Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO QUINCE
1956
Tiene urticaria. Lo soportaría sin problemas pero el asunto es que se le nota. Se le advierten ronchas en el cuello, en las manos y hasta en la frente. Tampoco es grave pero a la gilada le da por preguntar. Por eso a pesar del calor va con la solapa del saco levantada, pañuelo al cuello, sombrero requintado sobre el ojo izquierdo y las dos manos en los bolsillos del pantalón. ¿Algo que comió? Ojalá hubiera sido. Anoche, de canuto, con el concierto empezado, descendió al subsuelo en donde Astor Piazzolla tocaba con su octeto. Se quedó parado atrás, en las sombras. Un puntazo en el vientre le hubiera dolido menos. Nunca había escuchado tantas notas desperdiciadas en un conjunto de tango. Se descubrió bamboleándose, no por llevar el ritmo sino para intentar capturar algo de esas endemoniadas variaciones que le escupían perdigones en las orejas y en los ojos. Si, en los ojos, porque esos músicos absurdos y petulantes se reían cuando tocaban, y murmuraban y se miraban y se divertían y el rengo, ese gato hijo de puta, tocó el bandoneón parado, una pierna al piso, la cachuza seguramente, y la otra sobre un cubo de madera. Como si estuviera apurado, como si tuviera que salir corriendo a seguir tocando en otro lugar sin haber terminado todavía en el que estaba. Con la versión de ”Los mareados” empezó la picazón, pero cuando tocaron “El entrerriano” palpó el revólver en su pechera debajo del saco. Le hubiera disparado en los ojos, no, mejor en la boca, para borrarle esa estúpida sonrisa de socarrón engreído.
Lo reciben caras largas. Se respira la incomodidad. Hay un anuncio flotando que hubiera debido comunicarle directamente Nardelli, el capanga del cabaré, pero el cagón huyó antes de cruzarse con Anselmo. Lo conoce bien, prefirió decírselo a Brandoni, seguramente el músico de mayor confianza del bandoneonista, hace más de 15 años que es su pianista. Habladurías mal habidas argumentan que esa fidelidad no es debida a otra cosa más que al temor que le provocarían las posibles represalias si osara cambiarse de orquesta. Ahora es precisamente Brandoni quien debe hacerle el anuncio. Están empezando a llegar algunos espectadores por eso los músicos, conocedores de la rutina, enfilan hacia el cuarto del fondo que oficia de camarín.
—Anselmo…
Lo mira en silencio esperando que complete la frase pero solo quedan los armónicos de la última sílaba de su nombre en el aire. Anselmo se quita el sombrero sin apartarle la mirada. El pianista advierte la roja roncha de su frente. Hace un tremendo esfuerzo para no distraerse y mantener sus ojos en contacto directo con los de su inquisidor. El mito del mensajero que recibe el castigo que debería ser del culpable se instala irremediablemente en el pensamiento de Brandoni que comienza a transpirar gotas gordas que bajan en catarata. Su camisa queda empapada de sudor en pocos segundos. Sin sentarse, Anselmo enciende un cigarrillo. Como si intuyera que es algo fulero le susurra con voz ronca:
– Por qué mejor no esperás a que estemos todos.
– Es que…
– Lo que tenés para decir ¿es para mí o es para todos?
– Para todos. Pero como vos sos el…
– Entonces esperá.
Brandoni quiere sacarse de encima eso que lo atormenta de una vez. Claro que le tiene terror a la reacción de Anselmo, pero mucho peor es estar ahí, duro como piedra del miedo, soportando esos ojos felinos famélicos de una presa para devorar. Si hubiera que montar una escena teatral o cinematográfica de un silencio grupal viciado de nerviosismo extremo este cuadro sería ideal. Faltan Emilio, el segundo violín y Antonio, el contrabajista. Desde el pasillo que viene del salón principal se los escucha llegar a carcajada limpia. Tan embalados vienen que el final del chiste se escucha en primer plano:
—… entonces la esposa llega llorando y le dice: al loro, viejo, fusilaron al loro.
El silencio brutal del camarín los abruma, se quedan paraditos ahí, en la entrada, no llegan ni a cerrar la puerta. Anselmo da una última pitada, con increíble habilidad acomoda la colilla encendida entre el pulgar y el dedo medio, y la lanza como de una ballesta directo a la cara de Brandoni.
—No es mi culpa Anselmo, agarrátelas con Nardelli, él tendría que estar diciéndote las cosas y de puro cagón me lo dijo a mí para que sea yo quien reciba tu enojo. Es injusto que me esté comiendo este garrón.
—¿Sabés por qué te eligió a vos y no a otro músico?
—Supongo que porque soy el que más tiempo lleva a tu lado. Y eso…
—Vos decís que el tipo tendrá anotado en una libretita el tiempo que hace que cada músico de Buenos Aires está tocando con cada músico de Buenos Aires. Flor de organización. Pedazo de estadístico, Nardelli.
—Bueno, no sé, qué se yo, buscó alguien de confianza.
—¿Confianza de quién?
—Tuya, Anselmo.
—¿Vos sos de mi confianza? Y Nardelli lo sabía.
—Y sí.
—¿Por? ¿Cómo? A ver, explícame porque no entiendo.
—Hace como 2 años que tocamos acá, nos habrá visto conversar, ensayar, discutir sobre algún acorde, un fraseo… Me extraña, Anselmo, me conocés bien.
—Al final voy a terminar agradeciéndole a Nardelli.
—¿Qué decís?
—Vos sos un veleta, Brandoni. Pero quédate tranquilo que dentro de lo posible, salvo algunas excepciones, trato de no estropear músicos. Menos del tango. Cuestión de principios. Hay que cuidarse, viste. Cada vez somos menos.
—Anselmo…
—Momento, por lo que sé, vos dentro de muy poco dejás de ser músico de tango ¿no?
—Bueno… en realidad…
—Hace rato que te querés ir ¿me equivoco?
—Eh… a ver… o sea, vengo teniendo ofrecimientos pero nunca quise porque…
—De cagón. Vos sos un cagón, Brandoni. Si tuvieras un poco de entusiasmo por ahí te hubieras merecido un fusilamiento heroico como el de Valle. Pero ni eso. A los que son tan poca cosa no me dan ganas ni de cicatrizarlos. Acabo de enterarme que a partir de la semana que viene vas a ser el director musical del dancing que se abre en esta misma casa. Bravo. Un premio a tu capacidad de hereje. Los jirones del tango dejámelos a mí, todos para mí. Yo me voy a morir con la camiseta puesta. Le agradezco a Nardelli que te haya elegido para esto. Tuve oportunidad de agradecérselo personalmente, me lo crucé en la esquina justo cuando la rata estaba subiendo a las apuradas en su Ford Farlaine joya cero, azul brillante, me gusta ese color para los autos. Ahí me enteré. Me junó justo cuando arrancaba, sin frenar, bajó la ventanilla y me batió de un saque que a partir de ahora este antro será un dancing para el swing, el jazz y el rocanrol.
—Entonces…
—Qué tipo suertudo ¿no? No te quedás sin laburo y encima zafaste de decírmelo de frente.
—Perdoname, Anselmo, tengo dos pibes, viste, y…
—A tocar muchachos. Disfruten. No creo que en sus vidas vuelvan a tocar tango con una orquesta de 12 músicos. Y vos, Brandoni, hacelo como nunca. Ah, y por las dudas me agarre la zaraza, rajá antes del aplauso final. Es mi regalo por tantos años de confianza.
Le raspa el cuello de la camisa, será la mugre, es la misma de las últimas tres noches. Cómo extraña el apresto que le ponía Marión. La planchaba minutos antes de ponérsela, en invierno era un placer que no tiene nombre. Qué hubiera sido de su vida de no haberla conocido aquella noche del 19. Qué sería de su vida si aún la tuviera a su lado. Qué será del tango a partir de esta debacle inevitable. Qué será de él si todo se desbarranca. Suele pensar en vorágine dejándose llevar por los caminos de eso que él llama animalidad, motivo por el que muchas veces se descubre frente a una esquina donde se inspiró algún tango, un viejo placer, un antiguo odio, un rencor inaudito, cosas irresueltas sobre todo. Es habitual, después de tocar, yirar sin rumbo hasta el amanecer. Despertarse después del mediodía, desayunar un almuerzo de fonda y tocar el bandoneón hasta que la luz del atardecer le indique que ya es la hora de prepararse para salir a descerrajar el vicio profesional de la música en el antro, boliche, club, cabaré o teatro que corresponda.
Afloja el nudo de la corbata, se siente como atorado, desprende un par de botones para dejarse respirar, abre la ventanilla, gargajea de colmillo y acelera. La mañana activa motores, el centro se aleja, el catastral y el emocional. Las casas se hacen más vistosas, residenciales, lujosas, se respira otro aire en Villa Devoto, fresnos, jacarandás, tilos. Demasiado bueno para sus hábitos olfativos. Su casa, desde hace algunos años, es un rejuntadero de mugre. Le gustaría creer que circula por esas calles de pura casualidad, que se dejó llevar por su instinto, y sí, es lo que podría afirmarse sin lugar a dudas. Nunca iría Anselmo a un lugar al que no tiene motivos para ir, lo sabe perfectamente, por eso es que baja la velocidad del auto y de sus pensamientos para organizar esos motivos. En la puerta de la hermosa residencia espera un Ford Mercury Montclair impecable, a dos colores, con el motor encendido. Ni que hubiera elegido el día y la hora exactos. ¿Estará esto también escrito en la palma de su mano? ¿Y en la de ella? Un sexagenario con traje que supone italiano, estúpido bigote anchoa y una felicidad indisimulable, tanta que perturba e irrita, carga en el baúl del coche valijas y cajas de sombreros. Siente la boca pastosa, se arranca la corbata y se abre de un tirón el chaleco, algunos botones atraviesan la ventanilla abierta y caen en el empedrado. Para contener todos los impulsos que afloran incontenibles y desesperados pone las dos manos frente a sus ojos. Contempla esa caterva de rayas, marcas y cicatrices de sus palmas queriendo encontrar algún signo, una palabra, un rumor. Cómo mierda será que ven las gitanas lo que dice allí. Quisiera leer lo que va a hacer antes de que ocurra. Como para certificarse que no es él el que decide hacer lo que tiene ganas de hacer, tal vez para echarle la culpa al destino el día de un juicio, como si eso pudiera salvarlo, por qué no, se dice, por las razones que sean y que no le importan, ni la justicia ni las fuerzas del orden cuentan en sus anaqueles con ningún prontuario que lo involucre. Suena raro pero es así. Esto no debería cambiar. Piensa en su edad. Cuenta, debe hacerlo, hace décadas que no festeja su cumpleaños, el último habrá sido con sus padres. Marión incluso tenía prohibido saludarlo, de casualidad se enteró de la fecha, sin querer, revisando unos papeles para un trámite. 46, dos más que los que vivió Gardel. Si ocurriera una tragedia uno de estos días, no estaría mal. Se da cuenta de que está grande porque nunca antes hubiera especulado con las posibles consecuencias de un acto violento como el que se está gestando en su interior. Al liberar la visión que ocultaban sus manos la ve. Es un cimbronazo. Como un choque. La realidad puede ser más dura que estamparse contra un árbol en la ruta a 100 kilómetros por hora. Esta duele, aquella no le importa. Viste toda de blanco, los colores de la primavera que retoña a su alrededor completan el cuadro de una espantosa belleza. Omite un par de escalones para apurar el abrazo. Salta sobre el cuello del asqueroso gordo millonario que la sostiene durante varios segundos en el aire. El beso dura una eternidad. Tanta felicidad lo tortura. Palpa el arma en la pechera.
—¡Señora Rosa! ¡Se olvida sus maquillajes!
Una mucamita rozagante, toda almidonada de celeste, con traje, cofia y delantal, se le acerca corriendo con el necessaire. Le agradece y se abrazan como si fueran dos amigas. Qué horror. ¿Le dijo, Rosa? ¿Habrá escuchado bien? No puede ser. Ella no es Rosa, ella es Rosita. Le habrán quemado el cerebro. No puede ser, insiste, no puede ser, se repite, no puede ser. Sabía por rumores que escuchó de lejos que había dejado el tango pero no que se hubiera entregado al sacrilegio del sosiego y la contemplación. Esto es demasiado. Es ella, piensa, es ella, se repite, es ella, insiste. Al comienzo se dejó estar, la dejó venir, y una vez que cayó, se desparramó y provocó el rebalse. Porque no fue una gota cualquiera, una más entre miles de millones. Una de esas gotas que pasan y siguen y no te afectan. No. Era esa asquerosa gota que rebalsa el vaso arrastrando todo un excedente tormentoso. Marión siempre le hablaba de la gota que rebalsa el vaso y él minga de atención, consejos a la zanja, solía pensar cuando ella comenzaba con su típica batería de recomendaciones. Nunca le dio importancia, tampoco entendía bien a qué se refería con eso de la gota que rebalsa. Lo acaba de entender, la acaba de ver, la acaba de sentir a esa gota. Rosa, se dijo. Ella no es Rosa, es Rosita. Le están haciendo daño, le quitaron el sentido, la abrumaron con espejitos de colores, pero ella, Rosita, es una artista, una artista del tango, la mejor cantante del tango. Debo salvarla, piensa, debería apurarme. El Ford Mercury arranca. Anselmo tarda unos segundos en reaccionar. Cuando lo hace activa la llave y persigue. Acelera, se pone a la par. Ella se empolva los cachetes frente a un espejito de mano, los guantes le llegan al codo. Debo salvarla, dice y se escucha decirlo. Ambos coches se detienen en un semáforo, en paralelo, están a centímetros de distancia. Anselmo mira absorto como ella se maquilla. Está demudado, acongojado, macilento. Al dolor de lo que está viendo se le suma la noche sin dormir, el impacto de quedarse sin trabajo, la traición de Brandoni y el mareo que le está provocando todo el alcohol consumido desde al vermú de las 7 de la tarde del día anterior hasta el moscato que se vació directo de la botella justo antes de subirse a su coche. Por eso será que cuando la luz se pone verde se le confunden los controles y se le apaga la máquina. Habrá sido el ruidoso traqueteo del motor deteniéndose lo que lleva a Rosita a mirar a su vecino de calle justo cuando el elegante millonario acelera. Entonces lo ve, y él la ve, y ella comienza a girar su cuerpo para seguir mirándolo, y él, desarmado, desalmado, borracho y enloquecido solo atina a llevarse el índice a su sien como si fuese un arma y con la boca reseca musitar:
—Pum.