Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO ONCE
2010
—No entiendo. ¿Por qué se mató? —pregunta ingenuo Facundo.
—Yo me hubiera reventado el cráneo también si me hubiera animado. Me dio una lección ese hijo de mil putas. A ver si me entendés, nene. Se había muerto Gardel. ¡Gardel! ¡¿Es que Gardel no significa nada para vos la concha de tu madre?!
CAPÍTULO DOCE
1945
Fue una verdadera lucha. Ningún criterio ajeno entraba en las cabezas en disputa. Llovieron insultos y alguna que otra botella. Sobre todo después de que Anselmo arrojara despectivamente a la basura la fina tela negra que tan diligentemente había comprado Marión pensando en confeccionarle un esmoquin para el debut. Llevan una semana sin hablarse. En años de convivencia nunca se habían atrevido a tanto. La personalidad indómita de ambos tira más que cualquier yunta de gigantes. Cuando se cruzan en el desayuno no vuela una mosca pero Marión, rigurosa y responsable como siempre, no deja de hacerle el café con leche, servido en taza de porcelana, junto con una ensaimada recién salida del horno de Serafín, el panadero de la esquina, que gentilmente la deja junto a la cancel envuelta en papel cada mañana, llueva o truene. El silencio se instaló en la casa dramáticamente. Los ritos del cabaré se mantienen firmes, los roces, las señas y los gestos de comienzo y final de show, pero palabras, ninguna.
Rosita, lo más parecido a una novia que jamás habrá tenido Anselmo, quiso interceder intentando explicarle al músico la importancia del aspecto exterior al subirse al escenario en estreno tan significativo. Todo el prestigio ganado hasta aquí como compositor y bandoneonista ingresa en otra etapa de su desarrollo al estrenar orquesta propia. Ella lo había aprendido precisamente de Gardel, el inventor de todo lo que se refiere al tango, incluso la imagen del tanguero.
—¿Nunca te preguntaste por qué me visto de hombre para cantar?
—La verdad que no. Te conocí cantando así, me impactaste vestida así y punto, a otra cosa. Pas de reflexión.
—Cuando me vestía como quería mi mamá, cantaba igual, pero me escuchaban cuatro gatos locos y casi que tenía que rogarle a los buenos músicos para que me acompañaran. A los pocos días de morir mi viejo tenía un show en una fiesta privada en el Palais de Glace, no me preguntes porqué me puse el traje que mi papá se había mandado a hacer unos pocos meses atrás, me quedaba un poco grande pero no me costó nada acomodarlo. Les avisé a los músicos que llegaría sobre el pucho, no quería ningún comentario sobre mi decisión antes de cantar. Cuando llegó el turno, los saludé desde la oscuridad del fondo del salón para que se quedaran tranquilos con mi presencia. Terminó la introducción de “Malevaje” y subí los peldaños en el momento justo. “Decí por Dios que me has dao, que estoy tan cambiao, no sé más quien soy”, bastó esa primera estrofa para que desaparecieran todos los murmullos. La ovación del final fue tremenda. Que te digo que estaba Discepolín entre el público y se arrodilló a mis pies, actor exagerado como es, para demostrarme su agradecimiento. Ese día empecé a ser la artista que soy hoy, más respetada y admirada que antes. ¿Por qué? Antes solamente me escuchaban, ahora me escuchan y me miran.
—Yo quiero que me recuerden solamente por mis tangos, no por el color de mi camisa o la tela de mi saco.
—Esperá a que además te miren y después me contás.
—No me pienso poner esmoquin.
—Está bien, pero al menos aceptá que lo usen tus músicos.
—Eso puede ser, pero ¿tiene que ser rojo?
—¿Le tenés miedo a los colores acaso?
—Ellos de rojo y vos de negro. Contraste perfecto. Lo ideal hubiera sido exactamente al revés pero las muchachas vestuaristas del equipo conocemos muy bien los bueyes con los que aramos.
Los músicos llegan en tándem junto con algunos amigos, colaboradores y curiosos. Marión y Rosita están desde muy temprano en camarines acomodando la ropa y los enseres necesarios para una noche especial. Como nunca antes pulula cierto nerviosismo en toda la troupe, es que no todos los días se debuta con orquesta propia.
El Abdullah Club está que revienta, se comenta que las escaleras de ingreso están atestadas de gente pugnando por ingresar al reconocido dancing ubicado en los subsuelos de las Galerías Güemes de calle Florida. Los músicos copetean y juegan al truco esperando el momento de la segura consagración. Sus esmóquines rojos fueron comidilla y comentarios risueños mientras los iban recibiendo. El chismorroteo y las risas sottovoce duraron hasta que uno contó que Roberto Firpo había debutado con su orquesta en París usando trajes con estos mismos colores. Quizá sea el matiz apropiado para condensar la furia enloquecedora que provoca esta música en Buenos Aires. El tango es un río desbordado que desparrama esquirlas de corazones desgarrados por cada arteria de la ciudad. Sus melodías son tarareadas en cada esquina, sus letras escritas en los cuadernos escolares. Jóvenes y viejos discuten y se embanderan con las orquestas como si fueran hinchas de fútbol, los artistas del tango son próceres rodeados por multitud de fanáticos: Troilo, Pugliese, Gobbi, Caló, D´Arienzo viven asediados por entusiastas que les reclaman cada noche seguir tocando hasta que la vida avise que se pasó del otro lado.
Cuando entra Anselmo todo hacen un estruendoso silencio, siguen jugando y bebiendo pero chitos, tal el respeto que profesan por ese hombre, la mayoría por sus dotes como compositor y bandoneonista, aunque más de uno habrá escuchado, tal vez, alguna de las historias violentas que se mentan sobre su director de orquesta. Los manda a un cuarto contiguo para que afinen y se aflojen. Él ahora necesita quedarse a solas con sus dos mujeres. Rosita, ya ataviada con su masculino traje de cancionista, entiende la importancia del momento y las circunstancias familiares que la rodean, por eso prefiere ceder protagonismo fingiendo ocuparse de menudencias. Anselmo se sirve un whisky, lo vuelca al buche de un trago. Enciende un cigarrillo y se detiene a ver su imagen en el espejo. No está mal el traje caqui a rayas ni su camisa amarilla sin estridencias, el mismo atuendo que usó hace cosa de un mes en el Armenonville. Apenas con un leve movimiento de sus ojos se cruza con los de Marión que, quieta como en un dibujo, no puede ocultar la emoción que enrojece su mirada. Es por ello que se resuelve a interrumpir por fin el mutismo que lleva casi una semana.
—De tal palo tal palo- dice ella sonriendo. Está muy orgullosa. Intenta en vano que la fragilidad emocional no se le note.
—De tal palo tal palo- repite Anselmo esbozando eso que él suele decir que es una sonrisa.
—¿Qué bandoneón vas a usar?
—El que ya sabés. Ése que inaugura. Además está manchado con los colores de la ropa de los músicos.
—Eso hasta podría ser simpático. Pero por las dudas no lo digas en público. Habría que explicarlo y perdería gracia.
—Quedate tranquila.
—Te quiero abrazar, ¿sabés?
—¿Sabés que sí?
Hay abrazos que emocionan, otros que duelen, este abrazo no tiene antecedentes, si pudiera describirse con una imagen se diría que es el de la lluvia cayendo en el desierto.
Don Manuel Carlino, viejo, achacoso y virulento, camina lentamente insultando a cada uno de esos trúhanes inundados del falso placer que les brinda la supuesta llegada de un mesías. Le molesta todo lo que viene de esa gente, su inusitada alegría, su fervor, pero sobre todo esa inmunda palabra que le genera urticaria cada vez que la escucha: Perón. Sigue compartiendo códigos y prebendas con sus viejos cófrades de la Liga Patriótica con los que adhiere sin lugar a dudas al viejo Partido Conservador, o lo que queda de él. Está convencido que la turba populachera no encontrará eco en la gente de moral bien aprendida, esto acabará oportunamente cuando el ejército ponga como corresponde las cosas en su sitio. Por lo pronto debe respirar hondo y controlar todos los impulsos que en otro tiempo habrían hecho de esa gente comida para los chanchos. Se regodea al rumiar que no hay ninguna metáfora en ese pensamiento mientras palpa disimuladamente con su mano derecha el arma que lleva calzada en su pechera justo encima del corazón. Hace exactamente 26 años que no ve a su hijo, sabe algunas cosas por publicaciones o emisiones de radio. El tan promocionado debut de una orquesta con su nombre fue el motor que impulsó a Carlino a portar su humanidad al Abdullah Club. No tiene intensiones certeras de cruzarse con Anselmo cara a cara, pero si ocurriera tiene pensado transmitirle la noticia del fallecimiento de su madre hace apenas unas pocas semanas. Y si la cosa diera para más comunicarle que un notario de su confianza atesora el testamento que certifica que todas las propiedades y riquezas familiares, cuando Dios decida llevarlo, serán repartidas entre la Alianza de las Fuerzas Nacionalistas, la Acción Católica y el Partido Cívico por la Patria. El único comentario si se quiere positivo sería agradecerle el hecho de no haber utilizado jamás el apellido familiar para sus infamias artísticas. Ni él mismo podría explicarse las verdaderas razones de avanzar con tal convicción a ese templo en donde se ejecuta esa música que fue la culpable, al fin y el cabo, de todas sus desgracias. Algo secreto e irracional lo conduce hasta allí. Tal vez la muerte de su esposa le haya dado la fuerza para cerrar cara a cara el peor capítulo de su vida.
El Abdullah Club es tierra arrasada por la insensatez que provoca esa música que Dios y el Diablo, por partes iguales, desencadenaron como un diluvio en estas latitudes. Los cuerpos y las almas están afónicas de esperanzas inauditas. Anselmo y su orquesta, con el acorde final del último tango, acaban de desatar la locura de una multitud que arroja sombreros al aire. Marión, desde un costado, no puede evitar un llanto invadido por derroteros y sentidos inexplicables. Cada imagen que la atraviesa le provoca un sollozo que estremece. Pero sin dudas la foto más sensible incrustada en la memoria de su corazón sea aquella de la palma de la mano de ese niño de 9 años, sorprendido en un sórdido cabaré, en donde se leía lo que esta noche quedó definitivamente en evidencia. Esa rara tristeza feliz que le provoca la dicha de esos recuerdos recibe la contención de Rosita que la abraza por detrás. La cantante, aún ataviada con un varonil traje negro, con el pelo recogido y engominado con raya al medio como aprendió de Gardel, no puede contener su propio llanto ante una velada que con el tiempo será mentada como un acontecimiento inolvidable. Esta fecha de octubre del 45 será recordada y desgranada en cuanto libro se imprima sobre los hitos más importantes de la historia del tango. Como el estreno de “Mi noche triste” por Gardel, o el debut del sexteto Vardaro-Pugliese, o el de la orquesta de Aníbal Troilo.
Las dos mujeres tomadas fraternalmente de la mano esperan la llegada de Anselmo que soporta con estoicismo el asedio que detesta de varios espectadores que no se aguantaron y subieron al escenario para saludarlo y felicitarlo. Marión, que lo conoce como nadie, sonríe tierna observando a la distancia la rigidez de los pómulos de Anselmo, los labios apretados, la espalda estricta, la cabeza alzada, todos estímulos naturales de ese hombre al que le cuesta tanto recibir gestos de cariño. Sin que se le escape ni un mohín de ternura se deja por fin abrazar por las dos mujeres. Algo se quiebra al sentir esos dos corazones galopando contra su propio cuerpo, como si hubiera perdido el control de sí mismo se le aflojan los músculos y un serpenteo de emoción, que tampoco llega a tanto, lo invade por unos segundos. Ahora es Marión quien cede protagonismo para que Rosita y Anselmo se besen como se merecen.
Arrastrado por el fragor de la muchedumbre, sin quererlo, casi sin darse cuenta, don Manuel Carlino llega a un punto cercano al escenario desde el que ve a su hijo, entre bambalinas, besarse apasionadamente con lo que pareciera que es un hombre. Creía conocer todos los dolores de la vida, los sinsabores de una paternidad incomprendida, la pérdida de su única esperanza representada en ese vástago indigno, la muerte de su esposa con la consabida soledad instalada para siempre en una mansión que espanta con el vacío inconmensurable, pero esto, esta inmundicia, esta asquerosidad, es la prueba que le faltaba para despreciar la bestialidad del arte y sus hacedores. Jamás, ni en la peor de las pesadillas hubiera imaginado a su hijo transformado en un pervertido. Los hechos se suceden como en una tempestad en mitad del océano. Carlino en vendaval extrae el arma de su pechera y la enarbola bien alto. En principio para mantener el equilibrio afectado por lo que acaban de ver sus ojos y por la marea de gente que pugna por acercarse a su ídolo. Varios gritos advierten de la irrupción del peligro. Hombres y mujeres se abren como las aguas al paso de Moisés. Anselmo con los gritos desaforados reinstala automáticamente todos sus instintos de conservación. Lo primero que hace sin pensamiento alguno es poner a cubierto a Rosita que ve destrozado de cuajo el beso más apasionado que jamás hubiera imaginado. Anselmo, como un héroe entrenado, enfoca el arma antes que al portador. Un reflejo de supervivencia lo lleva de inmediato a querer manotear su propia arma, ésa que siempre lleva consigo, ésa que nunca lo abandona ni siquiera cuando se sube a un escenario. Un insulto con todas las maldiciones del infierno brotan de sus labios enloquecidos. Maldito ese momento de debilidad en que finalmente aceptó ponerse el esmoquin negro confeccionado amorosamente por Marión para su debut como director de orquesta. Maldito el instante en que comprobó que no había manera de subirse al escenario con el arma en su pechera o en su cintura pues la rara confección del saco la hubiera dejado visible desde cualquier ángulo. Maldito el segundo en que descubrió el rostro de su padre, con los ojos inyectados de cólera, bajando en cámara lenta su brazo apuntando el cañón hacia el corazón que alguna vez quiso, para acabar de una buena vez con esta vida de mierda. Pero maldito de los malditos el momento en que Marión interpuso su humanidad entre él y la detonación.
Es el peor golpe de su vida. Justo en la mejor noche. Así debe ser que dicen que es. Estará escrito por ahí. Alguien tendría que echarle otro vistazo a la palma de su mano. No sabe llorar, no puede gritar, por eso asusta tanto la dureza de su rostro contemplando a Marión desangrada y muerta entre sus brazos. Todos los fanáticos que hasta un segundo atrás querían llegar hasta él, huyeron como ratas. El rostro de Rosita está irreconocible por el dolor que la atormenta. Algunos músicos sostienen al asesino que parece ajeno a lo que acaba de generar. El viejo no se resiste, permanece ausente, no entiende qué carajo está pasando, por qué ese tipo que le resulta tan familiar sostiene una muerta entre sus brazos, por qué una mujer que parece un hombre de golpe se le abalanza para pegarle desesperada en el pecho mientas unos cuantos mozos muy elegantes, ataviados con esmóquines rojos, lo sostienen con tanta fuerza que le hacen doler los brazos.
Pasados unos minutos que duraron años, Anselmo, con las manos manchadas con la sangre que más quiso en toda su vida, arquea su cuello para contemplar al asesino. El impacto es atroz. Quisiera entender de qué manera ese hombre al que odió tanto, de pronto se las ingenió para que ese odio crezca todavía más, hasta el límite de ser una bola de cañón incandescente entrando por sus ojos, no para matarlo sino para que sufra y sufra y siga sufriendo mientras el tiempo siga siendo, incluso superando al espacio en su perdurabilidad. Toma conciencia que de un momento a otro llegarán las fuerzas del orden para salvar a su padre del castigo que se merece. Le pide a Rosita que sostenga el cuerpo inerte de Marión. Les dice a los músicos que suelten al ingrato y que le entreguen el arma que mató a su madre. Don Carlino se queda ahí, quieto, apachurrado, como un perro al que abandonaron en el medio del campo y no sabe para dónde arrancar. Parece mentira el deterioro físico de ese hombre que supo ser tan virulento. Mientras lo toma del brazo para llevarlo fuera, se le cruza la imagen de ese mismo hombre, altivo, arrogante, poderoso, parado arriba de una mesa de roble, maltratando a un pobre tipo indefenso para satisfacción y algarabía de unos cuantos idiotas como él. Lo arrastra por las calles sin importarle ser observado por ocasionales transeúntes. Varios edificios se están construyendo en avenida Córdoba, recuerda, así que enfila en esa dirección. Patea una frágil puerta de chapa y se mete en el primer obraje que encuentra.
Lo arroja sobre una montaña de arena. Carlino casi que siente placer de reposar luego de una caminata llena de sobresaltos. Como despertando de un sueño, pregunta:
—¿Anselmo?
Anselmo no responde. Se muerde tanto los labios que su propia sangre se funde con la de Marión.
—Vine para decirte que hace unas semanas murió tu madre. Me pareció importante que lo supieras. También quería decirte que…
—Mi madre se acaba de morir en mis brazos y vos la mataste.
Al no entender esa referencia, Carlino sigue con su monólogo:
—También quería decirte que firmé un testamento en el que…
El primer disparo le apunta a la rodilla izquierda. Como un acto pautado, sin pedir explicaciones ni tratando de entender, soportando el dolor, Carlino grita un poco y sigue con lo suyo:
—… instituciones que estoy seguro continuarán con la obra que…
El segundo estalla en la mano derecha del viejo. Aúlla, tartamudea, gime, pero continúa:
—… además quería agradecerte el hecho de que… el apellido…
Sin pretender apurar el asunto los siguientes disparos quiebran la otra rodilla y agujerean la otra mano. Carlino queda crucificado en la arena. La sangre va dibujando rejas en la montaña. El viejo, contemplando el brazo de su hijo apuntándole al pecho, esboza una espantosa sonrisa mefistofélica previendo el final. Pero Anselmo no le da el gusto, inclina un poco el brazo y el último disparo le revienta las pelotas.
—¡Aaaah! ¡Matame, Anselmo, matame!
—No te voy a dar el gusto de estar a tu lado cuando te mueras. Morite solo.
Caminando en la noche más oscura llega a su casa casi cuando la madrugada se deshace en la luz de la mañana. Una mañana que quisiera no transitar pero que ya está ahí para abofetearlo con ganas. Ni bien abre la puerta de calle, sin llave como siempre, recibe el golpe del tierno olor de la ensaimada que espera junto a la puerta cancel. La soledad de la cocina le duele más que un disparo en el pecho. En la mesa del comedor se pone a guardar alfileres, hilos, tijeras y agujas en el costurero de Marión. Ya en su habitación, con la poca luz que se filtra por las persianas, busca uno de sus tantos bandoneones adentro del ropero. Se sienta en la cama. Cierra los ojos y empieza a gatillar. Escupe el tango de un solo tiro. Un tango trágico, un tango atroz, un tango dolorosamente hermoso inspirado en el odio hacia el hijo de puta de su padre.
El último bandoneonista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia