Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO TRECE
1952
Llovizna fulero en Buenos Aires. Anselmo llega con el sobretodo, la bufanda, el sombrero y la caja del bandoneón empapados. Una vez por semana la orquesta se junta en este sucucho para incorporar algún tango nuevo. Le gusta llegar temprano y el primero, no por dar ejemplo de nada, así le place y punto. En la cocina enciende las cuatro hornallas, en una calienta la pava para el mate y por encima de las otras hace circular sus manos para que se vayan entonando, no hay nada peor que arrancar un tango con los dedos agarrotados. Con los años tuvo que aprender el rito de poner la yerba, agitar para sacar el polvo, inclinar la calabaza para que el bulto se acomode a 45 grados, echar un chorrito de agua tibia, agregar la bombilla tapando el hueco y unos segundos antes del hervor sacar la pava. Cada vez que lo hace le sube como un ardor desde la boca del estómago para transformarse, al llegar al esternón, en una especie de palpitación que rápidamente, por suerte, se desvanece. Sin mucho análisis deduce que eso debe ser lo que la gilada llama emoción o alguna de esas vergas.
Tendría que haberlo advertido, él bien sabe que está escrito en uno, en alguna parte de cada uno, Marión lo leyó en la palma de su mano la noche que lo conoció, Cátulo Castillo hace poco le mostró la medalla que lleva colgada en el pecho con la fecha de su muerte y cuentan que una gitana desesperada hasta llegó a sopapear a Gardel gritándole que por favor no se subiera a aquel avión en Medellín. Marión debería saberlo, por eso aquella tarde, a poco de haberse confirmado la fecha en el Abdulla Club, tan atareada estaba organizando menudencias que mientras enhebraba una aguja le fue dictando esos pasos que incorporó con precisión. De otra manera nunca hubiera aprendido a preparar un mate. Son las dos únicas cosas que sabe hacer en su vida, tocar el bandoneón y preparar el mate. Y cada vez que realiza cualquiera de las dos no puede no pensar en esa mujer que ayudó tanto a modelar su destino.
Qué cosa las mujeres, se dice mateando en solitario. ¿Qué será de la vida de Julita? Ella es el único recuerdo grato de la casa de sus padres. Fue además su voz de la que escuchó por vez primera la palabra Gardel. De Aline conserva un beso robado por ella a las apuradas cuando se la estaban llevando casi a la rastra. Era valiente y enamoradiza la francesa. Fue la última que entregó en una escandalosa subasta entre proxenetas cuando decidió abandonar el oficio para concentrarse únicamente en la música. ¿Y a Rosita qué le anda pasando? Parece sublevada. Él no es de andar pidiendo explicaciones, deja que las cosas fluyan y cuando no lo hacen según su gusto es que comienzan las roturas, los desarmaderos, las ausencias, las cicatrices.
A medida que van llegando, Anselmo nota algo fuera de lo común. Caras largas, como angustiadas en la mayoría. Unos pocos, sin embargo, exponen una sonrisa socarrona que confronta. No acostumbra preguntar. Hola, adiós y apreciaciones puramente musicales, es todo lo que intercambia con ellos. Lo admiran, lo respetan, le temen. Pero además, es el que mejor paga a sus músicos. Argentino Di Paula, desde hace algunos años el arreglador de la orquesta, con los ojos chiquitos de haber llorado, reparte en silencio las partichelas y se sienta en un rincón esperando, ausente, el comienzo del ensayo. Es un tipo tranquilo, blanco, pálido, vive al margen. Como un monje de clausura se encierra durante horas de lunes a lunes para escribir arreglos para casi una decena de orquestas de tango, respetando el estilo de cada una, por supuesto. No son tantos los músicos del género capaces de escribir arreglos. Tocar a la parrilla, improvisando, pertenece a la prehistoria de principios de siglo aunque se puedan encontrar todavía adeptos en fondas y cantinas. Es por eso que el tango creció tanto en estos últimos 15 años, tuvieron que ponerse a estudiar los tangueros. Algunos exageran, ese irrespetuoso de Piazzolla abandonó a Troilo para irse a perfeccionar a Francia, vaya uno a saber con lo que se vendrá ese loco de mierda a su vuelta. Argentino está incómodo, inquieto, sentadito en un rincón sus pies involuntariamente marcan un ritmo asincopado, quisiera irse, no se anima, tendría que inventar alguna excusa. Debe estar atento al pasaje del papel al instrumento, siempre hay errores involuntarios, gajes del oficio, por eso en su mano sostiene goma de borrar y lápiz predispuesto a las correcciones. Cuando se le cae el grafito al piso el estruendo lo avergüenza, ser el foco de atención lo perturba tanto que para zafar de la situación lo primero y único que se le ocurre es pedir un cigarrillo.
—¿Desde cuándo fumás, vos, Argentino?- pregunta el pianista que parece ajeno al clima tenso reinante mientras se le acerca para convidarle uno.
—El lunes empecé- responde y se siente más estúpido todavía por tamaña zoncera.
Ni sabe sostenerlo, ni sabe prenderlo ni sabe pitarlo. El foco de atención se agranda, quisiera llorar. Recién ahí toma conciencia de la tristeza que lo atormenta y se le escapan algunas lágrimas. Por suerte pidió el cigarrillo, los músicos seguramente piensen que es el humo entrándole a los ojos lo que le provocó esa involuntaria gota que corre por su mejilla. El pianista y el contrabajista se divierten a costa del pobre Argentino. Los otros músicos entienden lo que le pasa y agachan la cabeza con angustia y algo de envidia pues el arreglador al menos se atreve a expresar lo que la mayoría de ellos quisiera, pero no se animan.
“Seco” se llama el tango nuevo que deben ensayar. No tiene letra. Ningún tango de Anselmo la tiene. Sus melodías rabiosas enloquecen a los letristas. Hasta hace unos años se le acercaban con sus hojas temblorosas y un puñado de versos cuando Anselmo tomaba su habitual vermú en el Tortoni. Él, mirando para otro lado, simplemente apoyaba su navaja junto al platito de maníes que nunca comía y ese sencillo gesto alcanzaba para que los poetas siguieran de largo. Por respeto y consideración hace algunos años aceptó gustoso recibir a Discepolín que tenía algunos garabatos escritos para su tango “Podrido”. Le habló y gesticuló tanto antes de mostrárselos que se paró y lo dejó hablando solo. Cuenta un testigo que tan apasionadamente se expresaba Discépolo que siguió por unos cuantos minutos enarbolando palabras hasta que se dio cuenta de que su interlocutor lo había abandonado. Ya ni se le acercan. Para los cantados en sus shows apela a tangos ajenos que suele seleccionar después de largas discusiones con su cancionista.
Rosita, vestida de luto, con el rostro deformado por el dolor, entra y sin saludar a nadie va directo a la cocina. Anselmo apoya la pava en una de las hornallas encendidas esperando alguna explicación por la que no pregunta. Se conocen demasiado. Él solamente interrogaría por algún compás malentendido, un fraseo inoportuno o alguna desafinación, ella, en cambio, nunca se guarda nada.
—No podemos ensayar. ¿No te das cuenta?
—Qué decís, loca.
—¿No podés, por una vez en tu vida, mirar la realidad?
—Tres minutos con la realidad son los que tengo que ensayar ahora, en cuanto se calle la marmota.
—Se murió Evita, infeliz.
La bofetada impacta seca, plena, certera. Hubiera querido darle con el puño cerrado pero por suerte abrió los dedos justo antes del impacto, le hubiera deformado la cara. La última persona que había osado decirle un insulto semejante hubiera entregado toda su fortuna a cambio de la consideración que acababa de tener con esa fémina insolente.
—¿Quién dijiste que se murió?
La indiferencia de la pregunta le duele más que el golpe. Rosita sale disparada al salón en donde, salvo los gorilas, ningún otro músico había sacado su instrumento de sus respectivos estuches.
—¿Para quién viven? ¿Para qué lo hacen? ¿Quién les dio qué? ¿Gardel, Anselmo, Perón, Evita? ¿Qué los conmueve? ¿Nunca tienen ganas de gritar? ¿Alguna vez se dan el tiempo, no escrito en ninguna partitura, de pararse bajo la lluvia? ¿Alguna puta vez se preguntan algo ustedes músicos de tango que no sea tango? ¿O les pasa la vida enjaulados en sus propios instrumentos? No son héroes ni mártires ni artistas, ustedes son esclavos. A mí también me vuelve loca el tango y la música de Anselmo. Es un endiablado genial enfermo artista del carajo que me deja temblores dolorosos en todo el cuerpo cada vez que escucho su música o canto con su orquesta. Pero esta mañana, esta estúpida y asquerosa mañana argentina, simplemente tengo ganas de caminar bajo la lluvia para ver si alguien es capaz de explicarme para qué mierda y por quién vivimos.
Sin esperar ninguna respuesta se va dejando la puerta de calle abierta.
—Hoy ensayo y función se pagan el triple – decreta el director entrando con la pava y el mate.
El silencio es incómodo. Anselmo desenfunda el fueye y se pone a hojear la partichela que lo aguarda en el atril. El pianista, el contrabajista y uno de los violinistas hacen otro tanto. El resto de los músicos, tres violinistas, tres bandoneonistas, un violista y un violonchelista, más Argentino Di Paula, se van en silencio evitando cruzarse las miradas.
—Brandoni, cerrá la puerta, querés. Está fresco.
El pianista obedece como un alumno ejemplar.
—Esta noche vamos en cuarteto. ¿Alguna duda? Muy bien, empecemos.
El Tibidabo está irreconocible. Tres o cuatro mesas con un nutrido grupo de pitucos que exageran risotadas, como queriendo demostrar que para ellos es una noche de fiesta. La orquesta de Anselmo, hoy cuarteto, arranca sin el presentador habitual. Lo hacen con una milonga movidita, la noche no está para otra cosa. Cuando están a punto de arrancar con el segundo tema el jailaife más exaltado se para y grita:
—¡Mozo! ¡Otro champagne y otro cáncer! Al espumante sírvalo aquí, y al tumor, espárzalo por la Plaza de Mayo.
Anselmo hace oídos sordos, marca cuatro y arrancan. La introducción del piano es vigorosa, la entrada del fueye, apoyada en el marcato del contrabajo, pretende disimular la escasez de instrumentos pero cuando llega el momento del solo de violín algo sucede. El músico parece convulsionar, se le arquea la espalda con cada golpe de arco y todas las notas suenan desafinadas. Anselmo le clava los ojos augurándole una muerte lenta. El pobre tipo sin siquiera advertir la mirada amenazante de su director de pronto se desarma en un llanto incontrolable y en un par de movimientos de una velocidad asombrosa guarda su instrumento y huye del escenario dejando inconcluso al tango.
—¡Bravo, bravo!- aplaude fervoroso el pituco levantando la botella de champagne a modo de estandarte – ¡Hermosa metáfora!
El gerente se agarra la cabeza, está a punto de tomar una decisión conflictiva, pone un disco y ya con la grabación rodando se acerca hasta el borde del escenario para explicarles a los músicos que lo mejor será dar por terminado el show en vivo. Casi sin solución de continuidad, Anselmo, en silencio sepulcral, deja paradito el fueye al costado de su silla, desciende del escenario, sale del cabaré, monta en su auto y arranca. Va subiendo por Cangallo a toda velocidad cuando advierte a su violinista a punto de cruzar la calle. Acelera.
CAPÍTULO CATORCE
2010
—Usted debería estar preso – dice Facundo al borde del tembladeral.
—Qué vale más para vos ¿llegar hasta el final de mi vida y escribir las columnas que te van a hacer famoso, o salir corriendo a denunciarme?
El joven periodista cambia las pilas del grabador. Anselmo enarbola su vaso vacío. El mozo se acerca con la botella y le renueva el beberaje con generosidad.
—¿Para usted otro café?
—No, gracias.
Cuando el mozo emprende la retirada, Facundo se la interrumpe.
—Perdón, master, ¿no me sirve uno de esos a mí también?
El mozo sonríe. Anselmo también aunque no se le note. Entablan un divertido diálogo, de esos que suelen darse entre dos desconocidos que por azares del cotidiano se descubren pensando parecido.
—Lléneselo un poco más.
—¿Le parece? Es muy temprano y no le descubro al fulano uñas de guitarrero.
—Hoy le van a crecer todas de golpe.
—Escuché hace poco que después de muerto las uñas siguen creciendo. ¿Será verdad?
—No es verdad.
—¿Usted es médico?
—No, pero entiendo de muertos.
—Tiene cara de sabio, usted.
—Y usted tiene cara de mozo.
—¿Quieren algo para picar? Me parece, digo, bah, si el futuro guitarrista anda con el buche vacío, después de este etiqueta negra, no creo que llegue muy lejos con la moto.
—Tiene razón. Traiga algunas chucherías. Debo asegurarme de que este pibe llegue a destino.
—Sabio y bondadoso, lo felicito. Ya les traigo.
Facundo parece un bosquejo de sí mismo, con cara de estar viendo una película o muy mala o muy ridícula pero que a pesar de las deficiencias narrativas no puede parar de ver y escuchar con una fruición que lo estupidiza. Anselmo saca de un bolsillo interno del saco el frasquito del misterioso polvo para el whisky. El joven periodista vuelve de su ostracismo y hace foco en el viejo revolviendo la bebida con un dedo para disolver eso que le acaba de poner.
—¿Puedo preguntar qué le pone?
—Si un periodista no puede preguntar para qué vive.
—¿Qué le pone?
—¿Te habrán elegido para esta nota por tu sagacidad, no? Sos una luz, pibe.
—La verdad, que porque soy de los pocos en la redacción que sabe algo de tango.
—Pólvora.
—¿Perdón?
—Que al whisky le pongo pólvora.
—¿No le hace mal?
Anselmo lo mira sin decirle lo que está pensando. Que está a punto de cumplir 100 años. Que no eligió llegar tan lejos. Que es una maldición para muchos que él haya llegado hasta acá. Qué la noche que cumplió 80 con su revólver apuntando a su sien entendió que no era esa una muerte digna para un tanguero de ley como él. Lo detuvo además imaginar toda la sarta de imbecilidades que iban a opinar sobre ese final los pocos periodistas que aun gastaban unas pocas líneas en las últimas noticias tangueras, novedades que se alcanzaban a contar con esas pocas líneas, para qué más, si el tango ya por esa época estaba hundido en la miseria, en la memoria del 40 y del 50. Aquel día que cumplió 80 se despertó en una mugrienta pieza de pensión y así como estaba al despertar, en pantalón pijama y camiseta, se sirvió un whisky, puso una bala en la recamara, se apuntó y justo cuando estaba por descargar, se frenó. La indignación lo detuvo. Imaginó las cosas que podrían llegar a decir de la forma de su muerte: que lo único que quería, el tango, ya estaba muerto hacía rato. Y que con esa muerte quedaría certificada la del género. ¿Habrán escrito algo así cuando se murió Gardel? ¿Dependerá solo de mí que esto siga? Mientras masticaba esas cuestiones fue que bajó el arma, sacó la bala y en un acto reflejo empezó a desarmarla, como para quitarse el deseo. Una vez abierta le pareció imprudente desperdiciar la pólvora y en lugar de a la basura, no sabe porqué, la arrojó adentro del vaso de whisky que lo estaba esperando. Desde entonces se transformó en una práctica habitual. Incluso la tarea de desarmar balas. Lo hace cada mañana mientras toma mate calculando a groso modo la cantidad de whiskies de la nueva jornada que lo sorprende vivo. Nunca, ni en la más optimista de sus noches, hubiera imaginado vivir tanto; ya aparecerá, se decía, algún justiciero reclamando venganza, sorprendiéndolo en plena madrugada descerrajándole un disparo en la frente, o un cuchillazo en la espalda, o un tijeretazo en los ojos. Hubiera sido justo, ni se hubiera quejado, ni siquiera reclamado piedad en caso que hubiera podido, eso menos que menos. La muerte hubiera estado bien merecida, y la violencia del hecho, por supuesto, también. ¿Morir en un hospital? Qué estupidez. No sería digno de su vida. Tal vez este juego de la confesión periodística a la que se está sometiendo de motu propio sea una manera de reclamar el derecho a un final comilfó. Una bala por whisky, todo un presupuesto. Dos cuando va a uno de esos departamentos privados a encamarse con alguna veterana. A los 80 hacía rato que se había olvidado del sexo pero aquel día que empezó a consumir pólvora notó que la pólvora le provocaba una erección inmediata. No solamente sigue viviendo, sino que encima sigue cogiendo. Hace unos años compraba balas suficientes para matar según las turbulencias por las que anduviera recalando, ahora las compra incluso para echarse un polvo.
—Qué raro que no le haga mal.
—Digo que no a que seguramente no te eligieron para esta nota por tu sagacidad.
—¿Podemos seguir?
—Tirá.
—¿Cómo vivió la revolución del 55?
—Una mierda.
—Pensé que era antiperonista.
—Qué tiene que ver Perón con el tango. En el 55 comenzó la revolución de Piazzolla con ese octeto de mierda que vino a complicarlo todo. Esa música endiablada cayó como bandadas de fuego sobre Buenos Aires al mismo tiempo que aquellas bombas sobre Plaza de Mayo. Unas pretendían matar al peronismo, las otras al tango.
El último bandoneonista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia