Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO SEIS
2010
Anselmo, de un bolsillo interior de su saco, extrae su pequeña navaja. La deja junto al grabador de Facundo. El muchacho queda paralizado, no logra dilucidar si se trata de una amenaza. Por las dudas acerca su mano hasta el aparato y lo apaga. Abre su morral para guardarlo.
—¿Qué hace?
—Pensé que…
—Que qué…
—Que habíamos terminado.
—No sea estúpido, ¿quiere? Deje eso ahí.
Facundo obedece como un prisionero ante la orden de su carcelero. Lo sorprende, sin embargo, la actitud de su entrevistado. Al fugaz ceño fruncido para emitir un mandato, le sigue, sin solución de continuidad, algo que podría considerarse un atisbo de dulzura.
—Es la primera vez que recuerdo tanto. Se lo agradezco. Nunca pensé que llegaría tan lejos. Créame. Me había imaginado un callejón oscuro con los ojos arrancados por alguna venganza impaga. Un lunático clavando el cuchillo de atrás. Un buitre disfrutando de mis vísceras. Parece injusto que sea precisamente yo el que haya atravesado intacto todo un siglo. Es la prueba de que Dios es un ingrato. Guarde eso para usted. Parecen de mentira las voces que vuelven tan… intactas. Ay, Julita… tan adorable. Pobrecita, habrá quedado atrapada entre aquella gente horrible.
—¿Sus padres…? – no alcanza a formular ninguna pregunta. Anselmo se escapa de su grato pensamiento.
—¿Qué?
—No, digo, quiero decir, imagino que habrá podido hablar con ellos, con su padre, al menos, de su futuro en el arte, de hecho si llegó hasta acá…
—Dios, o cómo mierda se llame esa cosa, me marcó. Lo escribió en la palma de mi mano. Aquella noche supe que ya no podría salir de este corral. Tampoco hubiera querido. El chiquero está atestado de porquerías pero entre tanta inmundicia está la música, que es la santa palabra de ese hijo de puta. Al ponerme el sello en la palma, este ñato, me dio la gracia de su voz sagrada, de la música ¿se entiende, no? Yo no digo que no exista, yo digo que es un hijo de puta peor que yo.
Facundo asiente inerte.
—Aunque, claro, descuidó los mecanismos de mi inspiración y en eso también debo agradecerle. Yo simplemente me dejé llevar por las imágenes, los acontecimientos, la vorágine. En cada paso, cada acto, cada canallada, cada inmundicia se exprimía un tango. Lo supe enseguida… con aquellas notas…
—Perdón ¿cuáles?
Anselmo le blande ante los ojos su navaja.
—¿Quiere rebobinar la cinta? Cabaré, músicos, saludo, rechifle, navaja, trastada, clavada, melodía, charquito rojo…
—No, está bien. Siga, por favor. Lamento la interrupción.
—Aquellas notas fueron el comienzo de mi primer tango. Un tango oscuro, imprudente, de tránsito lento, como les gusta decir a los milongueros. Siempre me lo piden. Les encanta a los bailarines. Los estimula a un abrazo… cómo decirlo, un abrazo… final, eso. Un abrazo de despedida, de muerte. Hay coito en ese abrazo. Este tango bien bailado es la prefiguración del orgasmo. Por eso suele ser el último, no queda fuerza ni tiempo para nada después de ese baile justo antes de apagar las luces y cerrar la puerta. Ese tango les desenfunda las más oscuras pasiones. Si supieran cómo se inspiró…
—En tres semanas se enteran.
Facundo se sorprende con sus propios dichos, se asusta de sus palabras. Fue una frase surgida de la más pura ingenuidad, sin ninguna amenaza. Así también lo entiende Anselmo que lo toma como un aporte reflexivo.
—Cuando lo sepan, les va a provocar mayor excitación. El tango no es ingenuo. El mundo está podrido. Yo simplemente lo musicalizo. ¿Lo conoce?
El muchacho niega. El viejo, como un alma tiernamente poseída cierra los ojos buscando la melodía escondida en algún punto lejano de su vida. Se resiste. La encuentra. La tararea.
CAPÍTULO SIETE
1919
Anselmo está sentado contra el respaldo de su cama, el bandoneón sobre el regazo, buscando esas cuatro o cinco notas que azarosamente tocara en el primer acercamiento con ese diabólico instrumento. No tarda mucho en encontrarlas. Las repite una vez, dos, tres, veinte. La voz de Julita llega desde otro mundo, del anterior, del que ya no será nunca más:
—¡Anselmo, la mesa está servida!
Una voz, que debe ser la suya, responde de inmediato:
—Ya voy.
Tarda apenas un segundo en reaccionar. Alguien respondió por él. ¿O fue él? ¿Pero cuál él? El que era antes o este otro que acaba de aparecer y que se encontraba parapetado detrás de oscuras intenciones hasta este descubrimiento total. Rápidamente coloca el fueye en su caja, lo guarda debajo de la cama y sale absorbido por el animal deseo de comer.
Desde el rellano de la gran escalinata advierte la llegada de su padre. Se queda observándolo con admiración. Algo cambió en la forma de percibir a ese hombre luego de haberlo visto ejercitar sus dotes oratorias ante un nutrido grupo de espectadores. Manuel Carlino cuelga el sombrero y el saco de un perchero. En su cintura queda expuesta su arma. Aparece Julita.
—Señor, la cena ya está lista. Su señora y el niño Anselmo lo esperan en la mesa.
La joven mucama no puede disimular su sorpresa ante ese revólver que se evidencia ostensiblemente delante de sus ojos. Se paraliza del susto. El hombre, al advertirlo, es invadido por una corriente de aire libidinoso irresistible. Tanto se nota la tensión del momento que el pequeño Anselmo, entrenado ya en los habituales arranques inesperados de su padre, decide ocultar su cuerpo detrás de la escultura en yeso de la diosa Atenea que adorna el descanso de la escalinata. Carlino se acerca a ella, la envuelve con sus brazos, la arrincona contra el perchero, le pasa la lengua muy lentamente por el cuello. Julita, cerrando los ojos del asco, se deja hacer. Su patrón, como si fuera una frase de amor, le susurra:
—Me lavo las manos y voy.
Una mesa larguísima, exagerada. En una cabecera el padre, en la otra, la madre, en el medio, pero a mucha distancia, el hijo. Están terminando de rezar.
— … en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén.
Los tres empiezan a comer en silencio. Es un silencio duro, espeso, incómodo. El roce de cada cuchara con los platos, aun siendo delicado, es un ruido molesto. Terminan la sopa al mismo tiempo. Como una coreografía cuidadosamente ensayada los tres apoyan la cuchara al costado del plato hondo casi al unísono. De la nada, como si hubiera estado agazapada entre las sombras de la insignificancia, aparece Julita a recoger la vajilla. La espera del segundo plato los obliga a cruzar miradas incómodas. Doña Elena evidencia cierta perturbación, tiene algo para preguntar. No será fácil, imagina. Sabe que su boca está impoluta pero aun así toma la fina servilleta de tela verde agua y se la pasa por los labios, quiere darse ánimos. Ese mínimo gesto capta la atención de su marido. Es el momento. Pide el correspondiente permiso, por supuesto.
—¿Puedo?
—¿Se puede saber qué es ese regalo que le hizo un amigo tuyo a Anselmo?
El pequeño se atraganta con un pedazo de pan que disimuladamente estaba masticando. El padre queda perplejo ante la inquietud de su esposa. Le clava la mirada mientras hurga en su memoria. La mujer sabe que no está capacitada ni autorizada para ninguna irreverencia por eso baja prudentemente la mirada hasta su plato playo todavía vacío. Carlino no puede evitar cierto goce perverso al recordar la sangre brotando de la cabeza del anarquista. Aplaude en silencio su prevención de tener indumentaria de recambio guardada en aquel salón. Por fin le llegan las imágenes de su hijo a punto de arruinar la gran velada y la oportuna intervención de su delegado Francisco. Le imprime a su respuesta cierto clima de intrascendencia.
—Ah, sí, me contó Francisco. Es un buen amigo. ¿Qué te sorprende? No tiene tanta importancia.
A ella se le escapa un rezongo.
—¡Pero cómo que no es importante!
Carlino se paraliza boquiabierto ante semejante expresión. Su dedo índice ensaya una extraña parábola hasta apuntarle a la distancia.
—¿Cómo dijiste?
La sensación de la punta de un estilete empujando contra su pecho interrumpe cualquier desarrollo. Se da cuenta de su exceso. Se desespera. Inicia un sucesivo toqueteo de todo lo que la rodea: servilleta, plato, tenedor, copa. Sigue con su boca, nariz, pelo, frente. No sabe cómo dar por terminada esa incomodidad ni anular la frase pronunciada con irreverencia.
—Disculpame, querido. Es que… Nada. Después hablamos.
El puño de Carlino contra la mesa retumba en el barrio entero.
—¡De ninguna manera! ¡Esto se habla ahora!
Por la puerta de la cocina justo estaba entrando Julita, pero al advertir el clima reinante vuelve sobre sus pasos.
—¡Estoy esperando que hables!
La desdichada mujer toma aire de no sabe dónde. Agacha la cabeza. Está temblando. Busca pronunciar las siguientes palabras tratando de quitarles trascendencia. Cómo quisiera volver a la paz de dos minutos atrás. Buscando apoyo en la copa de agua por fin susurra:
—Me sorprendí, eso es todo. Es un regalo que puede…
Se corta asustada. Se da cuenta de que estuvo a punto de cometer otra imprudencia. Sin mover ni un milímetro de su cuerpo arquea suavemente la mirada para inspeccionar el estado gestual de su marido. Lo conoce a la perfección. Sabe cuándo es momento de callar, o de dialogar, o de preguntar, o de retirarse. Sin embargo esta vez se topa con un color de sus pómulos que parece salido de un relato fantástico de terror. La nariz palpita como si se estuviera llenando de rabia. ¿Será posible que estalle?, se pregunta entre ingenua y aterrada. La esclerótica de los ojos quedó rasgada de rayas verdes y rojas. Si no fuera su querido esposo debería tomar a su hijo de la mano y salir corriendo antes de ser ambos devorados por ese monstruo indescifrable que acaba de aparecer en su propio comedor.
— …condicionar su futuro.
Lo dice sin pensar en las consecuencias. Lo dice y baja la mirada. Lo dice y vacía de un trago la copa de agua. Lo dice y se pasa la servilleta por la boca. Lo dice y quisiera, ahora sí, salir corriendo para encerrarse a llorar en su habitación. Pero para que la velada se prenda a su memoria como una rareza jamás imaginada, Carlino baja la guardia, se le desinflan las arterias, bebe un poco de agua.
—Es cierto. Y con más razón ahora no entiendo el reproche. El hijo será como el padre. ¿No es ésa la ley de la vida?
Algo está mal, piensa Elena. Queda descolocada. Deben estar hablando de cosas diferentes. Advirtiendo la súbita relajación de su consorte decide explayarse.
—Sí, sí, claro, justamente por eso me resulta extraño que…
La aparición de Julita la interrumpe.
—Señor, lo llama por teléfono el General Dellepiane.
Carlino revolea la servilleta encima de la silla y sale presuroso, debe ser muy importante para que el mismísimo General Dellepiane lo llame a estas horas a su propia casa. Elena deja aflorar toda la tensión de los últimos minutos y se lanza en un sollozo incontenible. El pequeño Anselmo, sabiéndose generador involuntario de lo que acaba de enfrentar a sus progenitores, luego de elaborar cuáles serían los pasos más convenientes a sus intereses, decide correr tras de su padre.
Sentado detrás de su escritorio, Carlino termina de hablar por teléfono.
—Sí, mi general, mi gente sabe muy bien lo que tiene que hacer… Pierda cuidado, mi general… Sí, así es. Y estamos muy satisfechos con todo su respaldo. Las armas que recibamos estarán en muy buenas manos, despreocúpese… Hasta mañana, mi general.
La satisfacción que siente al colgar el aparato se le traduce en una postura corporal de héroe milenario. Se sabe protagonista de acontecimientos que trascenderán los tiempos. Golpean la puerta. Antes de habilitar guarda en un cajón el arma que había quedado arriba de su escritorio.
—¡Adelante!
Entra Anselmo. Su padre advierte una actitud inusual en su hijo, algo entre respetuoso e irreverente.
—Papá, ¿puedo hablar con usted?
—Después de la cena.
—Es muy importante.
Lejos de enojarse siente orgullo de esa valiente y decidida actitud de su hijo. De tal palo, tal astilla, piensa. Además, algo debe explicarle del episodio ocurrido hace un rato en la reunión de la Liga Patriótica.
—Claro, hijo. Vení. Sentate. La cena puede esperar. Es hora de que hablemos de hombre a hombre. ¿No te parece?
El pibe asiente y se acomoda en un desproporcionado sillón de terciopelo azul. Sus pies no tocan el suelo. Tiene los cordones de sus botines desatados. El padre se lo advierte. Obedece, corrige y rápidamente se vuelve a instalar para una charla que si bien supone no será fácil, espera colabore en los planes sobre los intereses e inquietudes que acaba de descubrir hace unas pocas horas.
-—¿Y se puede saber qué es eso tan importante de lo que me que querés hablar que no puede esperar?
-—Es con respecto a mi futuro.
-—¿Tu madre ya estuvo llenándote la cabeza con ideas libertarias?
Anselmo frunce el ceño sin entender mucho a qué se refiere su padre. Por el tono con que se lo dijo juzga que lo mejor es negar y avanzar directamente sobre la decisión tomada.
—No, no, no es eso, papá, para nada, se lo juro, ella no me dijo nada. Yo solo lo decidí.
—¿Qué?
—Que ya sé lo que quiero ser cuando sea grande, papá. Por eso fui a su encuentro hoy. Y después de verlo a usted parado ahí arriba, hablando con tanta emoción, aplaudido por tanta gente…
Manuel Carlino no puede contenerse. Desde que nació su único hijo gusta de imaginarlo en su edad adulta como un continuador de sus propias ideas y proyectos. Se incorpora orgulloso abriendo los brazos para recibirlo en un cálido abrazo. El niño no cree recordar un gesto de efusividad semejante de su padre, ni para con él ni para con nadie. Dejándose llevar por la corriente actúa en consecuencia respondiendo con todas las fuerzas que se lo permiten sus delgados brazos. Animado por tanto afecto, se lanza a boca de jarro con sus definiciones:
—Yo voy a ser artista, papá.
Sorpresa es poco. Demasiado exiguo. Desconcierto sería la palabra adecuada para describir la sensación de Carlino justo antes de transformar su cara en una mueca atroz. Antes de abrir los brazos en un mohín incomprensible. Antes de ladear un centímetro su cara quizá para desenfocar el próximo paso que su instinto ya decidió. El pequeño ve en cámara lenta cómo la mano derecha de su padre se tensa, cómo sus dedos se entrelazan crispados y aun previendo lo que se viene no atina a moverse cuando una terrible cachetada se descarga sobre su pómulo izquierdo.
Anselmo, desde el suelo, siente la sangre y el desprecio brotando descontrolados. Padre e hijo entienden el espejo de esas miradas que se reconocen en la misma raíz de puño crispado. Sobran las palabras, escasean lágrimas, todo se expresa en gestos de odio ancestral. Anselmo inicia una carrera desenfrenada hacia su habitación que deja sin reacción a su padre.
Los pasillos y escaleras de la gigantesca mansión familiar son ahora infernales parajes de un laberinto infinito. La mente se atasca cuando los sentimientos escupen perdigones de cólera. Culminar su corrida en el lavadero en vez de en su habitación es una ironía del destino de la que ya habrá tiempo de burlarse. Los gritos furiosos de Carlino y el llanto desquiciado de Elena parecen a punto de cercarlo. Respira, piensa, no es posible que se pierda en su propia casa. Lección aprendida desde ahora y para siempre, cuando el corazón galopa desbocado, cerrar los ojos un instante y restablecer las coordenadas del presente. Lo hace, lo descubre, no le resulta difícil reencauzar el rumbo por pasillos y puertas para llegar hasta su habitación. Cierra con llave, salta a su cama y ahí sí, llora por última vez en su vida. Todavía no sabe que el paso de la infancia a la adultez, en su caso, habrá de saltearse la adolescencia. Seguramente allí se cifre toda su vida futura. Sabe que ya nada volverá a ser igual. Todo su ser está plagado de angustia y decepción. Todas las decisiones ya están tomadas sean cuales fueran los acontecimientos de los próximos minutos. Su destino está escrito en la palma de su mano. Esta noche requiere concentración. Se enjuaga los mocos, endereza la espalda, se apoya recto y firme contra el respaldo, y espera que esos pasos, gritos y llantos que suben por la escalera pronto se descarguen contra su puerta. Tres, dos, uno:
—¡Abrí carajo! ¡Abrí!
—Por Dios, hijo…
—No sé qué mierda le metiste en la cabeza a tu hijo, pero ahora resulta que quiere ser artista.
—Culpa de tu amigo que le regaló ese instrumento de prostíbulo.
—¿Pero qué mierda decís, infeliz?
La bofetada duele a través de la puerta. El llanto de su madre, sin embargo, no le provoca ninguna pena. Anselmo, con el rostro firme, su espíritu retemplado y un hilito de sangre que le baja por la boca, se apoya en la puerta de su habitación tratando de escuchar la conversación de sus padres. Elena, entre sollozos con amenaza de infarto, segura de que nada habrá peor que el sopapo que acaba de recibir, decide no interrumpir su incontinencia:
—¿De dónde sacó si no ese bandoneón?
—¿Un bandoneón? ¿Pero vos estás loca?
Eso que arremete contra su puerta seguramente es el cuerpo de su madre sacudido por su padre. Una tenue sonrisa se dibuja en el niño. La puerta, esa estúpida puerta de roble maciza y ampulosa, que generó tantas estériles disputas en su momento por el costo desmedido, es ahora un tabique infranqueable, su punta de lanza a lo que vendrá. Es increíble cómo, a pesar de los golpes furibundos, esa madera que parece de hierro ni siquiera vibra de tan sólida y noble. De haber sobrevivido aquella frágil de pino laqueado, otra habría sido la historia de este episodio, incluso tal vez del futuro de este niño y por qué no, del tango.
—¡Abrí Anselmo, carajo! ¡Y la reputísima madre que te remil parió! ¡Abrí de una vez si no querés que te mate! ¿Un bandoneón? Lo que me faltaba. Tener en mi propia casa el germen de la pornografía. ¡¿Me querés explicar de dónde mierda sacaste vos un bandoneón?!
Tan seguro y custodiado se siente que mantiene este diálogo con una tranquilidad pasmosa mientras junta algunos pocos enseres de los cajones de su cómoda.
—¿De verdad me va a matar, papá?
—¡Si no abrís esta puerta, te juro que te mato!
—¡Por favor, calmate, Manuel!
Anselmo recorre con la mirada el perímetro de su habitación. Nada desentona, no hay imperfecciones, todo bajo control, la blancura de las paredes expresa armónicamente todo lo que sus padres planearon para su vida futura. Lo asalta una especie de desahogo, paz interior sería el término exacto de haber sabido que así se le llama a ese estado de placidez interna, el hecho de que sus padres hayan sido tan prolijos y previsores. Su recorrido visual se detiene en la única alteración presente, ese señor con cara de mártir clavado a una cruz justo encima de su cama. Se llama Cristo y está en todos lados, recuerda que le dijeron. Él te cuida, él te ampara, él te guía. Se le acerca con una sobriedad que hasta podría calificarse de piadosa. Lo descuelga, le habla cara a cara.
—¿Vos de qué lado estás?
La respuesta le llega casualmente del otro lado de la puerta.
—Por favor, hijito, si no abrís Dios te va a castigar.
—¿Dios o papá?
—Rogá que sea tu padre, el castigo de Dios puede ser inmenso.
Se concentra en la ventana. No hacen falta más reflexiones. Su instinto ya está haciendo su trabajo.
—¡Abrí carajo!
Esconde la cruz adentro del cajón de las medias. Se arrepiente. Reabre, retoma, elige un par sin estrenar, con una media cubre la cabeza del crucificado, la elasticidad del calcetín le permite forrar la imagen por completo, con la otra hace un ajustado nudo por debajo de la madera horizontal. Quiere dejarlo sin aire, no para matarlo ya que lo convencieron de que es inmortal sino para sopesar fuerzas con ese señor en que tanto confía su madre. Deja, cierra y sigue. Ya perdió demasiado tiempo. De abajo del colchón saca su navaja. Se la queda mirando por unos instantes, casi del mismo modo en que unos segundos atrás mirara al crucificado. Sin hesitación de ninguna índole, seguro, tranquilo, amable, dice:
—Ahí le abro, papá.
Se guarda la navaja en el bolsillo. De abajo de la cama saca su instrumento. Alcanza la ventana. La abre. Carga la caja del bandoneón como puede, se trepa y salta por techos, enredaderas, columnas y capiteles hasta ganar la calle.
Haber comido un poco de sopa fue una suerte, con hambre sería mucho peor este momento de incertidumbre. La sumatoria de peripecias vividas en una sola jornada aumentó el peso del bandoneón. Después de unas pocas cuadras a puro galope se ve obligado a aminorar la marcha y descansar sentado en su banco portátil. Vagar sin rumbo a las 2 de la tarde, acompañado por su amigo Tuco y sabiendo que al final lo esperan cama, baño y comida es bien distinto a hacerlo de noche, sin dinero y sin saber siquiera en qué cama se va a intentar conectar con los angelitos de sus sueños. Lo preocupa, lo intriga, pero no lo atemoriza. Al fin y al cabo es otro tipo de aventura, diferente a las que estaba acostumbrado a vivir, algunas de las cuales, incluso, lo habían amenazado con evidentes peligros físicos.
De un tremendo topetazo por fin cede la puerta. La madre llora y gime, el padre bufa e insulta. Mientras él corre hacia la ventana abierta, ella intensifica el llanto al descubrir en la pared el contorno de la cruz faltante. Manuel Carlino, con gesto adusto y preciso mira en lontananza agitando decisiones que, sabe, serán definitivas. Con la sensación de haber recibido la noticia de la muerte de alguien querido, ante la inevitabilidad de los sucesos, Elena esboza una sonrisa dolorosa por una deducción que la tranquiliza de algún modo:
—Dios lo va a cuidar.
Anselmo, serio, ceñudo, con los brazos cruzados, está sentado en un banco de plaza con la caja a su lado esperando que su olfato de supervivencia le indique por dónde continuar. Un hombre sesentón pasado de rosca alcohólica, se acerca tambaleante. Señalando la caja le pregunta:
—Ey, pibe, ¿se lustra?
—¿Qué?
—¿A esta hora lustrando? Por mí está bien, de paso retardo la vuelta a casa. Una hora de más o de menos mi esposa ni lo va a notar, toma pastillas para dormir y los hijos ya están grandes, casados los dos, por eso me escapo de noche, porque me aburro, pibe, qué cosa que tengas que laburar siendo tan chico, a mí me pasó también, por eso me gusta ayudar, aunque los veas claritos ponele pomada marrón de la más oscura que tengas, están viejos y así se nota menos que están viejos, ja, si se pudiera hacer lo mismo con uno sería fetén fetén…
De lejos pero no tanto le llegan algunas voces que se entrecruzan en una conversación. Al girar en esa dirección descubre a Marión despidiéndose de dos compañeras de trabajo. Listo, decidido, ese será el objetivo. Gentilmente abandona al borracho.
—Disculpe, señor, pero por hoy ya hice suficiente. Buenas noches.
—Que tengas suerte, pibe.
Las dos mujeres doblan por la esquina perdiéndose en la penumbra de una calle lateral. Marión comienza a bordear la plaza a paso firme. A la altura de donde duermen los juegos para niños su imagen se esfuma por unos segundos. En un pestañeo Anselmo la pierde de vista. Se yergue tenso, le agarran palpitaciones, quisiera llorar. Será ese maldito y todopoderoso Cristo de su madre realizando pases mágicos para obligarlo a volver, víctima del hambre, el sueño y el desamparo. No puede ser tan poderoso. O tal vez sí. Por algo su madre confía tanto en él. Creer o reventar piensa, pero tacha inmediatamente lo pensado al ver reaparecer luego de unos segundos a Marión por detrás de las hamacas. Comienza a perseguirla a prudencial distancia. Mientras acelera sus pequeños pasos trata de elaborar un plan para abordarla, entendiendo que no tiene otra alternativa para evitar pasar la noche a la intemperie. Excusas, motivos, argumentos se le enmarañan como un cruel acertijo a medida que se acerca. La mujer acelera el ritmo al advertir que la están siguiendo, mete la mano en su cartera, saca un cuchillo, se frena de golpe y gira enarbolando el filo en dirección al perseguidor. Al descubrir al chico se queda como atolondrada por la sorpresa, un intermedio entre carcajada e insulto al aire.
—¿Y vos qué hacés acá?
—Es que…
—¿Me estás siguiendo?
—No tengo adónde ir.
—¿Y tu familia?
—No tengo familia.
—¿Y tu amiguito?
—Él sí tiene.
La complejidad de la situación casi que la deja sin palabras. Se le escapan algunos gestos mudos buscando qué hacer o, al menos, qué decir. No puede evitar referenciar el estuche del bandoneón, aunque sabe perfectamente qué cosa contiene una caja semejante, igual pregunta:
—¿Qué tenés ahí?
—Mis cosas. Recién un viejo me confundió con un lustrabotas.
—Parece el estuche de un bandoneón.
—Son mis cosas.
—Es peligroso que andes así. Alguien puede pensar que es otra cosa y hacerte daño para robártelo. Hoy asesinaron a un músico en la puerta del cabaré para calotearle el fueye.
—No pasa nada, sé cómo defenderme.
Tímidamente hace asomar la punta de su navaja para que la mujer la vea. Marión empalidece. No quiere hacer o decir nada de lo que luego pudiera arrepentirse. Lo mira analizándolo con minuciosidad, algo le queda claro, no es un chico común, lo advirtió esa misma noche cuando lo encontró merodeando dentro del cabaré. Algo misterioso, algo prodigioso, algo muy profundo esconde esa criatura en el fondo de su alma. Se miran en silencio, sin apuro. Ninguno de los dos sabe que ese instante en el que Marión está a punto de tomar una decisión definitiva será el disparador de futuros cargados de música y violencia. Pasados unos cuantos segundos fuera del tiempo y del espacio, un halo de certeza transfigura el rostro de la mujer en un guiño genuinamente cordial.
—Está bien. Vení. Pero sólo por hoy, ¿de acuerdo?
—Sí. Gracias.
La cabaretera le ofrece su mano, Anselmo se la toma y se van caminando juntos para siempre.