Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO VEINTICUATRO
2010
Llevan varias horas de charla, Facundo fue perdiendo el espanto o, en todo caso, se fue acostumbrando a recibir data de policial negro ante el relato de cada peripecia de una vida de película. Es consciente que su nombre quedará pegado al de ese hombre cuando publique la nota. En realidad, si se animara, debería escribir directamente un libro, una novela biográfica. La idea le surge junto al mingitorio en esos dos minutos que se tomó un poco para evacuar y otro tanto para respirar. Está agobiado, no, mareado sería más exacto. Y no solamente por el whisky necesario para sobrellevar un reportaje que ya excedió toda capacidad de asombro. Desde hace un par de horas viene cayendo desde el pico de una montaña informativa que no esperaba alcanzar. Una fantástica telaraña de perversión que se va tejiendo con una naturalidad que aterra. El entramado es perfecto. La línea recta que Anselmo fue trazando en su narración facilitará las cosas. No, se contradice. No es una, son varias líneas. Su vida, sus escasas relaciones, el tango y el país. Tiene el santo grial sentado en esa mesa. Todo suyo. Ese hombre no tiene idea del regalo que le está haciendo. El bolillero de la suerte evidentemente le jugó a su favor cuando fue seleccionado por su jefe para esta entrevista. Recuerda que le comentó: Cadícamo es el único que estuvo cerca, murió a los 99. Si éste llega a los 100, con esta nota nos sacamos la grande. Qué sabía Facundo de la vida de Enrique Cadícamo, por las dudas se quedó muzzarella cuando se lo nombraron. Ahora es un erudito. Cuando leyó “Café de camareras” descubrió el verdadero espíritu y el natural ambiente de aquellos primeros años de esta música por boca del letrista más prolífico de la historia del tango. Por suerte es una persona inquieta. Estudió bastante para este encuentro, con cada tarea que le encargan hace lo mismo. ¿Qué sabía él de tango hasta hace una semana? Pensaba que mucho, ahora se da cuenta que poco, casi nada. Ese afán de conocimiento y preparación consuetudinaria es el motivo seguro por el que se ganó la posibilidad de esta suculenta conversación. Aunque el azar habrá jugado su partida también, de haberse sabido previamente algunas de las historias fantásticas que ocultaba este bandoneonista otros colegas le hubieran disputado tan siquiera la posibilidad. Había leído algunas circunstancias de su vida en un par de blogs tangueros, todas muy edulcoradas. Nada de otro mundo. Lo más notorio que citan esas notas, además de sus dotes artísticas, son su parquedad y espíritu solitario. El hombre que nunca ríe, decía una. Los escribientes del tango, notó Facundo en esas lecturas, son demasiado respetuosos a la hora de inspeccionar en la intimidad de sus creadores. Ya casi no hay publicaciones que investiguen sobre el género y sus hacedores. Apenas un par de revistas que son más para publicitar milongas y clases de baile que otra cosa, lo único vivo del tango desde hace algunos años. Este hombre está a punto de cumplir casi un siglo. Madre santa, debe ser el último de aquella época. El último bandoneonista, qué buen título, así podría llamarse la novela si llegara a escribirla. Frase que, con cierta razón, podría enojar a los nuevos bandoneonistas. Aunque no sería el primero en enunciar algo semejante. Entre los libros que pasaron por sus manos en las últimas semanas le llegó uno muy completo llamado “El Tango. Una guía definitiva”. Alguna que otra puteada habrá recibido su autor por título tan excluyente de las nuevas generaciones. Bah, de haber sido tanguero, yo me hubiera ofendido, piensa. Está que no cabe con su entusiasmo. Tiene que calmarse. Debe llegar al final de esa vida novelesca. Mientras se lava las manos lo ataca una desesperación creciente. ¿Y si le agarró un revire y se piantó? Este viejo es capaz. Con la cara y las manos todavía mojadas sale corriendo del baño como si le estuvieran robando la moto. Uno de los mozos se pega tal julepe que casi se le cae la bandeja con varias botellas de cerveza. Se tranquiliza abruptamente cuando desde lejos comprueba que Anselmo se hizo servir otro whisky. Qué le importa cuánto tendrá que pagar por lo consumido. Hace un esfuerzo por recomponer su estado. Avanza despacio entre las mesas. Está atardeciendo. Al viejo se lo nota en paz, satisfecho. Se detiene para contemplar esa imagen. El sol cayendo, las luces del bar todavía apagadas, le dan a ese perfil un aura mortecina fascinante. Vestigios azules y anaranjados en su justa medida le regalan un cuadro que emociona, belleza pura. Piensa en los autorretratos de Van Gogh. La vejez de su reporteado le empieza a jugar una mala pasada. Empatía, se dice, no puedo, qué horror, es un asesino. Habrá sido un músico genial pero este tipo es un perverso. Por favor no, insiste. Reflexiona como esos creadores que deben meterse en el cuerpo, el espíritu y la cabeza de sus personajes para tornarlos verosímiles. Así es como empieza a mirar a Anselmo, más como un personaje que como alguien de carne y hueso cuyo cuchillo atravesó varios cuerpos. Eso no está bien. No se lo va a permitir. Prefiere no interponer ningún manto de clemencia que modifique ni un céntimo lo que piensa de esa bestia repugnante. De ese artista increíble. De ese… basta. Cierra los ojos, quiere poner stop a su vorágine. Toma fuerzas, cuando se siente a punto completa los pasos que le faltan hasta su silla. El viejo lo mira intrigado.
—¿Primera vez?
—¿Eh?
—Se te nota.
—El qué, no, yo…
—Te fuiste a drogar.
—¡No! ¿Por qué lo dice?
—Tenés cara de cocaína.
—No. Se lo juro.
—Miedo.
—Tampoco.
—Te tiemblan las manos.
—Uh.
—Decime qué botón tengo que apretar.
—El rojo.
—Listo.
CAPÍTULO VEINTICINCO
2001
Revolver la polenta le parece absurdo. No tiene opción. Después de muchas quemaduras de olla aprendió que hay que revolverla. Al arroz lo puede dejar solo, es más autosuficiente. La polenta está entre la inmadurez y el cariño, le gusta que le estén encima. Descubrir que ese pensamiento puede llegar a ser gracioso lo hace sonreír. No quiere perder la posibilidad de verse sonriente y corre al espejo que usa para afeitarse. No hay caso, no se le nota. Por más que fuerce hasta el límite las comisuras de los labios es imposible. Se conforma con sentirla. Parece que la vejez viene acompañada de autocompasión. Nunca le molestó que no se le notara la sonrisa pero a los demás parece obsesionarles el tema. Una tarde paseando por el Parque Lezama con Marión, siendo todavía un niño, al notarlo tan serio ella le preguntó si extrañaba su otra vida. Qué otra, la respuesta le salió tan sincera y espontánea que su madre putativa nunca más le volvió a mencionar los pocos años que pasó con sus verdaderos padres. Vos sos mi mamá, ésta es mi vida y a mí me encanta. Recordar aquel abrazo le provoca nostalgia. Era hora, no todos los días se tienen 91 pirulos. Una cosa lleva a la otra y así repara en otro hecho muy natural para él pero que, sin embargo, les llama la atención a todos los demás. Cuando ocasionalmente le preguntan cuál es la fecha de su cumpleaños se le traba algún mecanismo interno, no sabe qué responder, quienes lo interrogan suelen tomar esa no respuesta como un chiste, pero nada más alejado de Anselmo que una broma. Por más que lleve la cuenta de sus años, el cumpleaños como un festejo, como fecha, como mojón, como posta, como algo supuestamente deseado en la infancia, portentoso en la juventud, pesado en la madurez, es un tema que está completamente borrado de sus registros. En cambio si le preguntan por el día de su nacimiento, lo recita con orgullo y mecánica pulcritud: con el centenario, 25 de mayo de 1910. Porta con suficiencia a su vida, le gusta, la disfruta, la transita con una dignidad asombrosa, según su particular punto de vista. Sal a gusto, dice el paquete. No aclara a gusto de quién. Él qué sabe. A la comida siempre la mandó al buche como venía, costumbre de sus pocos años aristocráticos y sumisos en los que ni siquiera podía hablar en la mesa.
Hace unos días le llegó una invitación muy particular. A su puerta golpearon unos jóvenes que se presentaron como músicos de tango. Un petiso pelirrojo, con bigote y barba hasta el pecho que se dijo contrabajista. Una chica gordita, con anteojos de carey azules, bandoneonista. Una flaca simpatiquísima y parlanchina, con inconfundible acento norteamericano, violinista. Anselmo tomaba mate escuchando en su radio portátil “La noche con amigos” cuando abrió la puerta. Tardó en reaccionar. Con su mano derecha sin soltar la manija del picaporte se los quedó contemplando en absoluto silencio. La corte de los milagros, pensó primero. No, se corrigió, mascaritas del carnaval. Cerró y volvió a lo suyo. Pasaron pocos minutos hasta que se repitió la secuencia. Por las dudas, el colorado picó en punta.
—Cómo le va, maestro. Perdón la molestia. Somos sus admiradores. Tenemos un quinteto de tango con el que empezamos a hacer algunos tangos suyos: “Seco”, “La marchanta”, “Fuera de la ley”, “Marión”.
Era imposible que no reaccionara con el último citado. Soltó la manija sin cerrar, volvió a su banquito, se cebó un mate y se quedó mirándolos. Los jóvenes músicos se habrán sentido habilitados a entrar, así que eso es lo que hicieron. Rápidamente le contaron que estaban por emprender su primera gira europea. Como despedida estaban organizando un gran show en el Torquato Tasso de calle Defensa.
—Usted es un monstruo, maestro. No se da una idea de cuánto lo admiramos. No podemos creer que sus tangos hayan quedado en el olvido. Nosotros se los estamos recuperando. Con “Fuera de la ley” llenamos la pista de milongueros. ¿Y a que no sabe cómo se llama nuestro último disco? “Garrotazo”.
Quedaron en pasarlo a buscar el mismo sábado cerca de las nueve. Varias palabras le quedaron orbitando en la capocha: Tango-Monstruo-Fuera de la ley-Olvido-Garrotazo. Qué buena síntesis de su vida, recapacitó. Tal vez Monstruo podría ir antes de Tango. Y Olvido dejarla como última, así el orden quedaría perfecto.
Come la polenta empilchado con el traje italiano. Deben estar al caer. Que esperen esos pendejos de mierda. No puede ocultar, sin embargo, algo de satisfacción por el homenaje del que va a ser objeto. En algún momento tenía que ocurrir. En la radio dicen que el tango está en pleno auge, qué bien, piensa. Pero a la hora de pasar música, ponen los mismos tangos de siempre. Es lo que quiere escuchar la gente, se suelen justificar los locutores cuando algún mensaje de oyente clama por algo nuevo.
El pelirrojo pasa a buscarlo en un Ford Taunus pura gangrena y percusión.
—Este coche es una fiera, es del 85, era de mi viejo, me lo regaló cuando se compró uno nuevo. Es ruidoso pero nunca te deja a gamba.
—Eh, ¿qué hace, para dónde va?
—No, lo que pasa es que está todo cortado, la gente está yendo a Plaza de Mayo, nosotros también iríamos pero no podemos levantar el show. Parece que se arma. Escuche las cacerolas. ¿A usted le quedó mucha guita en el banco?
Encuentran estacionamiento sobre la calle Brasil. Al verlo caminar medio enclenque el joven músico intenta tomarlo del brazo. Al sentir la mano pecosa sobre su cuerpo Anselmo se detiene. Ensaya un zarpazo para zafar del agarre, logra su cometido, pero toma conciencia de que la velocidad de su gesto fue en cámara lenta. Es decir que si el zaparrastroso que lo acompaña decidió soltarlo fue más por deducción que por inducción. Eso está mal, lo deja sin poder de reacción, expuesto a cualquier peligro externo. Repite el gesto. Se esfuerza en que esta vez el latigazo de su brazo izquierdo sea más vertiginoso y agresivo. Estuvo mejor, pero no alcanza. Prueba dos, tres, cuatro veces. Visto a la distancia parecería que estuviera espantando moscas. Fioca, así se hace llamar el barbudo contrabajista, está perplejo, mirando al viejo, en mitad de la vereda, estacionado en un tic del que no puede liberarse. Como todo se originó cuando pretendió ayudarlo, realmente no sabe qué hacer. Indaga sin acercarse:
—¿Está bien, maestro? ¿Le pasa algo?
Alguien le habla. Con esfuerzo enfoca a la voz. Se siente poseído por un cansancio ancestral. Tarda unos segundos en ubicarse en tiempo y espacio. Avanza unos pocos metros custodiado por Fioca. El joven músico de haber podido elegir en el reparto de tareas hubiera preferido limpiar los baños antes que lidiar con el sinsentido de este nonagenario. No puede menos que inquietarse, mira la hora, debería apurar al viejo, la tocata empieza a las 10 en punto, todavía debe cambiarse, afinar y terminar de organizar con el resto del grupo la entrada de su homenajeado. Se mueve, eppur si muove, bromea para sus adentros cuando advierte que Anselmo retoma la caminata. Prefiere dejarlo solo, custodiarlo uno metros por detrás, no falta tanto, simplemente llegar a la esquina y sin cruzar doblar por Defensa. Tiene que conocer el Torcuato Tasso, el instinto tanguero lo va a llevar.
Si alguien le preguntara por su paisaje preferido de Buenos Aires no dudaría en responder Parque Lezama. Al llegar a la esquina de Brasil y Defensa lo sorprende un rosario de olores familiares y la imagen nocturna del más lindo jardín de su infancia. Vuelve a interrumpir la lenta peregrinación para inundarse de algo que por fin le genera un atisbo de placer. Visto lo poco comunicativo que resultó durante el viaje, Fioca decide dejarlo unos segundos con esos recuerdos que seguramente se le están apelotonando en la memoria. Por lo que pudo averiguar es la primera vez que un grupo de la nueva movida del tango rescata su obra. Se entiende la emoción. Respira aliviado cuando Anselmo retoma la marcha pero se agarra literalmente la cabeza cuando lo ve cruzar peligrosamente delante de un colectivo 29 que debe frenar de golpe para no atropellarlo. El chofer lo insulta con una catarata de epítetos que le salen con una prolijidad ensayada, como si puteara de oficio. Anselmo ni se inmuta, avanza a paso de tortuga al corazón del parque. Fioca ingresa en un cuadro de vértigo lisérgico. Excepto por la invitación inicial de entrar al auto, el viejo bandoneonista viene haciendo oídos sordos a todas sus sugerencias. No le respondió ninguna pregunta con la que pretendía iniciar una charla amena y, para colmo, cuando quiso ayudarlo casi le pega una piña. No hay más tiempo, actúa con arrebato, el barco puede llegar a hundirse si el viejo se pierde o le pasa algo. Inicia una loca carrera a todo galope. Es medio chueco, las piernas se le abren con cada salto, no sabe correr, ese muchacho nunca hizo deportes en su vida, o puede ser que se esté cagando, reflexiona en voz alta uno de los tantos espectadores que se amontonan en la puerta del Torcuato Tasso al ver venir hacia ellos a un monigote en estado alterado. Ante el peligro del topetazo la masa informe se abre para dejarlo pasar. El desatado cuerpo pelirrojo en pocos segundos atraviesa salón principal, escaleras, camarín, para detenerse víctima de una crisis de nervios delante de todos sus compañeros.
—¿Qué te pasa, Fioca? ¿Y el viejo?
Está tan agitado que tarda en arrancar. Uno de sus compañeros aprovecha para gastarlo:
—En La menor, Fioca. Cuento cuatro y arrancás, ¿dale?
—Cortala, Tano. Estamos en problemas.
—Largá, boludo, qué pasa.
—Cuando llegamos a la esquina se quedó como hipnotizado mirando el Parque, no sé qué pepa se habrá tomado pero le pegó fuerte, le hablaba y no me respondía. Quise agarrarlo del brazo y casi me emboca. Un 29 no lo atropelló porque Dios es grande. A mí, definitivamente, no me da bola. Hay que ir a buscarlo.
—Cho voy, creou caí simpática cuando fuimos casa – dice Christine, la violinista yanqui.
—Yo te acompaño, no podés ir sola, a ver si todavía se revira, es medio loco ese viejo, yo les avisé y ustedes no quisieron darme bola – dice el Tano, pianista del quinteto.
—No quiero discutir ahora. No es momento. Vayan corriendo antes de que se mande alguna cagada, es impredecible. Enfiló para el centro del parque. Camina a dos por hora, no puede haber llegado muy lejos.
Es como la ceremonia de un circo ambulante. Ellos mismos levantan la carpa, se maquillan, hacen la pirueta, alimentan a las bestias, las cuidan, las limpian, las domestican. ¿Qué harán si se les muere un elefante en medio de una gira? Se lo comen, seguro. Los artistas son unos muertos de hambre, no van desperdiciar tanta carne. El marfil pueden negociarlo con algún traficante, van a ganar muchísimo más dinero con eso que con las chirolas que hoy pueden sacar por el ejercicio de un arte en franca decadencia. A quién le importa en estos tiempos este circo berreta, asqueroso, inmundo. Otra cosa era el Tihany, majestuoso, imponente, pasión de multitudes. Cree haber escuchado que ya no hay más animales en los circos, qué estupidez. Fue dos veces con esa señora paqueta que lo cuidaba y alimentaba antes de conocer a su verdadera madre. Dos funciones consecutivas en el mismo día. El señor marido de esa señora desagradable se ausentaría todo el fin de semana por lo que tuvo piedra libre para manipular a su antojo los acontecimientos. Ese debe ser el payaso, zapatillas violetas, pantalón bordó, camisa hawaiana. La de pollerita corta, trenzas y anteojos de carey debe ser la écuyère, y el matungo ése con cara de nabo el que se deja montar. Comen pizza estos animales, toman vino y fuman marihuana. Marihuana, así se llamaba un espantoso filme que fue a ver en los cincuenta. Quería ver en pantalla grande a la actriz Fanny Navarro. La había conocido por el tango que grabó con la orquesta de Julio de Caro. Salió tan indignado del cine que juró nunca más pisar uno por el resto de su vida, hasta ahora viene cumpliendo. De volver a un circo no tenía nada jurado, de todas formas a éste lo trajeron de prepo. Desde el sillón adonde lo sentaron, ve todo el mecanismo con el que se va gestando la caricatura de una moderna noche tanguera. Se siente muy cómodo apoltronado en un sillón que lo deja pequeño de tan hundido. Le sirvieron whisky y unos sánguches de miga, pero parece invisible a los ojos de la maquinaria nerviosa que circula ante sus ojos. Tiene lógica, se siente espectador. Ante una voz agitada que viene de lejos todos los monos se amuchan en un abrazo conjunto, parecen jugadores de rugby, se tocan y se besan que parecen cabareteros alzados. Fioca, el contrabajista petiso, colorado y barbudo que lo fue a buscar hasta su pieza de pensión, le comunica que van a tocar una media hora de tangos propios y que antes de arrancar la segunda parte con mayoría de temas suyos, vendrán a buscarlo para presentarlo ante la afición.
—¿Tengo que tocar?
—Eso como usted quiera.
—No traje el fueye.
—Por eso no se preocupe, nosotros le prestamos uno.
—Lléneme el vaso.
—Como no, maestro. Qué placer tenerlo, gracias.
Le place la comodidad del apoltronamiento, el servicio y la soledad absoluta de la que goza ahora con comida y botellas de alcohol desparramadas por todos los rincones. Por suerte le cerraron las gruesas cortinas que lo separan del salón principal. De lejos escucha bravos y aplausos cada vez que termina un tango inexplicable tocado por principiantes. Recuerda las fotos de Radiolandia de Fanny Navarro, qué hermosa. Podría haber tenido alguna oportunidad allí. El abandono de Rosita fue demasiado duro. Estuvo meses sin dirigirle la palabra a ninguna mujer. Una vez Marión le opinó que las mujeres le daban miedo. Se enojó tanto que estuvo una semana sin hablarle. La medida de los enojos con su madre se medía por la cantidad de días que permanecían sin hablarse. Tal vez tuviera razón. Muchas veces deseó mujeres a la distancia. Qué cosa. Si tuviera una nueva oportunidad lo haría de otro modo. Tiene ganas de mear. Tan hundido está que le cuesta incorporarse. Será también que el vaso de trago largo lleno al tope de scotch lo dejó a un golpe del nocaut. Generosos los idiotas, piensa. Hace equilibrio en el medio del camarín. De un lado la gruesa cortina que separa del salón principal, del otro una puerta, debe ser el baño. Negativo, terraza. Sirve igual. Tiene tanto por evacuar que deja inundadas cuatro macetas consecutivas. Anselmo Irusta, le parece escuchar. Avanza unos pasos hacia el interior del camarín, casi desmorona al llevarse por delante la mesa ratona repleta de vasos y botellas. Ay, dice y se preocupa, ese estúpido golpe en la canilla le va a doler por varios días. Le hace un guiño el botellón de Criadores. Está muy lejos. Cuál es el problema. Elude obstáculos con formas de estuches, zapatos, vasos y camperas buscando apoyo en algunas sillas. Anselmo Irusta nuevamente, escuchó bien, lo van venir a buscar, le dijeron. Ojalá le den tiempo para alcanzar la botella. Una de las glorias máximas de las décadas doradas del tango y para nosotros uno de sus mejores compositores. Está complicado, se le enredó el zapato en una manga de camisa. Es un honor para nosotros que esta noche…
—Toca usted, master.
—Quiero más whisky.
—¿Lo achudou?
Pestañea fuerte, como si lo hubieran encandilado pero no, es otra cosa, es un fastidio interior. Su mano estirada que enfilaba a la botella inicia ahora una compleja retahíla de señalamientos, como si hubiera perdido el rumbo de sus intereses. Pareciera que su mano primero, todo su cuerpo después, hubieran dejado de interpretar a sus órdenes cerebrales. Se deja caer en una silla. Hace foco en la violinista estadounidense que le sonríe amablemente. Ella le ofrece sus manos para que se incorpore. Anselmo estira las suyas, se deja agarrar, la escuálida musicante tira hacia arriba con fuerza, logra incorporarlo.
—Vamos escenariou, es noche suya toda, bravo, gente aplaude muchísimo su nombre. Lo quieren.
—¿A mí?
—Yes.
—Imposible, si soy un viejo hijo de puta.
—You are the master. Un grande musicou. I love you.
—¿Puedo?
—Off course.
Pobrecita, nunca sospechó lo que se le venía. Anselmo, en peligroso vaivén, deja caer toda su humanidad hacia adelante apoyando groseramente sus dos manos sobre los pequeños pechos de la extranjera. La muchacha contiene el grito de odio. No puede sin embargo zafarse fácilmente de semejante oprobio pues todo el peso en equilibrio del viejo reposa sobre su cuerpo, de dar un paso hacia atrás el ingrato estrolará pesadamente su cabeza contra el suelo. Logra invertir los roles contrapesando su propio cuerpo para soltarse y dejarlo ahí en una oscilación con final incierto. La cortina vuelve a abrirse. Fioca, al borde de un ataque de nervios, les grita que hace como 5 minutos que los están esperando. Christine, desbordada de asco e indignación, deja la escena sin poder contener las primeras lágrimas de un llanto que ojalá no determine su futuro en el país del tango.
Es realmente conmovedor su ingreso al escenario. Se encienden todas las luces del Torquato Tasso para que el gran maestro pueda observar el aplauso con el que lo reciben las nuevas generaciones del tango. Otra vez los ojos apretados, esta vez sí fugazmente encandilados. Ante el riego de una peligrosa caída una posta de manos lo conduce hasta una silla casi al borde del proscenio. La emoción queda plasmada en un aplauso que no cesa. La felicidad es absoluta. Todos sonríen. Todos menos Anselmo y la violinista.
—Anselmo, en principio queremos agradecerle por su vida, por sus creaciones, usted es uno de los grandes culpables de que el tango haya llegado tan lejos. El tango nunca va a morir, maestro.
Entre los reflectores que le dan de lleno en la cara, más la nueva carrada sonora surgida de las palabras del Tano, director y voz oficial del grupo, Anselmo resume murmurando lo que acaba de escuchar a través de la letanía latosa de los parlantes: Vida–Tango–Culpable–Lejos-Morir. En ese orden. Como en un sueño, en un esfuerzo desesperado por aferrarse a una realidad que no logra comprender abre los brazos como buscando una respuesta, gesto que es interpretado por la multitud como un humilde agradecimiento. Otra vez los bravos, aplausos y gritos de fervor para ese viejo artista que tiene el privilegio y la virtud de haber llegado vivo hasta el nuevo milenio. Desde el cielo, unas manos sin arrugas apoyan un bandoneón sobre sus piernas. Al bajar la cabeza hacia el instrumento un hilo de conciencia lo vuelve al juego, lo reintroduce en contexto. Instintivamente envuelve sus manos en las correas. La atención general enfocada en lo que se supone un momento único e inolvidable hace bajar las luces del salón para aunar toda la atención en esa vieja gloria de 91 años que quizá toque por última vez. Un silencio atronador previene el comienzo de la música. Los dedos se acomodan para un Fa menor séptima. Piensa en “La Cachila” por Troilo-Grela con el que se deleitó en su tarde radial. Cuando el impulso está a punto de gatillar lo que todos esperan, ahí, en ese instante, acapara toda su atención una cantidad inoportuna de calcomanías de variadas figuras y colores que adornan la madera nacarada del bandoneón: un osito panda verde fluo, una lengua muy grande y muy roja, un esqueleto en blanco y negro agitando unas cadenas, un pelilargo con bigote bicolor y un escudo de Boca.
La contemplación del engendro lo devuelve súbitamente a la realidad que venía perdiéndose entre colapsos e imprecisiones. Manga de pelotudos, fue lo único que dijo antes de extraer con exquisita pulcritud su navaja con la que achuró de un tajo el bandoneón Ela alemán del año 1929.
Son las 4 de la madrugada. Fue una noche agitada. Parece que renunció el presidente. Cada tanto llegan lejanos rumores de consignas populares, algún patrullero, unas cacerolas, todo diluyéndose en la espesura de la oscuridad. Anselmo incluso escucha todavía los gritos de odio inconmensurable que le propinaron unos pendejos de mierda que viven y alardean creyendo haber descubierto la pólvora. Enfermos, están todos enfermos, piensa. Apenas iluminado por la luz de luna que se cuela por la banderola busca el bandoneón en el ropero. No entiende por qué cuernos todo le cuesta tanto esta noche. Se cae adentro del mueble entre sábanas sucias, toallas, medias y camisetas. Calma, se dice, calma radicales. No sabe por qué dijo lo que dijo, algún espíritu se le habrá metido en el cuerpo. Alcanza penosamente el triunfo de la incorporación. El instrumento le pesa horrores. Tambaleando peligrosamente llega a una silla. Enredando las manos en las correas siente algo de paz por más que la cabeza no para de darle vueltas y vueltas. Quiere cerrar los ojos pero una asquerosa nausea lo hace retroceder en el intento. Gatilla sin pensar, deja que el espíritu que se le metió en el cuerpo decida el tango. Ojalá sea el espíritu de Eduardo Arolas. No reconoce lo que toca, se pone feliz. Debe estar componiendo después de tantos años, la noche lo amerita, fue una velada única. Lo arrebata un sugestivo impulso de incorporarse sin dejar de tocar, es tan confuso el movimiento que ni él mismo llega a comprenderlo. Quisiera no hacerlo y concentrase en el tango que está desgranando. El calor ingrato y húmedo del orín brotando incontinente lo reconforta y estimula con una seguidilla de acordes furiosos que suenan magníficamente bien. Se siente tan feliz que hasta le dan ganas de cantar. Unos golpes rabiosos lo interrumpen:
- ¡Callate, viejo puto! – le grita un vecino.