde ya sabés!
En la esquina siguiente bifurcan caminos. La autoridad no resiste tanto jaleo y abdica farfullando insultos contra los pequeños delincuentes.
Una media hora más tarde los dos niños salteadores se juntan en el punto preestablecido. La descomunal carrera los dejó casi sin aire pero seguirían así todo el día, espíritu aventurero mata cansancio. De a poco sus rostros van recuperando forma, color y sonrisas. Al unísono se sientan en el cordón para examinar lo robado. Oro puro, orfebrería delicada, una fortuna seguramente. Anselmo extrae su navaja. Con un hábil golpe logra separar la cadena del reloj. Se reparten, se abrazan y marchan así, enlazados en ese abrazo, hasta el fin del mundo.
Anochece en Buenos Aires. Las calles poco a poco van quedando famélicas de sombras ambulantes. Escasos farolitos iluminan cada tanto. Son tiempos difíciles para la mayoría aunque iluminados para aquellos privilegiados que se privilegian mutuamente. Hace apenas un puñado de años, el pueblo, por vez primera, pudo elegir a uno de los suyos para que tire del carro. Si hasta el día que asumió don Hipólito los trabajadores soltaron los caballos del carruaje que lo transportaba, tan seguros estaban de que por fin serían ellos los conductores de sus propios destinos. Pero no. Los reclamos obreros ante las patronales están dejando al descubierto un aparato represivo insospechado. Es claro que el verdadero poder sigue en manos de unos pocos.
El tiempo a los 9 no cuenta. Qué importa la noche. Se es ahora. Hoy es siempre. Mañana se verá. Anselmo y Tuco siguen protagonizando su propia película de felicidad ilimitada. No existe preocupación materna que altere su libre albedrío. No tienen rumbo ni límites. Van hasta que pueden. Hasta que les venga el sueño. Ni les importa el ulterior e inevitable reto. Sin buscar llegan a una música. Viene de una puerta ancha detrás de un cortinado berreta. Les agrada entonces simplemente van. No les hace falta más que la curiosidad para ir hacia cualquier lugar. Un borracho sale y deja abierto. Nadie les impide el paso.
El cabaré es bastante rasposo. La iluminación apenas suficiente. Uno medio chicato no distinguiría a su hermano dos metros por delante. Mesas con algunos parroquianos. Unas pocas mujeres con poca ropa serpentean de aquí para allá. Al fondo, en un pequeño tablado, un bandoneonista desgrana un tango alegre acompañado por un guitarrista y un violinista. La pasan bien con lo que hacen. Da gusto verlos y escucharlos. Unos cuantos bailan sin saber bien cómo pero también se divierten. No les importa la forma, lo que cuenta es el hecho. Anselmo y Tuco contemplan el paisaje con una fascinación que emociona. Están encandilados, no por las luces, claro, sino por la novedad de haber entrado a un mundo que les resulta de fantasía. Tal es la sensación que los atrapa. Las peripecias vividas en la jornada que se les va terminando ni se comparan con este circo extravagante de almas vagabundas, ermitaños, coperas, prostitutas y música. Sí, música. Parece fácil pero no, no hay música en muchas casas por estos años. Esa gente la está pasando realmente bien. Esos chicos, descubriendo esa magia sonora, también. No se detienen a pensar en la soledad de aquellas sombras perturbadas ni en el destino aciago de aquellas mujeres explotadas. No hay tanta madurez en sus elucubraciones. Su avidez es tan sencilla y auténtica como la de quien ve el mar por primera vez. Se escabullen entre las mesas y se quedan paraditos semi escondidos entre unos cortinados y la puerta del baño admirando todo, no quieren que nada escape de su atención. Quizá el estómago reclamando su rutinaria cena habrá hecho brotar la conciencia de Tuco.
—Ya está. ¿Vamos?
Anselmo ni lo escucha. Está embobado haciendo foco en ese diabólico instrumento con forma de gusano que se mueve entre las piernas del músico. Desde el mostrador, Marión los observa intrigada. Se les acerca. Tuco se asusta. Anselmo mira a la mujer por un segundo pero enseguida vuelve a la música.
—¿Les gusta el tango?
—¿Qué es tango?
—Eso que escuchás.
—Sí, me gusta.
Tuco le tira del brazo. Quiere irse.
—Vamos, dale, Anselmo.
—Dejame escuchar el tango un poco más.
Marión sonríe con el comentario. Le toma amistosamente la mano a Anselmo. El chico, asustado, se suelta de un tirón.
—Ey, ¿qué hace?
—Epa, qué carácter. No te voy a hacer nada. Solamente quiero ver qué dice tu mano.
—¿Cómo qué dice? – pregunta sorprendido Tuco.
—Como las gitanas, gil, lee las líneas de las manos. Te dice el futuro.
—¿Y para qué querés saberlo?
—Qué sé yo.
—¿Vos querés saberlo?
Anselmo medita la pregunta de la mujer, no sabe si quiere, no sabe lo que quiere, no está acostumbrado a reflexionar sobre lo que quiere, sus deseos suelen ser puro instinto, como el de un animal que tiene hambre, va y come, tiene frío, va y busca el solcito, así se mueve Anselmo. La mira fijo. Profundamente. Marión queda cautivada con esos ojos azules que la auscultan desde tan abajo. La personalidad de ese chico no es normal. Es vértigo puro. Pensamiento inaudito. Rebeldía extraordinaria. Por fin le ofrece su mano. Marión la toma e indaga. Toca la palma, piensa, acaricia, recorre, reflexiona. Tuco le tira nuevamente del pantalón para irse. Anselmo, muy serio, atiende la contemplación de la palma de su mano como quien observa rescatar un niño de un pozo ciego.
—Artista, vos vas a ser artista.
—Imposible.
—Es tu destino. Está escrito. No lo digo yo. Está en tu alma.
—El viejo lo mata si se hace artista.
La intervención de Tuco atrae el foco de atención. La mujer toma su mano. El chico suelta y la esconde en el bolsillo. En eso llega un fornido matón advertido por la presencia prohibida.
—Qué hacen ustedes acá. No pueden, vamos, rajando.
Los agarra del cuello y se los lleva entre las mesas. Anselmo, mientras es arrastrado, no deja de mirar al músico que manipula ese instrumento que ondula entre abrires y cerrares, parece una serpiente que canta con un sonido que hipnotiza. Es muy raro. La forma también atrapa. Tiene algo de libro encarpetado, de refugio, de jaula. Los dos pibes ruedan por la vereda. Tuco se sacude la tierra, lloriquea de dolor y se empieza a ir. Anselmo se levanta como si nada, con la vista clavada en la entrada del cabaré del que brota otro tango.
—Ey, pará, Tuco ¿adónde vas?
—Me voy para casa, Anselmo. Me duele el brazo y mi vieja debe estar preocupada.
—Pará. Un cachito más y nos vamos. Además tu vieja sabe que yo te cuido, Tuco. Estás conmigo. ¿Qué te va a pasar?
—Sí, ya sé, nada, pero es que…
De adentro brotan extensos aplausos.
—¡Escuchá! Terminaron.
—¿Y qué tiene?
—Seguro están por salir. Quiero saludar a los músicos.
—¿Para qué?
—Son artistas, Tuquito. Artistas. Nunca saludé a un artista. ¿Vos?
—Tampoco.
—Entonces de qué te quejás, gil. Tu vieja va a estar chocha cuando le cuentes que saludaste a un artista.
Los dos pibes se sientan a esperar. La calle está desolada. Empieza a refrescar. Tuco se refriega los brazos.
—Tengo frío. ¿Vamos?
—¡Pará, Tuco! No seas tirifilo.
Del cabaré surge el guitarrista con el estuche de su instrumento. Ni repara en los pibes y sigue de largo. Tuco se para entusiasmado por el fin de la espera, lo empieza a perseguir para saludarlo. Su amigo se fastidia.
—No, a ése no.
—¿Por qué no?
—Porque no.
Anselmo le señala que se vuelva a sentar a su lado. Tuco obedece sin chistar. Del cabaré sale ahora el violinista. Tuco amaga con seguirlo pero al ver que su cómplice ni reacciona le hace un gesto como diciendo: ¿Y a éste?
—Tampoco.
Se hace lunga. El fresco y el hambre comienzan a incomodar. Tuco ya ni pregunta, se conoce todas las respuestas. Sabe que su amigo no se irá hasta que no cumpla su objetivo, y sabe también que él no se irá sin su amigo.
Por fin sale el bandoneonista con la pesada caja que guarda su instrumento. Anselmo salta y corre feliz. Tuco lo remeda. Lo alcanzan, le cortan el paso.
—Hola.
El músico los juna de costado forzando una sonrisa, les acaricia mecánicamente las cabezas y sigue su ruta. Los chicos quedan decepcionados. Anselmo es hueso duro de roer. Lo vuelve a intentar. Tuco es un seguidor incondicional.
—Queremos saludarlo… artista.
—Nunca saludamos a un artista.
—Ja, artista. Ojalá fuera un artista. Apenas si gatillo un poco esta jaula.
—¿Me la deja ver?
—¿El qué?
—La jaula ésa.
—¿El bandoneón?
—Eso, sí, el bandoneón.
—Rajá de acá, pibe.
El tipo sigue su rumbo esbozando un fastidio peligroso. Anselmo porfía en la persecuta y el chamuyo. El músico se hastía del agobio, le pega un empujón. El pibe trastabilla y cae. Tuco lo ayuda a levantarse con creciente preocupación, conoce perfectamente los arranques temerarios de su compinche. El bandoneonista se aleja despotricando insultos. Anselmo empalidece. Es blanco sobre negro. Una neblina bélica le opaca los sentidos. La sensación, si bien novedosa, se le viene gestando hace rato con cada enojo. Se le hinchan los músculos de todo el cuerpo. Los dedos se le atenazan. Las comisuras le tiran hacia abajo marcándole en la boca un gesto que lo va a acompañar por el resto de su vida. Yergue la cabeza y la espalda para enfocar mejor a la presa que se le escapa, como si una flecha se le hubiera clavado en la espalda, no para lastimarlo sino para terminar de acomodar las piezas de eso que está empezando a ser. Si la idea de que el demonio se te puede meter en el cuerpo sin previo aviso fuese real, a Anselmo le estaría ocurriendo en este mismo instante. Acomoda el cuello para desatar unos nudos molestos, alza los brazos al cielo como queriendo detener a Dios, no fuera que quisiera venir en ayuda de alguna de las partes. Gargajea de costado y respira profundo antes de iniciar una nueva loca carrera hacia el otro lado del espejo que se acaba de abrir en su destino. Con tanta convicción se le planta delante que el músico se ve obligado a detener nuevamente su caminata.
—Me vas a hacer calentar, pibe. Rajá de acá o te zampo un bollo.
Anselmo le hace un pequeño gesto a Tuco que venía rezagado. Su amigo se agacha detrás del músico casi rozándole los talones. Lo empuja, el tipo cae, la caja con el instrumento rueda por la vereda.
—Ahora, además de verlo, quiero tocarlo.
Se abalanza sobre la caja del fueye, busca abrirla con un frenesí desesperante. Parece un náufrago intentando recuperar los códigos perdidos en el desaliento para abrir una botella de agua hallada en el medio del desierto. A prueba y error logra abrirla. Al levantar la tapa queda con la boca abierta de la fascinación contemplando el bandoneón. Es un bicho hermoso. Lo acaricia. El músico fuera de sí le pega una violentísima cachetada en la cara que lo estrola contra un árbol. Tuco está inmóvil, muerto de miedo ante el cariz que está tomando el episodio. Anselmo, lejos de cualquier esbozo de queja o de dolor, se toca la cara roja del golpe, quiere corroborar lo que le parece haber sentido, un arrebato del otro. Será la última vez que alguien se atreva a ponerle una mano encima. No piensa en el escarmiento, simplemente lo ejecuta con una prestancia que deja expuesta la personalidad que acaba de plantar bandera. El músico cierra la caja puteando contra las injusticias de este mundo. Anselmo saca de un bolsillo la navaja, la abre, lo corre y, sin preámbulos, se la clava en el medio de la espalda. Por un segundo el músico flota buscando apoyo en imágenes de un sueño imposible que acaban de desatarse a su alrededor. Gira en espiral riéndose de la ingrata sorpresa que acaba de recibir como despedida de todo lo que fue y de lo que nunca será. Cae de rodillas, se mantiene unos segundos haciendo equilibrio en el medio de un tornado buscando alguna explicación a esta vida de mierda. La cara de pronto se le desploma contra el cordón de la vereda. Se oye un crujir de huesos. La camisa blanca se tiñe de rojo. Tarda poco en morir. Casi nada. Tuco llora espantado. Se tira de los pelos no pudiendo creer lo que acaba de ocurrir. Anselmo, ajeno al horror desatado, abre nuevamente la caja del instrumento, saca el bandoneón, se sienta en el suelo, lo pone sobre sus rodillas. Las primeras notas que toca, azarosamente, conforman una sencilla pero bella melodía. Es pura felicidad aunque no se le note. La sangre del músico va formando un surco que desemboca en un charquito a los pies del pibe con destino de artista.
El último bandonenista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia