¿A qué te referís cuando decís gente común? ¿Qué es una persona común? ¿Alguien que no se destaca en nada? ¿Qué pasa desapercibido por la vida? ¿Es eso? Al contarme que estás entrevistando a personas comunes para tu libro, deduzco que yo, para vos, vengo a ser una persona común, y no estoy muy seguro ahora de querer contarte mi experiencia con el General Perón por el simple hecho de que no sé si no me estás menospreciando con tu denominación. Soy tachero. ¿Eso me hace una persona común? Antes fui remisero y antes de eso tuve un negocio de artículos de librería. Pero cuando lo conocí a Perón era electricista. ¿Un electricista es una persona común? Si yo ahora decidiera cometer una locura y saliera en los diarios por eso ¿seguiría siendo una persona común? Deberías tener más cuidado con los términos que utilizás. Digo, porque en una de esas te topás con un loco cruzado y la podés pasar mal. Voy al baño. Ya vengo.
A ver, reflexionemos. Ponele que yo sea una persona común porque estoy en el medio de la cosa. Porque soy un clase media trabajador. Clase media ¿es común según vos, no? Pero decime una cosa ¿quién estuvo con Perón? ¿Vos o yo? Mirá a tu alrededor. ¿Cuántas personas hay en este bar? ¿50, ponele? Toda gente común, seguramente, porque estamos en un bar común del sur de Buenos Aires que es un barrio común de esta ciudad. ¿Cuántos de los 50 muñecos que hay acá conocieron personalmente a Perón? Sacá un promedio. ¿Entonces? ¿Sigo siendo común? ¿O soy común para todos pero especial para vos? Si querés te paso el número de mi hija, llamala y decile que su papá es una persona común. ¿Te animás? Bancame dos minutos que tengo que hacer un llamado, ya vengo. Pedite dos cafés, dale.
Yo era personal civil dependiente de la casa militar, mi especialidad: la electricidad. Ni bien entré me mandaron de comisión a la Casa de Gobierno, fue el 14 de mayo del 73. Unos días antes de que asumiera Cámpora como presidente. Mi laburo comenzaba a las 6 de la mañana. Iba al depósito, agarraba 30 lámparas, las ponía en un canasto y recorría todos los sectores de la presidencia del primer piso: dormitorio, despacho chico, despacho grande, sala de situación. Así hasta llegar al salón blanco. Atrás mío, obvio, venía uno de seguridad. Bombita quemada, bombita cambiada. Las del salón blanco, además, había que revisarlas unos minutos antes de los actos, no podía haber ni una que no funcionara. 192 lámparas tiene la araña del salón blanco. Yo hacía turnos de 24 por 48, es decir que estaba un día entero laburando y descansaba dos. Estuve unas cuantas semanas en la Casa de Gobierno hasta que me mandaron a la Quinta de Olivos en el área de mantenimiento eléctrico. Ya estaba Perón de presidente. ¿Alguna vez entraste a la Quinta Presidencial de Olivos? Entiendo. La gente común ahí no entra. Te cuento. La quinta tiene como diez cuadras de largo por cuatro de ancho. Te hago un planito para que entiendas. La rodean las calles Villate, Malaver, Maipú y Libertador. El chalé presidencial está por acá. De acá hasta acá había entonces, no sé ahora, una calle cubierta como de 100 metros con techos a dos aguas, donde había dos depósitos, uno estaba lleno de juguetes de la época de Evita. Acá la administración. Acá la usina. Yo acá tenía una cuartito con una cama para cuando hacía la guardia de noche. Acá la casa del intendente. Me dieron una bicicleta para recorrer todo el predio cambiando lámparas y revisando que todo funcionara en óptimas condiciones. Aquella mañana, mi primera mañana, arranco el recorrido por la usina que es desde donde se controlaba toda la luz de la quinta. Estaba chequeando que todo estuviera en regla cuando de golpe se me aparece un perrito. Un caniche. Lo alzo. Siento unos pasos que vienen y ahí nomás se me aparece el General Perón buscando a su perro. Camisa suelta, con bolsillos a los costados, como usan los abuelos. Yo me puse muy nervioso. Pensá que estuve casi dos meses en la Casa de Gobierno y jamás me lo crucé al presidente y acá, la primera mañana ¡zácate! Perón. Y se me mete en la usina. “Quédese tranquilo amigo, soy chusma, me gusta aprender”. Me empezó a preguntar de todo. Que esta palanca, que aquella manivela, que la cuchilla de encendido. “¿Qué pasa si se corta la luz?”. Lo aterraba quedarse a oscuras. Salimos, le mostré el grupo electrógeno que había para las emergencias y se quedó más tranquilo. Estuvo como 10 minutos meta y meta preguntar. Fue tan amable que me olvidé quién era, parecía una persona común, como vos.
La segunda vez que lo traté fue una noche en la que estaba haciendo guardia. Yo ya estaba acostado lo más pancho en mi cuartito. Me llaman por un aparato interno desde la casa y me dicen: “Venga urgente”. Debo haber batido el récord de 100 metros llanos porque a los 10 segundos estaba entrando al chalé presidencial. Me ataja la Gallega, que era su ama de llaves, y me dice “El General estaba viendo una película y se rompió el televisor”. Hacía un calor de cagarse. Empecé a sudar canelones más por los nervios que por los 35 grados de una noche de verano. Entro al living y veo, sentaditos en sus respectivos sillones, a Isabelita, a López Rega y al General Perón que me clavan la mirada como una flecha. Perón que me dice: “Mi amigo, no quisiera perderme el final de la película”. Estaban tomando cerveza. Me lo acuerdo porque me ofrecieron si quería tomar. A ver si me explico. Yo soy electricista, arreglar televisores es otro oficio, puedo darme maña, no digo que no, pero hay que tener ciertos repuestos que yo ahí no tenía, andá a explicarle eso a un Presidente de la República. Fueron 5 segundos de duda. Yo, con mi caja de herramientas en la mano, les iba a contar sobre ese temita de las labores diferenciadas cuando una voz interior me hizo contener. Ninguno de los tres me quitaba la mirada de encima mientras hacían pianito con los dedos sobre el apoya brazos de sus respectivos sillones. Isabelita se habrá apiadado de mí porque esbozó una leve sonrisa. Los otros dos la siguieron y también sonrieron moviendo apenas la cabeza como diciendo, con forzada gentileza, “Apúrese”. Parecían los tres chiflados. Me arrojé hacia el televisor rogando a todos los santos del cielo que el problemita estuviera en el toma y no adentro del aparato. Acerqué el busca polo y la lámpara de prueba. Había corriente. Miro la ficha y descubro el cable quebrado cerca del toma. Respiré aliviado. Amagué empezar a explicarles que ya había descubierto el desperfecto pero los tres, a un tiempo, me hicieron exactamente el mismo gesto agitando las manos para que me apure. En dos minutos corté el cable, cambié la ficha, enchufé, encendí y los tres, simultáneamente, me hicieron así con la mano para que me corriera de adelante de la pantalla. Me paré a un costado. Miré al televisor para corroborar que el trabajo estaba bien hecho y ni bien reapareció la imagen se leyó claramente la palabra “Fin”. Para mí fue un mazazo en la nuca. Para ellos, me parece, también. Se miraron con cara de orto y se fueron sin darme las gracias. Me quedé unos instantes aturdido hasta que empezó la lluvia que indicaba el final de la programación. Entró la Gallega, apagó la tele, la luz y me dijo: “Buenas noches”.
Al General le encantaba ver películas. Había en la quinta un cine tipo colonial para 200 personas. Llegaban todas las películas sin cortes, es decir, antes de la censura. Lo sorprendente era que a Perón no le gustaba ver las películas solo, así que cada vez que había una proyección se convocaba a todos los empleados que en ese momento no estuvieran en nada importante. Hasta los granaderos iban. Cuando entrábamos ya estaban Perón, Isabelita y López Rega en sus respectivos asientos de la cuarta fila, un poco más elevados que el resto. Era un momento sagrado ver películas con Perón. Nunca jamás se interrumpió ninguna proyección bajo ningún aspecto. Con Perón vi “Papillon”, “El golpe”, “Un toque de distinción” y “El planeta de los simios”.
Perón estaba todo el tiempo rodeado de cinco médicos que pululaban como angelitos o demonios a su alrededor. Se le notaba que tenía las bolas llenas así que cuando podía se escapaba por una puerta lateral del chalé y se ponía a deambular por el jardín con un faso en una mano y un vaso de whisky en la otra. Los empleados lo veíamos de lejos y él nos saludaba y nos hacía un gesto cómplice de que no le contáramos a nadie. Es un lindo recuerdo ése.
Amaba a los animales. Los caniches lo seguían a todos lados. También tenía un canario negro y amarillo que era al primero que saludaba cuando se despertaba. Salía a la galería adonde colgaban la jaula por la mañana, se acercaba, le silbaba, el pajarito le respondía el silbido y se despedían con un beso en la boca. A los que aprendió a odiar fue a los gatos. Es que había como 100 gatos por todo el predio en estado salvaje. No había forma de sacárselos de encima. Eran una plaga. Una mañana, una de sus últimas mañanas, la mañana siguiente a su último discurso en la Plaza de Mayo, creo, cerca de las 6, cuando yo me estaba preparando para irme luego de 24 horas de guardia, me llama urgente la Gallega. Me saco la campera y me llego corriendo hasta la galería exterior que había en el chalé. Ahí me encuentro con un cuadro pavoroso: La Gallega desesperada con las dos manos agarrándose la cabeza, mordiéndose los labios de bronca, mirando con estupor a una mucama que barría las pocas plumas que habían quedado del pajarito del General que había sido manducado por un gato. No sabía si reír o llorar. Opté por controlar toda expresión de mi cara. La Gallega lentamente separó los dedos de su frente arrugada, respiró hondo, levantó su uniceja, abrió al límite sus ojazos negros expresando al mismo tiempo dolor, odio y resignación, me miró y me pidió, me ordenó, me imploró, me suplicó que corriera a comprar un canario amarillo y negro, exactamente igual al muertito, antes de que se despertara Perón. Fui a la velocidad de un rayo con el chofer oficial. Creí haber hecho un buen trabajo. Cuando se levantó Perón fue un momento de tensión general pues todos, menos él, sabíamos lo que había sucedido. Empleados, choferes, guardaespaldas, granaderos, policías, observábamos de lejos con disimulo esperando el momento de la definición. Perón se acercó como todos los días a la jaula y le silbó al canario como cada mañana esperando la respuesta. El canario ni bola. Acercó sus labios como cada mañana para rozar el pico del pajarito. El canario ni bola. En ese preciso instante la Gallega salió llorando de su escondite con la boca abierta para expresar sus condolencias, hacerse cargo de la situación y recibir el reto de su vida. Pero sorpresivamente Perón agachó la cabeza triste, muy triste. Al advertir que la Gallega se venía acercando, le susurró: “No me reconoce. Debe ser una señal. Yo tampoco me reconozco esta mañana. Llévelo al veterinario a ver si puede hacer algo, aunque no creo. Habrá descubierto que estoy por dejarlo solo”. Pobre General. A los pocos días, un viernes, yo mismo llevé hasta su habitación una cama ortopédica. Ya no se podía levantar. Murió el lunes, una semana después que su canario. Nunca se enteró de que a su mascota también se la habían comido las bestias salvajes.
Cuando sacaron al cajón de la quinta rumbo al Congreso todos los empleados formamos dos filas para despedirlo. Estaban Isabel, López Rega y nosotros. De golpe apareció una chica muy jovencita que nunca habíamos visto. No sabemos de dónde salió. Ninguno de los que estábamos ahí sabía quién era pero esa chica nos conmovió a todos con su llanto desgarrador. Se abrazó al cajón y nadie hizo nada hasta que se fue tan misteriosamente como había aparecido.
Cuando se estaba por cumplir el primer aniversario de su muerte hicieron construir una especie de foso dentro de la Capilla que había en el predio, con un pasillo y unas barandas arriba para que circulara la gente. Ahí abajo colocaron los restos del General Perón y de Evita. Fue muy rápida la construcción de esa especie de bóveda porque sorpresivamente habían planeado realizar un homenaje con la concurrencia de algunos invitados ilustres. La noche previa al acto me mandaron a instalar dos hileras de luces dicroicas para que el lugar tuviera una iluminación adecuada. Eran como las diez de la noche. Entré solito con mi caja de herramientas, los cables y las lámparas. De pronto me encuentro ahí con el jonca del General, cerrado por supuesto, y con Evita en cuerpo y alma. Bueno, no sé si está bien decirlo así. Pero ahí estaba ella. Era una muñequita de cristal. Trasparente. Chiquitita. Le faltaba un pedazo del lóbulo de una oreja y dos dedos. Yo estaba hipnotizado. Sin largar mis menesteres de trabajo me acerqué. Apoyé la caja en el suelo y la toqué suavemente en la frente. No me persigné. Me olvidé o no me salió hacerlo. Con este dedo la toqué. Y con este dedo también rocé la tapa del cajón de Perón. Yo solito, con los dos, con Evita y con Perón. Decime ahora si yo soy una persona común.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.