Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO CUATRO
2010
Anselmo saborea el último trago del whisky. Lo deja unos segundos impregnando sus papilas gustativas. El placer es exquisito, los ojos se le cierran sin querer, hay imágenes evidentes en ese acto, será quizá la calidad del scotch o tal vez la evocación de cosas, hechos, vivencias y otras yerbas que ni pensaba sacar a la luz. Facundo está demudado con el relato que acaba de escuchar.
—¡Mozo! ¡Otro!
El empleado del bar se acerca y le sirve.
—¿Usted quiere algo más?
El joven periodista ni responde, sigue shockeado. Sus ojos oscilan entre el hombre que espera su respuesta, el viejo que busca en sus bolsillos el frasquito con el misterioso polvo que le echa al whisky, y el grabador que sigue rodando a pesar de la pausa natural impuesta. El brazo del mozo pasándole groseramente por delante para retirar su taza vacía lo obliga a reaccionar apagando el aparato.
—No sé si creerle. Me está Me parece muy fantasioso que haya cometido un crimen tan salvaje a tan corta edad.
Anselmo lo escucha como si no hiciera falta, tranquilo, ajeno. No alcanza a entender las dudas del muchacho, tampoco le importa. Guarda el frasquito, revuelve el alcohol con el dedo, bebe.
—Mejor, no me crea.
—En caso de publicar esto, usted estaría en problemas.
—¿La parece? Pasó tanto tiempo.
—Con buenos ojos no lo van a mirar en su barrio.
—Que yo recuerde nunca me miraron bien.
—Sí, pero ahora…
—Haga como quiera.
—¿Sus padres no le preguntaron de dónde había sacado ese bandoneón?
—Entonces me cree.
—Digamos que sí.
—¿En cuánto tiempo saldría publicado esto?
—Dos o tres semanas.
—¿Quiere seguir escuchando?
Facundo responde encendiendo el grabador.
CAPITULO CINCO
1919
Un grandísimo salón emperifollado con enormes cuadros históricos. Todas batallas cruentas con héroes discutibles y víctimas originarias. Inmensos jarrones finamente ornamentados en cada uno de los rincones. Paredes revestidas con boiserie de madera, sobrecargadas con metálicos detalles dorados y bajorrelieves grecorromanos. Alta alcurnia en los más mínimos detalles. Una gigantesca araña de bronce con cientos de caireles desciende sobre una larguísima mesa de roble maciza que en esta particular ocasión oficia de tablado. Desde allí, Don Manuel Carlino, 45 años, pelo encrespado, bigote moustache, elegante levita de chaqué, cuello diplomático, corbata de seda y rabiosos gemelos de oro arenga al borde del paroxismo a una treintena de hombres, la mayoría tan bien vestidos como él, otros, con uniforme policial.
—¡Contra los indiferentes, contra los anormales, los envidiosos y haraganes! ¡Contra los inmorales, los agitadores sin oficio y los energúmenos sin ideas! ¡Contra toda esa runfla sin Dios, ni Patria, ni Ley, esta Liga Patriótica Argentina levanta su estandarte de Patria y Orden!
Todos los presentes estallan en fervorosos vítores y aplausos.
—¡Bravo, bravo! ¡Viva la patria! ¡Viva la liga patriótica!
Carlino arremete con más furia todavía estimulando a sus ya enardecidos acólitos.
—¡Fuera los extranjeros!
—¡Fuera!
—¡Mueran los judíos!
—¡Mueran!
—¡Mueran los anarquistas!
—¡Mueran!
—¡Mueran los comunistas!
—¡Mueran!
El pequeño Anselmo, ajeno por completo a tanta jarana, ingresa por una puerta del fondo portando la caja con el bandoneón. Busca entre el gentío embravecido hasta que descubre a su padre, extrañamente exaltado, parado arriba de la mesa. Jamás lo había visto en actitud semejante, enarbolando sus brazos como un gran orador, siendo admirado y aplaudido por tanta gente. Tal vez estuviera declamando algún poema o texto teatral. Descubrir estas dotes exquisitas de su padre, justo cuando a él le acaban de augurar un futuro artístico, es una buena señal del destino. Feliz con el descubrimiento acomoda la caja del instrumento en un rincón y ahí se sienta ansioso porque su progenitor retome su oratoria. Qué mejor manera de terminar una jornada a puro espectáculo que contemplando a su propio padre ejercitando su arte.
—¡Traigan al anarquista!
Entre dos en mangas de camisa de seda arrastran a un obrero amordazado, con las manos atadas por la espalda. El hombre hace denodados esfuerzos por zafar de los golpes que le propinan a su paso. Lo suben a la mesa. Carlino lo expone como un trofeo. Lo sujeta de los pelos como a una bestia a la que acaban de cazar. Lo obliga a arrodillarse. Manipula la cabeza del prisionero como una marioneta sin respetar el límite de las articulaciones del pobre hombre cuyas arterias se inflan de ira y de dolor. A cada arrebato de la bestia le sucede un rosario de latigazos, bastonazos, estiletazos que llueven desde los cuatro costados del tablado improvisado.
—No habrá piedad contra los traidores a la patria. Esto es lo que hará cada uno de ustedes con cada huelguista de los talleres Vasena.
El manejo escénico de Carlino es realmente elocuente. Conoce la forma exacta de manipular los tiempos, las pausas, los gestos para mejor estimular las emociones de la civilización. La cabeza levantada al cielo buscando un pensamiento que ya tiene definido es una pose claramente premeditada.
—Pero no debe ser ésta una decisión unilateral. Ustedes deciden.
—¡Muera el traidor! ¡Muera el anarquista! – gritan algunos de manera aislada hasta que lentamente todas las voces se hacen una:
—¡Muera! ¡Muera! ¡Muera!
El ritmo simétrico de los gritos establece un clima cuasi religioso. Carlino contempla orgulloso a los suyos exponiendo en esa armoniosa letanía la convicción profunda que los moviliza. Lo invade una emoción que lo sorprende. Ni él mismo sabía que su amor por la patria podía provocarle tal vibración interna. No es de hombres llorar, por eso no lo hace, pero con su puño libre se golpea rabiosamente el pecho trasmitiendo así los sentires y razones de sus convicciones. Tira cada vez más fuerte de la grasosa cabellera del obrero que gime a sus pies. Cuando siente que el fervor reinante llegó a su climax, su sonrisa extasiada de pronto se transfigura en una mueca ridícula ante la imagen de su hijo, sentadito sonriente sobre una caja negra, en un extremo del lustroso salón. El chico al verse observado levanta una manita y lo saluda a la distancia. El padre se tensa al extremo que todos sus seguidores enfocan en simultáneo el objetivo visual que distrajo al gran Carlino del golpe de gracia que estaba a punto de dar. El cuadro de toda esa furia grupal desenfrenada sorpresivamente aplacada ante la imagen del niño sonriente es patética. Como en un partido de tenis las cabezas de los presentes van y vienen de acuerdo al fugaz dialogo gestual que se establece entre padre e hijo. Carlino con su mano libre le pide que se vaya. Anselmo le dice que no con la cabeza. Por nada del mundo querría perderse la actuación de su padre. El líder patriótico le hace una frenética señal a Francisco, uno de sus lugartenientes, para que se haga cargo de la situación con el niño. El enfoque de la turba apunta ahora al tercer participante que será quien resuelva el inconveniente. El niño siente una mano que lo alza y se lo lleva no sin antes rescatar la caja con el bandoneón. Una vez comprobada la salida del chico, Carlino capta nuevamente toda la atención pegando un conmovedor grito extraído de la más recóndita caverna de su furia. La masa hirviente repite la inflexión sonora casi a la perfección. El líder extrae un arma de su cintura, apunta a la cabeza del obrero y allí se detiene en una pertinente pausa teatral que busca azuzar a sus fieles que responden al instante:
—¡Muera! ¡Muera! ¡Muera!
El pequeño Anselmo, aferrado a su caja, seguido por Francisco, atraviesa un enorme hall todo revestido de mármol, repleto de escultóricas figuras sobre altísimos pedestales. En las paredes cuelgan enormes, tétricas y dientudas cabezas de animales disecados. Del salón que acaban de dejar se escucha la potente detonación de un disparo. Anselmo se para en seco.
—¿Pasa algo malo?
Enloquecidos gritos de júbilo interrumpen un silencio que duró casi nada.
—Al contrario, Anselmo ¿no escuchás la felicidad de esta gente? Tu padre es un gran hombre. Un luchador que defiende los intereses de la patria. Ojalá que cuando te hagas hombre seas como él.
Anselmo no puede ocultar su satisfacción ante tan oportuno comentario.
—Yo ya soy como él.
—Me alegro por vos, entonces. Tomá, te merecés esto. No te olvides decirle a tu papá que yo te lo regalé.
Francisco, de la solapa de su saco, descose de un tirón el escudo de la Liga Patriótica en donde se destaca, bordada en hilo dorado, la frase “Paz y Orden”. Con un alfiler lo prende en la camisa del chico mientras lo empuja gentilmente hasta la salida.
—Dice tu padre que vayas para la casa, tu madre debe estar preocupada, es muy tarde.
Anselmo se deja conducir hasta la vereda entusiasmado con infinidad de ideas, conjeturas y reflexiones que se le apelotonan en su cabecita loca. Habiendo comenzado una lenta retirada bajo el estricto contralor de Francisco, lo asalta un hermoso pensamiento. Se vuelve.
—¿Mi papá es artista?
—¿Por qué lo preguntás?
—Porque lo aplaudían.
—¿Si te aplauden sos artista?
—¿Sí, no?
—Entonces tu papá es un gran artista.
Con la pesada caja en una mano y el enorme escudo en su camisa, camina pensativo por la noche solitaria. Fue tan diversa e intensa la jornada que a su aguda imaginación le cuesta discernir por cuál recuerdo del día arrancar su disfrute evocativo. Haberle extraído una azarosa melodía al bandoneón fue de una excitación asombrosa, las ganas de volver a tocarlo le hacen olvidar el hambre y el cansancio. No ve la hora de encerrarse en su habitación con ese gusano mágico entre las piernas. Ser poseedor de su propio instrumento es una verdadera bendición de Dios. Finalmente habrá que hacerle caso a su madre y rezar aunque de mentira a alguna divinidad, agradeciendo este privilegio. ¿Y el tango? Ésa fue la gran revelación del día. El tango. Asombro y misterio. Circo y aventura. Sin darse cuenta apura el paso. Quiere meterse ya mismo en el tango, no quiere dilatar ni un segundo esa adrenalina inesperada que le corre por todo el cuerpo. Tango. Suena lindo decirlo, tanto como desearlo. Tango. Hundirse, bucear, navegar, vivir, gritar, correr, jugar en esa música que penetró con tal firmeza en su almita inquieta. Pero el corolario de este gran día es saberse digno de su padre, de su raza, de su estirpe. Quiere ser aplaudido como su progenitor y que éste sienta orgullo por su hijo pródigo.
Cruzado por tantas reflexiones ingresa a su casa. La pulcritud de ese enorme living entra en cortocircuito con las rodillas mugrientas del mocoso. Enfila directo a una majestuosa escalinata que conduce al piso superior, no quiere que su madre lo interrumpa con, seguramente, una caterva infinita de preguntas sobre su extensa jornada lejos del hogar. No alcanza el segundo escalón antes de la aparición de una elegantísima y membruda señora con los nervios alterados.
—Anselmo, ¿sos vos?
—Sí, mamá. ¿Quién va a ser?
Casi sin respirar lanza una catarata de palabras amontonadas.
—Ay, hijo. Estaba preocupada. Andás mucho por la calle, vos. Eso no está bien. La mamá de tu amiguito también estaba asustada. No supe qué decirle. Nos terminamos consolando mutuamente. No podés desaparecer así como así todo el día. Tenés que ser responsable. ¿No pensás en mi angustia por no saber de vos? Sos muy chico todavía.
—Papá dice que ya soy el hombre de la casa.
—No está bien eso que dice. Tengo que hablar muy seriamente con tu padre. Que te ponga límites. Obligaciones. Lecturas instructivas. Observaciones piadosas. Tal vez un tutor como se hacía antiguamente – al advertir la caja negra que porta su hijo- ¿Qué tenés ahí?
Un remolino de pensamientos sobre un posible futuro inmediato practicando horas y horas el instrumento, le hacen decidirse por la verdad o, al menos, parte de ella.
—Un bandoneón.
—¿Qué?
—Me lo regaló un amigo de papá – apura para evitar repreguntas peligrosas.
—¿Un bandoneón? ¿Qué asco, no?
—¿Por?
—¿Con eso no hacen el tango?
—Sí.
Suficiente para él. Se detuvo ante su llamado, la escuchó y le respondió con respeto, tal como le reclama diariamente su padre. Gira de un salto y enfila para su habitación subiendo de dos en dos los escalones. La madre junta las manos como en un rezo, cierra los ojos, respira profundo, tal como le sugiere su marido que haga cada vez que su único hijo consigue alterar sus emociones. También se lo dijo el médico de la familia: Elena, tómese un tiempo antes de enojarse, sus nervios la van a matar, no hay remedios para todos los males. Abre los ojos. Una ligera sonrisa autopiadosa la ilumina antes de llamar:
—¡Julita! Prepárele el baño a Anselmo antes de la cena.
Desde lejos le responden:
—Enseguida señora.
La habitación de Anselmo es toda blanca. Techo, paredes, suelo, cama, escritorio. El único detalle que interrumpe la armonía acromática es un enorme cristo tallado en madera. Entra y cierra. Se desparrama por el piso. De un bolsillo saca el reloj de oro, sin siquiera mirar lo lanza al tacho de basura y lo emboca perfectamente. Se arranca de un tirón el estandarte que le obsequiara Francisco que corre el mismo destino que su botín de guerra. Abre la caja con prestidigitadora precisión. Saca el bandoneón, lo estira en toda su extensión arriba de su cama. Es tan lindo que le haría el amor si supiera de qué se trata. Se acuesta a su lado. Lo abraza. Cierra los ojos buscando el sueño. Es mucho el cansancio. Se escuchan golpes a su puerta y de inmediato la voz de Julita:
—¡Anselmo! ¡El baño ya está listo!
Salta sin dudar. Adora bañarse. Julita le da la mano y lo conduce en silencio. Sin chistar se entrega. Parece un niño tan bueno. Julita es jovencita, flaquita, formal, preciosa, viste almidonadísimo traje de mucama compuesto de vestido negro, delantal y pechera blancos, y lazo en el pelo prolijamente recogido. No debe alcanzar los 18 todavía. El niño obediente se queda paradito en mitad de la sala de baño, ya conoce la rutina. La mucama se le acerca y comienza a desvestirlo. Es un respiro para ella esta tarea, se lleva de maravillas con Anselmo, charlan tanto que muchas veces doña Elena la reprende por el retraso en servir la cena. Una vez desnudo se sumerge en la bañadera. Su pensamiento vuela por todos lados. Julita le enjabona el cuerpo y él se deja hacer. Las conversas entre ellos arrancan siempre al momento del enjuague.
—Qué julepe le diste a tu madre. Estaba preocupada. Si hasta fue de doña Teresa para averiguar de vos.
—¿La mamá de Tuco?
—Raro ¿no?
—Claro, si dice que es una chiruza inculta.
—¡Chiruza! A mí también a veces me dice chiruza. Igual no me ofende, si total ni sé yo que querrá decir. Por ahí es algo lindo o cariñoso. ¡Chiruza!
Lo dice como cantando. Anselmo lo nota y la mira. Le gusta Julita. Es la persona que más quiere de aquella casa.
—Julita ¿a vos te gusta la música?
—A mí me gusta Gardel.
—¿Qué es Gardel?
—El tango.
—A mí me gusta el tango.
—Entonces te gusta Gardel. Me alegro. Por fin tenemos algo en común.
—Sí.
Anselmo se vuelve a perder en sus pensamientos.
—Yo cuando sea grande voy a ser artista ¿sabías eso vos?
—¿Artista, vos? Tu papá te mata si te hacés artista.
El chico frunce las cejas y la boca. No le gusta nada lo que le están diciendo. Cae en la cuenta de que es la segunda vez en el día que escucha decir lo mismo.
—¿De verdad pensás eso?
—Se nota. ¿Vos no te das cuenta?
—¿Por qué no tienen una fonola? Dinero sobra. ¿Cuándo van al teatro? ¿Dónde ves un libro?
Julita se incorpora para alcanzar un toallón. Lo abre para recibir a Anselmo. El chico, sin embargo, no sale del agua.
—Dale, Anselmo, que tengo que ir a servir la comida. Después me retan y no puedo decir que es por tu culpa.
Como no le responde, deja la toalla arriba de una silla.
—No vayas a tardar que después la ligo yo.
Julita se va masticando gentiles insultos. Él sale del agua pero su cabecita sigue en lejanas latitudes existenciales. Se envuelve en el toallón así nomás. Chorreando agua se pone a revolver la ropa sucia que quedó tirada en el suelo. De sus pantalones cortos extrae su navaja todavía manchada con sangre del bandoneonista. Abre la canilla del lavatorio, la enjuaga, la seca, la mira y la guarda.
El último bandoneonista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia