Soy del 37. Imaginame a los ocho años sentadito en la puerta de mi casa en Charcas y Gurruchaga, con mi gato Menelique en la falda, mirando pasar la vida que me descubría el barrio. Algunos autos, cada tanto un tranvía, los vecinos yendo a trabajar, un perro mansito olfateando a mi gato, un amiguito haciendo compras de la mano de su madre. Un barrio lindo, una calle tranquila, una infancia feliz.
Trabajadores que no son vecinos. Trabajadores de otros barrios con los pantalones arremangados y las camisas al viento. Tranvías repletos de trabajadores. Trabajadores en los techos de los colectivos. Trabajadores gritando mientras avanzan por el medio de la calle. Menelique que se asusta y se mete en la casa. Yo que miro obnubilado a la marea de trabajadores que cantan y me saludan. Camiones repletos de trabajadores agitando sus brazos y entonando, a voz en cuello, canciones que desconozco. Agito mi mano saludando a los trabajadores que me saludan. Multitud de trabajadores delante de mis ojos. Trabajadores y más trabajadores. Mamá que sale con el delantal de cocina puesto y Menelique entre sus brazos. Mi mamá que sonríe hermosa y me acaricia la cabeza. Mamá que me dice, feliz: “Van a buscar a Perón.”. Esa fue la primera vez que lo escuché nombrar. Esa palabra, “Perón”, surgida con tanta dulzura de la boca de mi madre llegó a mis oídos empapada de amor para toda la vida.
Mi mamá, paraguaya, cocinaba para casas de familia. Papá, de Calabria, empezó siendo carrero, transportando toneles con combustible. Después fue cuidador de coches en avenida Sarmiento, en la época en que los cuidadores vestían uniforme con chaqueta y gorra y portaban una autorización municipal que los habilitaba. Papá murió cuando yo tenía siete años. A esa edad empecé a trabajar de repartidor en la carnicería del barrio, después en una farmacia. Hasta que mamá se casó con un comerciante árabe, un tipo extraordinario que me ayudó para que me dedicara solamente al estudio.
Siempre me gustó mucho el deporte. En la secundaria me destacaba en atletismo, lanzamiento de bala, de disco, también en remo. Jorge era mi mejor amigo, vivía justo enfrente de casa. Era hijo de unos peleteros catalanes de mucha plata. Un día viene entusiasmado con la noticia de que la Fundación Eva Perón había creado una Escuela de Líderes. Allí se podían hacer un montón de deportes. Nos anotamos en natación. Los entrenamientos eran en la Sociedad Hebraica bajo la supervisión de Alfredo Yantorno, un héroe del deporte nacional que había participado como nadador en dos Olimpíadas consecutivas, la de Londres (1948) y Helsinki (1952). El curso contaba además con otras materias como psicopedagogía, anatomía, fisiología y adoctrinamiento. Las materias teóricas se daban en la Casa de la Provincia de Buenos Aires de Callao y Sarmiento. La finalidad de la Escuela de Líderes era formar muchachos adolescentes para que en época de vacaciones viajáramos a la costa como coordinadores de chicos de familias humildes, lo que hoy sería un profesor de colonia de vacaciones. Después de varias semanas intensas nos anunciaron que tendríamos la primera clase de adoctrinamiento.
Corría el año 54. Los del grupo de natación —que seríamos unos quince muchachos— estábamos esperando en un salón con un escenario y sillas dispuestas en fila la llegada del profesor. Se asomó una voz pidiéndonos que nos pusiéramos de pie. Se abrió la cortina que separaba la sala de un hall y entró… el Presidente de la República, Teniente General Juan Domingo Perón. Vos que sos escritor, dame alguna palabra para describir nuestra sorpresa. Nuestro profesor de adoctrinamiento era Perón. Los quince nos quedamos en estado de shock. Con mucho disimulo pellizqué a Jorge, que estaba pegadito a mí, tan fuerte como pude durante varios segundos y su única reacción fue seguir con sus ojos los movimientos del General que se puso a ordenar las sillas en círculo. “Vamos muchachos, a trabajar”. Lo ayudamos con la tarea. Nos sentamos. Él lo hizo con el respaldo hacia adelante. Nos hizo unos saludos grupales de rigor y nos empezó a preguntar uno por uno: “¿Vos cómo te llamás? ¿Cómo está conformada tu familia? ¿Tus papás trabajan? ¿Son felices con lo que tienen? ¿Les alcanza? ¿Y de salud cómo están? ¿Tenés hermanos? ¿En qué grado están los más pequeños? ¿A qué escuela van? ¿Los mayores estudian? ¿Trabajan? ¿Qué necesidades tienen?”. Se tomaba varios minutos con cada uno. Así que sacá cuentas, estuvo más de una hora con nosotros. Terminada la ronda de preguntas se paró y se fue.
Recién ahí Jorge advirtió el moretón que le había dejado en el brazo cuando lo pellizqué, se sonrió lloroso y me pegó un abrazo como si acabáramos de batir algún récord nacional. No salíamos de nuestro asombro. No hablamos de otra cosa en toda la semana. A los siete días exactos fuimos nuevamente a nuestra clase de adoctrinamiento. Por supuesto que nos imaginábamos que ahora sí vendría nuestro profesor asignado. A la hora señalada se abrió la cortina y ¿quién entró? Acertaste. Juan Domingo Perón. Tan distendido como la primera vez nos hizo un pequeño reto por no haber dispuesto las sillas en círculo. Lo hicimos a la velocidad de la luz. Arrancó la ronda según los lugares azarosamente repartidos pero esta vez las preguntas eran una consecuencia de todo lo que le habíamos contado la primera vez: “Cómo anda en el laburo tu papá, Jorge ¿andan bien las ventas? ¿Hay buen mercado para las pieles? ¿Ya te decidiste qué carrera querés estudiar? Y vos, Orlando, ¿fue al médico tu mamá? ¿La atendieron bien? ¿Cómo anda su corazón? ¿Puso el local en el Once o sigue trabajando de cocinera? ¿Y tu padrastro, le va bien con el reparto de mercadería? ¿Y vos Daniel, pudieron operar a tu perrito? ¿Consiguió trabajo tu tío Antonio?”. Todo, se acordaba de todo, absolutamente todo lo que habíamos hablado. Y el nombre de cada uno, y los avatares familiares de cada uno, y sus deseos y sus problemas y sus sueños y sus dudas. ¿Anotado algo? No señor, nada de nada. Lo tenía todo acá, en la cabeza. Y nada de política ni de banderas. Nada de eso. Una vez que concluyó la ronda se paró, hizo algunas chanzas deportivas según el equipo del que cada uno era hincha y se fue.
Ni bien se retiró hubo un momento… ¿cómo llamarlo?, un momento de reflexión individual, de introspección, todos calladitos la boca, sin mirarnos. Nos quedamos cada uno en su mundo de pensamientos tratando de dilucidar qué era eso que nos estaba tocando vivir. ¿Esto era una clase de adoctrinamiento? ¿Así se forman los líderes? ¿Cuál es la enseñanza de todo esto?
Qué decirte que a la semana siguiente a la hora señalada ya estaban las sillas dispuestas tal cual nos había pedido Perón. Claro que ninguno de los quince muchachos que habíamos sido tocados por la varita mágica tenía la certeza de que nuevamente el Presidente de la República, con todos los quilombos que ya tenía por entonces, se pudiera tomar una hora y media de su tiempo para charlar con un grupo de adolescentes. Se abrió la cortina y otra vez, Perón. Fueron cuatro las semanas consecutivas que tuvimos el privilegio de su compañía. La clase transcurrió de la misma manera que las anteriores, con Perón preguntándonos cosas propias de cada uno, nuestra semana, las inquietudes resueltas, las contrariedades cotidianas, las vertientes y expectativas laborales de nuestras familias, nuestra salud, nuestras horas de ocio, nuestro futuro. Ya se avecinaban las vacaciones de verano y era menester prepararnos para viajar con los más pequeños a las playas argentinas. “Ustedes saben, lo fundamental son los niños. El futuro del país. Hay que educarlos, llevarlos por el buen camino, enseñarles que sean buena gente”. Fueron las únicas frases consejeras de las cuatro clases.
Con mi amigo Jorge despuntamos muchísimas horas de nuestro tiempo compartido tratando de esclarecer aquellas charlas mágicas. Al poco tiempo, los asesinos del ejército y la marina voltearon a Perón y él, para evitar una guerra civil, decidió no enfrentar a los insurrectos y se fue al Paraguay.
En el 56 me tocó hacer el servicio militar. Lo hice en la Comisaría 21.
Siendo colimba me asignaron la custodia del Almirante Rojas en Austria y Santa Fe. Yo tenía uniforme de policía. Ese delincuente común no sabía que yo era colimba y peronista. Me ubicaba en una garita que habían montado en la esquina de su casa. Debíamos cortar la calle cuando llegaba con su auto oficial. Se asomaba por la ventanilla y nos saludaba. Yo devolvía el saludo y pensaba. Se me pasaban las horas de guardia, en aquella esquina de Austria y Santa Fe, pensando en los laberintos de la vida y en este sorete asesino hijo de mil putas de Rojas que había matado tantos civiles en la Plaza de Mayo, defendiendo intereses foráneos y de familias pudientes y de las corporaciones que se preocupan solamente por salvaguardar sus propias utilidades contra el bien común. Y, como te imaginarás, Perón estaba en cada uno de mis pensamientos. Perón como militar, Perón como político, Perón como hombre, Perón como Presidente de los argentinos y Perón como mi profesor de adoctrinamiento de la Escuela de Líderes. Y ahí me cayó la ficha de sus clases, de sus preguntas y de su preocupación por saber de nuestras familias, nuestros problemas y nuestras necesidades. Pensar en el otro. Esa era la base de sus charlas, de sus clases. Eso nos enseñaba Perón. A pensar en el otro.
¡Qué hermosa historia!
Buenísimo!!!! Hermosa experiencia !.
Querido Luis me hizo llorar lo que leu. Asi fue(es) el General. Sigue siendo adi en el corazon de cada petonista. Viva Peton carajo!!!! Abrazo
Excelente!!! Gracias compañero
Leí ese magnífico libro de Luis, regalado gentilmente y autografiado por él, uno de nuestros grandes artistas y compañero generoso.