Usted viene a verme para que yo le hable de Perón pero yo no tengo nada importante que contarle. Nunca hablé con él. Estar estuve, sí, claro que estuve con Perón. Pero sin palabras de por medio. En una misma habitación o depósito o despacho, no sabría cómo denominarlo, donde el silencio había impuesto soberanía. Todos pensaban. Nadie hablaba. Tampoco Perón. Fue un momento delicado, bajo ciertas circunstancias que ameritan ser olvidadas, no por el pueblo, pues ciertos actos de cobardía por parte de la más repulsiva corte de cipayos vendepatria hay que recordarlos e historiarlos para que la gente sepa quién es quién en esta tierra de Dios, pero quien fue testigo de algunas cosas preferiría olvidarlas. Hace apenas unos pocos años que por las noches puedo conciliar el sueño porque creo que olvidé eso que usted quiere que yo recuerde. Me pone en un compromiso. Noventa y ocho años tengo. Cien menos dos. Casi un siglo. Usted debe pensar ¿y si ya está por dormir para siempre qué le importa perder a cuenta algunas horas de sueño? Y sí, tiene razón. Está bien.
Siéntese. ¿Quiere tomar algo? Acá no se fuma. El bolso en el suelo no, arriba del sillón póngalo. Yo soy poeta, pero antes fui abogado y antes de eso, incluso, fui militar. Bueno, dicen que la condición de militar uno no la pierde jamás pero yo la perdí. En realidad me la quitaron. Culpa de los yanquis. Todo lo que un país, cualquiera sea, ha perdido en este último siglo, es culpa de los yanquis. Perón odiaba a los yanquis y Menem después de las “relaciones carnales” insistía (e insiste) en llamarse peronista.
Yo escribo todo el día, desde que me levanto a las seis de la mañana hasta que me acuesto a las diez de la noche. Escribo poesía, escribo historia y escribo la lista de todos los traidores a Perón desde el 45 hasta hoy. ¿Quiere verla? Mire, debajo de cada nombre está el acto de traición que cometió. En muchos casos refiero también el episodio pretendidamente reivindicatorio de esa persona queriendo justificar su “traición” como parábola de una gesta militante pero siempre, según mi modesta opinión, aquellos que traicionaron quedaron con el corazón mutilado. No se vuelve de una traición. También tengo el cuadernito de las lealtades con sus respectivas trayectorias que las justifican. Mire, Héctor José Cámpora está primero pero el Doctor Ramón Carrillo le juega un cabeza a cabeza. Este hombre merece ser reivindicado, fue un revolucionario del sanitarismo, el máximo militante por la salud del prójimo. ¿Sabía usted que él mismo, siendo Ministro, iba a fumigar ranchos a Tucumán, Salta y Jujuy para erradicar el paludismo? ¿Y que cargaba camiones con camas, remedios y ladrillos y se iba, con el arquitecto Álvarez, a construir hospitales a las zonas más necesitadas del país? Carrillo fue un héroe y su lealtad hacia Perón fue inquebrantable. Evita en esta lista de lealtades no cuenta. Ojo, no me malinterprete, no porque no la ejercitara. Es como cuando a uno le preguntan quién fue el mejor cantante de tangos y uno, por lógica cartesiana, excluye a Gardel de esa nómina, ¿entiende?
A Teniente Coronel llegué en el ejército. Yo revistaba en la Escuela Técnica Superior adonde me recibí de ingeniero militar ¿Conoce la revista Life? ¿Me creería si le cuento que culpa de esa revista me degradaron del ejército? Mire esta foto. El que está cuerpo a tierra con el fusil es un compañero sindicalista que le está apuntando a un rebelde de la Marina, el que está parado, de corbata, sobretodo y gorro de oficial del ejército soy yo. Eso fue por la tarde, creo, cuando intentábamos salir del área peligrosa en las recovas del Paseo Colón. Fue el 16 de junio de 1955. ¿Tengo que explicarle qué pasó ese día? La Aviación de la Marina de Guerra realizó su bautismo de fuego contra sus compatriotas. Por primera vez en la historia de la humanidad las Fuerzas Armadas de un país, sin conflictos bélicos, masacraba cobardemente a sus propios hermanos.
Aquel mediodía, la primera detonación me sorprendió estando yo en los pasillos del Ministerio de Guerra portando un sobre cerrado con un expediente calificado de secreto para entregar en mano al Ministro de Guerra, el General Lucero. Con los estruendos externos, el zumbido de los aviones, las detonaciones, el estallido de los vidrios y los gritos desesperados que provenían de la calle, en pocos segundos, la rutina ministerial mutó en pandemónium infernal. Yo corría a contramano de la marea de empleados, en dirección al despacho del Ministro, apretando contra mi pecho el sobre con el expediente. Al ver al responsable de la seguridad del Ministro saliendo apresurado de su despacho y, soportando estoicamente los empellones de la gente que corría en sentido contrario, enarbolé el sobre con el documento secreto delante de sus ojos para que me permitiera pasar. El guardia hizo un gesto confuso con uno de sus brazos que yo interpreté como “Sígame”. Empezó a correr por pasillos y escaleras que descendían hasta el subsuelo del edificio. Decidí seguirlo, cargando conmigo la duda de haber interpretado con precisión su aspaviento. Es que su destino inmediato no tenía lógica, al menos es lo que yo interpretaba en aquel momento mientras lo seguía a través de aquel piso inferior adonde, supuestamente, sólo había depósitos de descartes y archivos. A los militares es muy difícil adivinarles la motivación de sus actos, se lo digo con conocimiento de causa. Usted puede conversar horas y horas con un militar en servicio pero ni a través de sus palabras ni de sus miradas usted (y esto se lo puedo asegurar con certeza científica) podrá adivinar cuál es la intención última de esos gestos y esas palabras.
Por fin aquel hombre llegó hasta una pesada puerta que parecía de ultratumba. Se detuvo frente a ella y con supremo esfuerzo, empujando con todo su cuerpo, logró abrirla. Recién entonces advirtió mi presencia. Me gritó: “Acá no, Oficial”. Iba a responderle mostrando el documento secreto para el Ministro justo cuando una feroz explosión nos hizo lanzar de cabeza a un cuerpo a tierra casi espasmódico. Ante el peligro evidente no lo dudó y me dijo: “Venga”.
Entramos juntos al refugio. Allí estaban algunos militares de alto rango, un par de funcionarios, el General Lucero y parado junto a un ropero, con el gesto adusto y pensativo, el Teniente General Juan Domingo Perón. Todos estaban tensos. Duros como una roca pero de pie. Parecían telamones. El hecho de entrar allí, delante de todos mis superiores, haciendo cuerpo a tierra, me anegó de un mareo vergonzoso. Nos pusimos de pie inmediatamente. Realizamos las venias de rigor respetando el silencio sepulcral que se imponía. No recuerdo si desde que entramos habrán pasado treinta segundos o treinta minutos pero de pronto otro trueno de pólvora y previsible muerte sacudió e hizo vibrar el refugio. Todos nos tiramos cuerpo a tierra. Todos menos Perón. Parecía una efigie. No, una efigie no, me rectifico. No se parecía a nada. Ninguna comparación posible. Era exactamente lo que me había imaginado de él, un hombre entero, un hombre digno, un hombre fuerte soportando la perversidad de la incomprensión. Ni pestañeó ante la detonación que hizo temblar las paredes y regó de polvo toda el área. El General Lucero, con respeto y medida confianza, se acercó a Perón y le señaló que, por favor; avanzara unos metros hasta un espacio libre entre la pared y el ropero que yo había divisado cuando entré y que ahora comprobaba era una pesada y aparentemente indestructible caja fuerte. Hubo otra explosión, acompañada esta vez por ráfagas de metralla que rebotaron cerca de la ventanita superior por donde se filtraba algo de luz. Recuerdo al General Lucero, manejado evidentemente por su instinto más profundo, ponerse él mismo como escudo para que nada afectara a Perón.
Durante el tiempo que duró el bombardeo varias veces traté de cruzar una mirada con Perón. Nadie le hablaba. Ninguno lo miraba, excepto yo, sentado en el rincón más alejado de mis superiores, con mi espalda apoyada contra la pared esperando, como todos mis compañeros fortuitos, que las propias circunstancias dadas definieran los pasos a seguir. Cualquier pensamiento catastrófico sobre lo que estábamos viviendo se exilió de mis cavilaciones. Mi única preocupación pasó a ser cruzar una mirada con aquel hombre. Ni temor ante la muerte cercana ni pudor ante las personalidades que me rodeaban.
El General Perón representaba, desde entonces y por el resto de los tiempos, el soberano adalid de las reivindicaciones sociales de un pueblo históricamente mutilado en sus derechos más elementales. Quería llevarme de aquel momento azaroso en que el destino me había puesto una mirada que me guiara por toda mi vida. Los ojos del General Perón seguían incrustados como rayo y piedra sobre sus reflexiones más íntimas. Funcionarios, alcahuetes, coroneles y otros generales permanecían estaqueados en sus lugares esperando el fin del tormento.
Se me ocurrió entonces una promesa que debe haber sido arrancada de mis viejas lecturas de poetas dadaístas. Una promesa apartada de toda lógica personal teniendo en cuenta mi vida privada y profesional hasta ese momento. Vaya uno a saber qué clase de ángeles le revolotean a uno en esos instantes de definiciones futuras. De la nada, sin especulaciones de factibilidad me dije: “Si Perón me mira escalo el Aconcagua”. No crea que yo tenía algún tipo de inclinación por ese deporte extremo, no, nada más alejado de la realidad. Ni a la Torre de los Ingleses había subido. Qué se yo de dónde me salió esa promesa alocada. Pero así como se lo cuento así me lo dije y me lo juré bajo palabra de honor. Yo quería para mí, por lo que me quedara de vida, el valor, el dolor, el pensamiento, la poesía de aquella mirada inconmensurable.
Me estoy poniendo sentimental. Discúlpeme. No lo quiero aburrir con mi relato ni que le queden cabos sueltos. Le aclaro un par de cuestiones: una, que culpa de esa foto de la que le hablé publicada en la revista Life, de generación absolutamente casual y producida varias horas después del episodio que le acabo de relatar, la Libertadora me degradó del ejército.
Vea lo que reza el epígrafe de la foto: “Un oficial y varios civiles peronistas atacan a los rebeldes de la Marina”. Otra cosa que quiero que sepa es que dos veces, desde entonces y al día de hoy, escalé hasta la cima del Aconcagua. ¿Usted sabía que Perón fue montañista? En Italia y en Mendoza. Yo, la verdad, no tenía ni idea cuando hice mi promesa. Historia del Aconcagua es el libro que escribí sobre mis travesías por las alturas de la tierra y la mirada de un hombre. En el prólogo puede leerse: “A la cima se llega más con la cabeza que con las piernas”. ¿Sabe quién prologó mi libro? Imagine. ¿El documento secreto para el General Lucero? Ah, sí, está bien. Buena apreciación. Lo admito. En algo fallé en mi vida. Con toda aquella jarana del 16 de junio, qué quiere, olvidé entregarlo. Vaya uno a saber si era trascendente o no. ¿Si lo destruí? ¿Usted está loco? Me podían llegar a mandar ante la justicia militar por una irresponsabilidad semejante. Fijesé ahí. Debajo de la carpeta que tiene las fotos. Ahí lo tiene al sobre, mire. Sigue cerrado, claro. Es confidencial.
Revista Life, 1955
El de gorra del ejército y sobretodo es el Oficial Orlando Punzi resistiendo, con otros compañeros leales a Perón, el ataque de los rebeldes de la Marina. Al identificarlo en esta foto, la Libertadora le dio la baja del ejército.
Excelente, es un texto maravillosos para leer y compartir.
El libro un hecho cultural para hacer militancia