Novela de Luis Longhi
Cada 15 días publicaremos un episodio de este policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
Desearían que fuese una fiesta, un espectáculo de feria rimbombante de esos que distraen y divierten, pero es apenas una noche descolorida robada a la rutina del trabajo y la desesperanza. Enorme y modesto el cabaré de esta Buenos Aires desnutrida con sus mesas repletas de una mayoría masculina. Gente humilde pero bien vestida para la ocasión disfruta de una opaca recreación que por un rato los distrae de sus infortunios. Sin lamentos, sin quejas, sin rezongos. Como si eso hubiera sido todo y ya no quedase más que la tenue claridad de una hermosa melodía encontrada sin buscar por bendición y gracia de un Dios con los bolsillos vacíos. La infamia llegó al país para quedarse quién sabe hasta cuándo. Jóvenes y viejos amontonan sus muecas de labios secos, de manos ajadas, de espaldas torcidas por interminables jornadas fabriles. Uno medio borracho mendiga un beso a una de las mujeres que hormiguean entre las mesas sirviendo copas y vendiendo tabaco. Ofrece unas monedas, recibe el cigarro y una sonora bofetada que divierte a casi todos. El humillado retarda un poco su sonrisa pero también la exhibe. Qué le hace una mancha más al muerto de hambre. Las jóvenes que trabajan sostienen mientras pueden restos de una dignidad que una sucesión de perversas trampas les fue horadando en demasiado poco tiempo. Casi todas ellas llegaron a estas tierras engañadas por inescrupulosos proxenetas dueños de promesas imposibles de cumplir, también de creer, pero así funciona el mecanismo de la inocencia. Si uno aveza el oído se percatará de la variada gama de acentos y matices de la masa gris cuyos colores fueron perdiendo prestancia con el correr de la vida. Turba cabaretera trasuntada por soledades y penas en sordina.
Al fondo se sostiene con esfuerzo un pequeño escenario en el que suena un sencillo tango ejecutado por un guitarrista y un flautista. Al violero aun cuando se lo nota enclenque en su aspecto, se lo siente firme en su oficio, contradicción que se repite en la fuerza de sus acordes y en su osamenta estirada casi exageradamente hasta un cuello que, de vicio nomás, sostiene una cabeza que se tambalea al borde del precipicio. El flautista, en cambio, lo hace con un garbo que estimula al aplauso, la felicidad de su soplido desconoce el destino aciago que le espera a ese instrumento precursor en el futuro del tango. La noche transcurre casi sin quererlo. El humo niebla esporádicas y forzadas risotadas. Sólo hay un foco de atención que podría detonar alguna esperanza. Es una espalda. Sí, una espalda. Una espalda que se mantiene firme en la heterodoxa densidad de almas desarrapadas. Un parroquiano novato podría apostar, sin temor a perder, que ese dorso no tiene sustancia que corra por ninguna arteria. Las cosas transcurren a su alrededor, nadie la roza siquiera, le pasan cerca pero no tanto. Si algún distraído llegara a la barra a pedir una copa y descubriera al dueño de esa espalda, seguramente dejaría el pedido para otra ocasión. El bufetero seca y acomoda las copas pispiando por el espejo, esperando que llegue el momento de liberarse de esa presencia que incomoda.
Anselmo Irusta ostenta unos más que maduros 24 años. La luminaria barata del salón estalla en mil centellas brillantes al espejarse en su perfecta testa engominada. Un poeta avezado podría llegar a conjeturar que las rayas de su costoso traje italiano son los barrotes que impiden llegar hasta su alma infectada de una barbarie tan inaudita como indescifrable. Sus penetrantes ojos claros asemejan los de un felino aunque no precisamente el de uno domesticable. Anselmo fuma. Fuma y bebe reconcentrado en sus pensamientos sombríos. La oscuridad que se adivina en el interior de este hombre se evidencia toda vez que le toca el turno de subir al escenario y descerraja ese instrumento diabólico entre sus piernas. Los orígenes eclesiásticos del bandoneón quedan eviscerados, amputados, transmutados al entrar en contacto con la perversa grandeza de este artista genial. Porque eso es Anselmo, un artista genial.
Escuálidos aplausos de compromiso festejan el final del tango. Más por el final que por el tango. El guitarrista y el flautista se despiden con gesto abatido. No fue ésta ni la anterior ni será la próxima una velada consagratoria para ellos. Lo rutinario de sus noches, de sus vidas, de sus tangos estimularía al suicidio por inanición artística. Tal vez se animen al llegar a sus mugrosas piezas de pensión. El cabaré se encuentra colmado. Las coperas que trabajan entre las mesas desaparecen organizadamente ante la señal pautada de Madame Marión, una hermosa y curtida mujer cuya presencia impone un respeto al que todos obedecen casi reverencialmente. Algunos fervorosos parroquianos, cercanos al escenario, murmuran y ensayan algún disimulado barullo tratando de apurar el número siguiente, el más esperado. Un hombrecito mayor, bajito, de finos anteojos y traje remendado, como si estuviera jugando a las escondidas, sube a tientas los peldaños que lo conducen hasta el rincón adonde reposa el estuche con su instrumento. Antes de que termine de sacar su violín, el pianista, un joven irreverente, de peinado canchero y sonrisa fácil, le apura el La para que afine y quede presto al arranque. En el mostrador, Madame Marión palmea suavemente la espalda de Anselmo anunciándole su turno. Solamente ella tiene esa potestad. Cualquier otro terminaría con el rostro desfigurado. El hombre entiende el llamado, termina de un sorbo el whisky, estruja contra el mostrador un cigarrillo recién encendido, cruza una mirada de mutua confianza con la madama y deja su lugar. En una mesa pegada al escenario, un muchacho imberbe, con el traje dos números por encima de su talla, disimula una tensión emocional evidente bebiendo ansiosamente un trago de alcohol iniciático. Sus pies no cesan de marcar un ritmo interno completamente desarticulado. Anselmo, sin reparar en nada ni en nadie, asciende los peldaños que lo conducen hasta el escenario. Al advertirlo, la masa solitaria, en lugar de aplaudir o vitorear la llegada del gran artista, mengua notoriamente sus exclamaciones. El silencio impuesto es respetuoso y temerario. Ya en el centro del escenario Anselmo fija su espalda contra el respaldo de la silla. Sus compañeros de ruta hace rato que están en las gateras. Abre los brazos como un cristo en anhelada crucifixión. Una respiración profunda sugiere introducción. Las conversas y los murmullos de los espectadores han desaparecido por completo. Madame Marión instala el bandoneón entre las piernas de Anselmo y desaparece procurando que sus pasos sean imperceptibles. El artista ilumina lentamente la concurrencia con su mirada cristalina, acerada, profunda. Mide uno a uno a todos los presentes realizando una sigilosa inspección ocular. Lenta y precisamente su contemplación se cruza con cabezas que se agachan al paso de sus ojos. El muchacho no es la excepción y una vez observado, endereza su postura y aprieta sus rodillas para evitar cualquier movimiento que perturbe la concentración del bandoneonista. Nadie habla. Nadie camina. Nadie bebe. Nadie fuma. Anselmo cierra los ojos para percibir el silencio que ahora es absoluto. Es ese silencio que necesita como prólogo a su música. Realiza un mínimo y bello gesto directriz indicándoles a sus músicos que llegó la hora de escarbar corazones propios y ajenos. La introducción es por demás sensible y austera. Apenas unos pocos compases viciados de dulces amenazas. Anselmo enlaza por fin sus manos en las correas del bandoneón, quiebra los dedos y gatilla un primer acorde espeso, grave, insatisfecho. El tango que apenas si comenzaba, cambia de rumbo hacia una cueva impredecible. Avanza lentamente como si no quisiera, experimentando la conquista azarosa de parajes desconocidos. El muchacho, desde su mesa, agarrado frenéticamente a su vaso, traga saliva hipnotizado entre ese pliego de armonías oscuras que buscan definición, y su inclasificable pena. El pianista y el violinista, más que acompañarlo, lo esperan a Anselmo que desgarra al fueye con cada nota. Notas indefinidas por ahora, que traban, que atoran, que retardan la llegada a ese lugar del no se sabe dónde. El imberbe se aferra desesperadamente al vaso. De una filtración disonante e inesperada surge de pronto una luminosa melodía que embriaga y cautiva sin compasión. El muchacho, con la mirada vidriosa, enrojecida y estática, aprieta todavía con más fuerza el cristal. El intérprete, desbocado en su inspiración, desparrama perdigones musicales que retuercen el espíritu de todos los presentes. La mano de uno de ellos es pura exasperación. La música del trío estalla por fin en toda su expresión demoledora. El vaso se revienta con estrépito entre los dedos agarrotados. Anselmo, con el crujir del vidrio, confunde un acorde. Durante un compás el tango desafina. El muchacho arroja al suelo los jirones de su ímpetu empapados en sangre. Se levanta llorando y grita:
─¡Basta!
La música se desploma de muerte súbita. Por un instante las miradas no entienden, no encuentran el origen del desastre. Anselmo despierta de su sueño musical enceguecido por la asquerosa realidad. Decenas de cigarrillos son encendidos, decenas de vasos escanciados. Se desentiende de las correas de su bandoneón y alza los brazos como si estuviera a punto de levantar vuelo. Su inspiración artística acaba de dar paso a su instinto asesino. Un murmullo temeroso crece en el cabaré. Anselmo, con un rechinar de dientes que amedrenta, busca famélico a su presa entre la multitud de caras atónitas. Sorpresivamente baja la cabeza. Una pausa. Es el impulso previo al zarpazo. Su mirada, atorada en la punta de un zapato, estremece. El muchacho, labios apretados, sin decir palabra, espera respirando al galope que un rayo lo parta. El desdichado ensaya un mínimo movimiento, torpe, involuntario seguramente, con el que hace caer su silla. El sonido de la madera contra el suelo es ensordecedor. Rebota en cámara lenta. Otra vez la sordina temerosa aplaca los murmullos. El bandoneonista levanta la cabeza sin disimular su furia. Deja el fueye a un costado. Se pone de pie. Abre el saco. Sobre un costado de su pecho una funda expone un arma. Avanza dos pasos hasta el borde del escenario mirando en dirección al origen del crujido que detonó el naufragio. El muchacho es un muñeco desvencijado paradito en el medio de su desventura. Su mano sangra. El cuerpo le convulsiona. El alma se le desgarra. Las miradas del tigre hambriento y de la presa herida se entrecruzan. Los ojos de Anselmo escupen cuchillos. Son la bala que sabe su destino. Extrae el arma con tal parsimonia, con tal expresividad que dan ganas de llorar ante tanta belleza teatral. Lástima grande no sea teatro. Le apunta a la entreceja. Lo más lentamente que se lo permiten las articulaciones lleva con su dedo pulgar el gatillo hacia atrás.
El último bandonenista
LUÍS LONGHI, Ed. La docta ignorancia
Excelente. Ya quiero el segundo capítulo!!!
Se agradece.