Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPITULO VEINTIUNO
1983
Lo inquieta octubre. Es cuando la primavera definitivamente explota y a la gente le agarra ese cosquilleo tan particular de fantasmas buenos. La hosquedad que le fue creciendo con los años le hace ver al prójimo como un espectro que deambula a su alrededor sin criterios ni afanes. Los considera transparentes e inútiles. Cuando alguna noche se le da por caminar la calle Corrientes, al pasar por la puerta de algún cine o teatro con los espectadores saliendo amontonados de una función nocturna, gusta de acelerar el paso y atravesar la masa espectral por el medio disfrutando de ver cómo esos seres inocuos se corren y lo insultan. Mejor cuando llueve, sus comisuras caídas se rectifican hasta lo que en su interior considera una sonrisa satisfactoria, estira el paraguas hacia el frente como si fuera un sable, por lo que las sacudidas y las puteadas son más grandes todavía. La vejez tiene sus beneficios, le gritan de todo pero nadie amenaza con pegarle. Lo bien que harían, quisiera medirse, perdió noción de hasta dónde le pueden llegar las fuerzas.
Adquirió la costumbre periódica de darse una vuelta por Sadaic para averiguar si tiene algún morlaco que cobrar por alguna de sus composiciones que cada muerte de obispo ojalá pasen en alguna radio. Para esa ocasión se viste de fiesta, es decir, su traje italiano a rayas al que cuida tanto como a su bandoneón y los geniales timbos marrones acordonados que se choreó aquella olvidable noche en Canal 9. La camisa y la corbata relucientes son relativamente nuevas, de los pocos regalos que se hizo cuando logró vender su pequeño departamento de un ambiente para mudarse a una todavía más humilde pieza de pensión en el barrio de San Telmo. Quizá el auto obsequio que más lo conmueve sea el revólver con su respectiva pechera de cuero para calzarlo que le compró al Teniente Pavón, aquel bigotudo que en una noche del 77 le regaló un par de instrumentos eléctricos. Se lo volvió a encontrar de casualidad en una fiesta del Jockey Club en la que amenizó la noche con un guitarrista. Desde entonces el tipo lo contrata para algún que otro encuentro entre veteranos amantes del tango. Nunca la usó, pero la satisfacción que siente al palparla debajo del saco no tiene nombre. Gusta tomarse un moscato en el bar de enfrente sin importar la hora. Cada tanto se cruza con algún músico conocido con el que intercambia saludos de rigor sin incentivar el desarrollo de ninguna charla. Se sienta en la vereda con la vista clavada en la puerta de Sadaic. Una obsesión le perturba el sueño, un fantasma al que quiso casi tanto como a Marión aunque de otra forma. ¿Vivirá? ¿Seguirá cantando? ¿Qué podrá salir de ese encuentro? ¿Es posible dejar de ser fantasma? ¿Existirá la eternidad? ¿Los años borran rencores? Si los borraran ¿cómo compensar la falta de tiempo para desarrollar nada? Suele quedarse en el bar hasta las 3 de la tarde que es cuando cuelgan el cartelito de Cerrado en la puerta de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música. Entonces inicia un lento peregrinaje hasta su nuevo barrio, caminando muy despacio tal como se lo indican sus articulaciones y la ausencia de ambiciones.
Esta vez, antes de llegar a su domicilio, hace una parada en el quiosco del barrio para comprar un paquete de cinta scotch. Conociendo el paño activa las defensas para soportar sin alteraciones el seguro interés por iniciar una charla amena del simpático viejo que atiende:
—Buen día, maestro. Qué pintuza.
— ¿Tiene cinta scotch?
— ¿Chica, mediana o grande?
—Chica.
— ¿Está seguro? ¿Para qué la necesita? Digame que soy ducho para estas cuestiones. Es preferible comprar mejor una mediana a que tenga que volver después por otra chica, le va a terminar saliendo más barato. ¿Qué tiene que pegar?
—Deme la chica.
— ¿Toca hoy?
—No.
—Ah, pensé que… digo, como se calzó la tragedia pensé que tenía que gatillar la jaula. ¿Cómo se extraña al tango, no? Por suerte los tenemos a Larrea y a Carrizo en radio Rivadavia, si no yo me pegaba un tiro. ¿Usted piensa, maestro, que con la democracia volverá también el tango?
— ¿Cuánto es?
—Lleve nomás, regalo primaveral. ¿A quién va a votar? Pinta de peronista no tiene. Yo no soy radical pero en ésta lo voto a Alfonsín, me gusta ese tipo, me inspira confianza. Parece mentira, votar, mamita, qué felicidad ¿no? ¿Entonces? Zurdito, menos que menos. En blanco, no, por favor, hay que comprometerse. Vamos, anímese, le juro que no le cuento a nadie.
Sin responder ni mirarlo ni despedirse ni agradecer el obsequio, Anselmo inicia un silencioso mutis. Habiendo recorrido apenas unos pocos metros se detiene de golpe, como si se hubiera acordado de algo importante. Hurga con ansiedad en los bolsillos hasta dar con un pequeño papel escrito con fibra y mayúsculas endebles.
— ¿Podría pegar esto en la puerta?
—Clases de bandoneón. Pero claro, con todo gusto, de paso colaboro con la causa.
—De qué habla.
—La causa tanguera, hay que iniciar a las nuevas generaciones si no esto se muere. Vaya tranquilo. Y no tiene nada que agradecer, para mí es un honor. Mire, una vez con mi esposa fuimos a escucharlo a…
Tiene que ser la humedad, qué otra cosa si no. Buenos Aires es perversa cuando amenaza el verano. Se mira los dedos de las manos queriendo encontrar el desperfecto. La articulación del pulgar derecho, el que activa la palanca para abrir y cerrar el fueye tiene algo, se le traba, se le debe estar oxidando, natural, si ya casi no toca. Faltan 15, el hombre dijo que venía a las 10. Se pone a practicar la escala cromática, abriendo y cerrando. No quiere quedar pagando, a ver si todavía el tipo sabe música. Ojalá sepa, en realidad, no cree tener paciencia para enseñar música desde cero. Uy, cuánto hace que no la toca. ¿Dónde mierda estaba el fa sostenido cerrando? No puede ser. Se reconcentra, cierra los ojos, activa y le sale de un tirón. Uf, qué susto. Lo dijo, qué raro haberlo dicho, le da bronca, pispea a los costados por temor a que alguien lo haya escuchado decir qué susto. Sabe que está solo pero no puede evitar chequear su soledad. El dolor del pulgar desaparece ni bien le arrancan al galope unas palpitaciones que no quiere reconocer como propias. Es el miedo, pero no el miedo por cuestiones de salud o alguna de esas mariconerías, para nada, sino a que alguien lo haya podido escuchar diciendo qué susto. Minga la humedad, concluye. Esto es otra cosa, esto es una verga. Golpean la puerta. Se incorpora con tal intensidad que el bandoneón casi termina en el suelo. No está habituado a estos nervios. Siempre fue un hombre de templanza aun en situaciones de violencia extrema. Acomoda algunos trastos, pone el atril delante de la silla y se encamina al recibimiento mirándose obsesivamente el pulgar de la mano derecha. Cuando está a punto de jalar el picaporte da marcha atrás. Abre el cajón de la mesa de luz, saca la navaja y prueba activarla justamente con ese dedo. Funciona. De acuerdo. Puede que sea la humedad. Abre. Recibe a un hombre de su edad acompañado de su nieto de 9 años. Tarda demasiados segundos en hacerlos pasar. Se queda trabado mirando al pibe. No lo hace de frente, deja la cabeza colgada, con la nariz apuntando a sus zapatos. Sin embargo tiene muy arqueadas las cejas, como si se las estuvieran levantando desde un gancho colgado del techo, con los ojos alzados lo mira de refilón. El mocoso se agarra fuerte de la mano de su abuelo que espera con sonrisa gentil, al menos, un buenos días.
—Pasen.
—Buen día. Yo estoy más nervioso que mi nieto. Él ni es consciente que va a tomar clases con una gloria del tango.
—Ah, es el pibe.
—Sí, pensé que se lo había dicho cuando lo contacté. Yo ya estoy grande y este mocoso es una luz. Hay que salvar el tango, maestro, el tango se nos muere. Se lo dejo. Vuelvo a buscarlo en una hora ¿Le parece? Acá le dejo la plata.
Respira agitado. Las pulsaciones van en aumento. Se pregunta si quizá no sea el preámbulo de un ataque al corazón, ojalá, no estaría mal acabar con esto. Con el chico paradito en silencio junto a la puerta se da cuenta de que está atrapado, gira con todo su cuerpo para escapar hacia algún rincón pero por primera vez toma consciencia de la escasez espacial, está todo amontonado, cama, mesa de luz, ropero, mesa, sillas. 4×4, calcula. Se agacha para encender el primus a querosén, el olor es atronador. Por suerte se acordó hace un rato de llenar la pava en el baño compartido con todos los energúmenos del piso. No se saltea ningún paso del rito, chupa el primer mate, gira sobre su eje y redescubre al pibe que está en la misma posición y con el mismo gesto de terror de hace 10 minutos. Parpadea buscando algo que lo ayude, cualquier cosa, una referencia, una idea, una muleta, un cable. Se pregunta si sabe pensar, eso es lo que cree que hace pero no le estaría sirviendo. Le cae el recuerdo de una vez, siendo muy joven, cuando todavía andaba entreverado con el trolerío, haber tenido que salir a tocar después de haber recibido un puntazo en la espalda. A pesar de la bronca, del dolor, respiró hondo, tomó fuerzas y el tango surgió tamizado por todo ese malestar. Hoy tocaste como nunca, le batieron un par de pelmazos. La pava le habilita una salida.
— ¿Tomás mate?
—No, gracias.
No sabe cómo seguir. No quiere admitir que está acobardado. No quiere ni pensar que ese chico debe tener la edad que él tenía cuando obtuvo su primer bandoneón. Lo desconcentra la imagen de su propia infancia, una imagen que jamás había recuperado, recorriendo puestos de la feria con su amigo Tuco. Su amigo Tuco, qué cosa tan lejana y absurda. Nunca más volvió a tener una amistad semejante. Sus 9 años fueron un choque de planetas. Se cayó la luna para siempre.
—Empezamos.
Dice, pero el pibe no reacciona. La puta ¿y ahora?, reflexiona. Cambia la afirmación por una pregunta.
—¿Empezamos?
—Bueno. ¿Qué hago?
—Sentate acá.
El pibe, vestido como para ir a jugar a la pelota, obedece. Apenas apoya la cola para poder llegar al piso con los pies.
—No, así no. Apoyá la espalda.
—Pero no llego al piso.
—Apoyá la espalda.
Decide seguir los mismos pasos que espontáneamente le sucedieron cuando tenía la edad de este mocoso. Cuando sentado en la vereda accionó por primera vez esas teclas, no solo estableció una azarosa melodía sino que además sentó las bases de toda su vida futura. Si el chico tiene alguna aptitud lo va a notar enseguida. Los dos lo deberían notar, el chico también. Es un flechazo instantáneo que no duele, al contrario, te abre el corazón determinando una comunión indestructible. De prepo le pone el pesado instrumento sobre la falda.
—Tocá.
El chico siente el frio de los esquineros de nácar del fueye sobre el muslo desnudo. También la terrible responsabilidad de que el bandoneón no se le vaya a caer ante un movimiento brusco. Es un instrumento muy costoso, su abuelo prometió regalarle uno si avanza adecuadamente con las clases que él no pidió tomar. Quiere tanto a su abuelo que no se atrevió a rechazar el convite de la prueba. Deja de mirar al profesor y se concentra ahora en esa cosa que tiene encima. Traga saliva mientras piensa qué hacer. Alza apenas la cabeza buscando alguna indicación del maestro pero el tipo está de espaldas cebándose un mate. Repara en las correas, mete ambas manos, sigue con los brazos, con algo de esfuerzo consigue entrecruzar los dedos de ambas manos por delante del bandoneón. Le resulta divertido. Desanda camino y apoya las manos sobre los teclados. Presiona alguna tecla pero no suena.
—Los pulgares afuera.
— ¿Eh?
—Apoyá el derecho sobre la palanca.
— ¿Así?
— Sí. Ahora tocá.
Todo le queda inmenso. Las manitos le cuelgan en las correas que están ajustadas para unas manos grandes y musculosas como las de su maestro. Anselmo repite estrategia en busca de algún atajo.
— ¿Estás seguro de que no querés un mate?
—Bueno.
Antes de pasarle el jarrito de dos manijas le quita el bandoneón y lo apoya arriba de la mesa.
— ¿Tiene azúcar?
—No.
—Uy, a mí…
—Tomá y cállate.
—Está bien. Mi papá siempre me dice que los hombres toman el mate amargo. Gracias. Se va a poner contento cuando le diga que lo probé.
Qué bien, piensa, sin querer ya le enseñó algo, así debe funcionar. Mientras sorbe con esfuerzo se miran a los ojos. El pibe le sonríe, Anselmo le pregunta:
— ¿Te gusta el tango?
—No.
Se volvió a complicar. Hubiera sido mejor con una respuesta afirmativa.
—Listo. Con uno está bien por ahora. ¿Agarro el bandoneón?
—No.
— ¿Qué hago?
—Yo qué hago.
—Ja, ja.
—De qué te reís.
—Perdón. Pensé que estaba haciendo un chiste.
—Yo no hago chistes. El tango no hace bromas.
—Yo quiero ser actor, no músico.
—Ah.
Le ocurre últimamente que se le nublan los ojos cuando se irrita. Antes era exactamente al revés, cuando detectaba una presa hacía foco preciso en el centro exacto del ingrato y actuaba de acuerdo a las circunstancias. Se refriega un poco y se mide observando una foto que cuelga justo atrás de su alumno, una en la que se lo ve en su época de esplendor al mando de una orquesta de 12 músicos. Lo arrebata una idea que activa de inmediato antes de que se le escape.
—Tengo un amigo que necesita a un pibe para un filme de pistoleros.
—Uy.
— ¿Te gustaría?
—Sí, claro. Si necesitan varios les puedo decir a mis amigos del club. Estarían chochos.
—Con uno alcanza.
—Tendría que hablar con mi papá.
—Después vemos eso. ¿Sabés manejar un revólver?
—Y, no…
Incorpora su pesado cuerpo con un sorpresivo ímpetu. Del ropero saca la pechera-funda con el arma.
— ¿Qué te parece?
—Guau, ¿es de verdad?
—No creo. Es de las que usan en las películas. Tomá. Agarrala.
—Uy, qué pesada.
—Apuntame a la cabeza.
—Ja, ja. ¿Así?
—Perfecto. Si lográs disparar el papel es tuyo.
Por qué motivo alguien pondría la cabeza adentro de la boca de un cocodrilo. El mozo del bar le contó que en Tailandia un amaestrador de bestias solía hacer un número en el que primero hipnotizaba al animal, luego le abría la boca sosteniéndola con una rama para luego meter la cabeza durante unos segundos. Así se ganaba la vida el enfermo ése. Cada uno se la gana como puede. No debería juzgar. ¿Cómo habrá decidido ese hombre dedicarse a un oficio tan osado? ¿Cómo habrá sido el flechazo que lo determinó? A ver, quizá, tal vez, seguramente que a los 9 años debía vivir cerca de un río lleno de cocodrilos. En Tailandia debe haber muchos cocodrilos en estado salvaje. Una tarde, sentado al borde del agua, se le apareció un cocodrilo manso que bostezó cerca de él, el pibe le convidó una galletita. El bicho agarró y le gustó. A partir de ese momento iniciaron una relación estilo hombre-perro. Jugando, haciéndole cosquillas habrá puesto una mano adentro de la boca, después un pie, hasta que un día de puro inquieto habrá querido saber que hay adentro de un cocodrilo y metió la cabeza para mirar. Lo hizo una, dos, tres veces hasta que lo vio el dueño de un circo que le ofreció trabajo. Le costó un poco convencer a los padres pero les demostró la hermosa relación metiendo la cabeza adentro del animal durante varios segundos. La gente que vive en el medio de la jungla tiene una relación muy particular con la naturaleza, la entienden de manera bien distinta a como la entendemos en una ciudad como Buenos Aires. Se habrán puesto felices de que el chico pudiera empezar con aportes monetarios a una vida plagada de penurias y necesidades. Le contaba el mozo que un cocodrilo puede vivir como 90 años. Así que seguramente fue el mismo cocodrilo que conoció en su infancia el que una tarde se cansó o se olvidó de la amistad y le arrancó la cabeza de un mordisco al tailandés. Decide abrir el bandoneón. Saca la tapa de uno de sus lados. Prueba meter la cabeza pero no le entra. De golpe le sobrevino la idea de ahogarse ahí adentro. No lo piensa como un suicidio sino como un fin natural que ocurre de tanto ir a un mismo lugar. Resulta algo grotesca la imagen de Anselmo probando meter la cabeza adentro del fueye. El pibe, sentadito en su silla, tenso, aterrorizado, observa incrédulo a ese viejo loco haciendo el ridículo. Relojea el despertador que hay en la mesa de luz, uf, ya es la hora, que se apure el abuelo. Cuando está ajustando los tornillos para rearmarlo golpean a la puerta. El pibe salta de su silla y corre a abrirla. Está cerrada con llave. Se queda paradito mirando el suelo. Con parsimonia, Anselmo guarda el bandoneón en la caja, el arma en su funda, ambas cosas en el ropero.
—Ya va, abuelo— casi que solloza el pibe.
—Tranquilo, no hay apuro. Aquí espero.
Cuando se abre la puerta el pibe abraza a su abuelo como si fuera el reencuentro después de un larguísimo y peligroso viaje. El llanto que venía conteniendo desde hacía un largo rato lo invade en catarata. El abuelo devuelve el abrazo sin entender.
— ¿Qué pasa? ¿No te gustó la clase?
—Vamos, por favor, abu, después te cuento.
— ¿Todo bien, maestro? ¿Tiene condiciones el pibe?
—El chico quiere ser actor, no músico.
—Nunca me lo dijo, qué bobo.
— ¿Alguna vez lo llevó al circo?
—No.
—Pruebe.
Eso fue todo. Cierra la puerta, apaga la luz y se tira en la cama. Últimamente los sueños suelen ser más interesantes que la realidad.
El tren partió justo cuando estaba llegando al andén. No importa. Espera el próximo. Falta media hora. Quisiera saber la hora pero nadie lleva reloj. Qué locura. En la radio el locutor anuncia “Seco” de su autoría, pero lo que suena en realidad es “A media luz”. Horrorizado decide tomarse el primer tren que salga sin importar la dirección. Le urge salir de ahí. Sube corriendo las escaleras del puente para cambiarse de andén. Un sorpresivo allanamiento policial lo pone contra la pared. Le incautan la navaja, el revólver y el bandoneón. Les explica que es un músico célebre, que esa noche puede llegar a tocar con Anibal Troilo en el Tibidabo. El comisario lo felicita y lo conduce esposado en su propio patrullero hasta el lugar del show. Hay alboroto, Toto Rodríguez, uno de los bandoneonistas de la orquesta tuvo un accidente, no puede tocar. El gordo Troilo desde el escenario le grita al comisario que libere a Anselmo, que debe hacerle una prueba para saber si está capacitado para reemplazar al músico ausente. Se sienta con su bandoneón delante del atril, el gordo cuenta cuatro y arrancan con “Lo que vendrá” de Piazzolla, siguen “Prepárense”, y “Tres minutos con la realidad”. Muy bien pibe, vos vas a ser un gran bandoneonista, pero al tango lo tocás como un gallego. ¿Tenés traje azul? Muchachos, esta noche tenemos un debut en nuestra orquesta. Todos aplauden. A las 10 en punto largamos. Vení, acompañame, tenemos un buen rato antes de la tocata, le ordena el gordo con su sonrisa bonachona y unos mofletes a punto de estallar. Un reloj monumental pegado a un poster de Amadeo Carrizo marca las 8:30. Se suben a un Citroen 3cv. Siendo quien es el conductor no pregunta adónde pero teme no estar de vuelta a tiempo para el show en el que debutará como bandoneonista de la más grande orquesta de tangos de todos los tiempos. Por Berazategui paran a cargar nafta. ¿Le parece? Por las dudas, esta noche no me puede faltar combustible. El tango se está quedando sin combustible, intenta reflexionar Anselmo. Lo malo del tango es la obsecuencia, pibe. Una persona que escucha tango, toca tango, baila tango, piensa tango, escribe tango, esa persona estropea al tango. El tango nunca te va a dejar, pero vos sí, a veces tenés que distanciarte para mirarlo desde otro ángulo, para mejorarlo, mas si tenés responsabilidades creativas, si no, lo estropeás todo. La obsecuencia es avaricia para con tu pensamiento y la libertad con la que siempre debe manejarse tu imaginación, si te dejás llevar por la gilada, estamos fritos, nunca te lo olvides. Fueron entrando despacito, con el citruca tanteando la oscuridad alumbrando apenas con un foco al 20 por ciento. El Abasto es pintoresco pero aislado, casas bajas, antiguas, seculares. El auto va a los tumbos. Las calles son de tierra muy seca. Cómo le gustaría ofrecerle a Troilo un arreglo de su tango “Seco”. Hay más cráteres que en la luna. Anselmo mira el cielo para verla pero el gordo lo persuade, olvídate se cayó para siempre. La entrada al pueblo es fantasmagórica, todo ruralaje y casas distantes. Entran a una pulpería en el medio de la nada. Vos no hables, le dicen. Un viejo pasado de vida, más arrugado que cuello de tortuga se abraza emotivamente con Troilo. Lloran los dos. El abrazo no se acaba más. Anselmo mira la hora en un enorme reloj pegado a una foto de Amadeo Carrizo, son las 9:45. No van a llegar, se desespera. El viejo apura una botella de moscato y tres vasos. Se acomodan. Los dos viejos amigos se toman de las manos, siguen profundamente conmovidos con el reencuentro. Anselmo se intranquiliza. Acá te lo traigo, dice el gordo. ¿Ya tocaste con Troilo? Esta noche debuto. Es decir que todavía no lo lograste. No. ¿Éste es tu bandoneón? Si. ¿Me lo podrías devolver? El reloj marca las 9:55. No vamos a llegar, Anibal. Andá saliendo pero antes entregale el bandoneón y la navaja al caballero. Justo cuando estaba por alcanzar la puerta el viejo le clava la navaja en la espalda. Anselmo se desangra. El viejito se pone a tocar el fueye como los dioses, Troilo disfruta como un pibe. ¿Tenés traje azul? El reloj marca las 10 en punto.