Con la imposición, en los 80, del llamado “pensamiento políticamente correcto”, el escritor Norman Mailer se atrevió a catalogarlo como la lepra del siglo. Era un tiempo en que se censuraba Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain. ¿Por qué? Porque Huckleberry lleva como compañero de viaje a un negro fugado, a quién hace pasar por su esclavo para que no lo capturen los esclavistas. En los EEUU en que vivía Mailer, la gente sensible no quería que le recordaran el esclavismo.
No sé si hoy, en 2023, Norman Mailer se animaría a repetir lo de la lepra o lo detendría el miedo a ser “cancelado”. Para su suerte, murió en 2007 y pudo eludir la bestia parda de la cancelación, algo que se ha puesto de moda hasta el punto de plantearse reescribir textos del pasado para que no molesten las sensibilidades actuales. Tales son los casos de Roald Dahl —que usa palabras como gordo y feo—, Agatha Christie —que ofende con negritos e indiecitos— y Ian Fleming, autor de las aventuras de James Bond, que trata incorrectamente no sólo a los enemigos, también a los amigos.
Umberto Eco hace decir a uno de los personajes de su novela El péndulo de Foucault, que lo más normal es que los libros no hablen de la realidad, sino que hablen de otros libros. Metáfora, si lo fuera, de un proceso más que natural: un libro nuevo es hijo de libros que en algún momento leyó su escritor. Algo así como un eco, una derivación, de libros anteriores. Y que, a su vez, en su lectura despierta en el lector el recuerdo de otros libros.
Razonamiento limpio, inteligente, que hoy, ahora, se me ocurre frágil, porque de pronto se invierte y es la realidad la que convoca hacia otros libros. Me explico.
La corriente de la cancelación de autores y libros que ofenden a alguien, y ese paso más, tal vez inevitable, el propósito de reescribir libros o canciones o poemas para que no digan lo que decían sino lo que la nueva inquisición considera correcto, nos lleva, también inevitablemente, a releer 1984, de George Orwell.
Lo resumo apretadamente, no para que consideren haber leído esa novela publicada en 1949, sino para que se tienten, la lean de verdad, y se preocupen.
El protagonista, Winston Smith, habitante de un Londres gobernado dictatorialmente por el Gran Hermano, trabaja en el Ministerio de la Verdad. Su hacer cotidiano incluye, fundamentalmente, cambiar la información pública de diario o libros para que desaparezca, totalmente, aquello que decían y ese sitio sea ocupado por lo que la pirámide vertical, encabezada por el Gran Hermano, considera que debe saberse y entenderse del pasado. Sencillamente, se cambia la memoria del pasado cada vez que lo creen necesario.
Un ejemplo sencillo. En ese año de 1984 en que vive Winston, fecha que nadie puede demostrar que no haya sido alterada, el mundo está dividido en tres grandes particiones, siempre en guerra: Eurasia, Asia Oriental y Oceanía, el territorio donde reside el protagonista.
Winston ha tenido que cambiar repetidas veces textos del pasado para afirmar que Oceanía está en guerra, por ejemplo, con Eurasia y siempre fue aliada de Asia Oriental. Cosa que, lo sabe positivamente, no es cierta. Porque las alianzas de Oceanía han cambiado una y otra vez en cuarenta años de guerra. Y cada vez se borró que el aliado de hoy fue el enemigo de ayer.
Winston, que no es estúpido, aunque a veces dude de no estar loco, llega a dudar no sólo de que viva en el año 1984, sino de que la guerra y los enemigos existan. Al fin, lo que puede saber es lo que le narran los informativos televisados, que bien podrían ser obras de ficción. Una forma eficiente de controlar el poder.
George Orwell escribió esa ficción política observando las prácticas de supresión —¿tal vez cancelación?— de los enemigos políticos del estalinismo, que controlaba la Unión Soviética. En todas las fotografías que mostraban a los dirigentes de la revolución rusa del 17 se había borrado la imagen de León Trotsky, totalmente. Para Iosif Stalin, Trotsky era el enemigo número uno. Alguien a quién había que borrar no solamente de las fotos y los libros.
En 1984, el enemigo a quién se dedican minutos de entrenamiento en el odio se llama Emmanuel Goldstein. Apellido que, si no recuerdo mal, significa “piedra de oro” o pepita de oro, en yiddish, una de las lenguas de los judíos de la diáspora. Bertolt Brecht diría que el antisemitismo es un truco eficiente para hacer olvidar quién es el verdadero enemigo.
Repasando un poco la Historia podemos ver que Stalin consiguió su objetivo por la mano de Ramón Mercader, un comunista de Cataluña que, dicen, con la cabeza quemada por su madre, Caridad Mercader, dura militante, empuñó una piqueta de montañista y la enterró en la cabeza de Trotsky. Eso sucedió en México en 1940. Fin de un problema para Iosif Stalin.
Pienso, con tantas dudas sobre mi racionalidad como Winston Smith, que las similitudes entre aquella ficción política y la actualidad son preocupantes. La cancelación de escritores porque los inquisidores modernos los consideran insalubres, y el propósito de reescribir sus obras para actualizarlas es 1984.
Lo segundo es incluso mucho peor que lo primero, el propósito de la cancelación. Porque durante siglos, en las puertas de las iglesias hubo listas de libros prohibidos por las autoridades eclesiásticas. Costumbre también practicada por formaciones políticas que prohibían a sus militantes la lectura de autores que no consideraban convenientes. Cosas que no pudo evitar que hubiera lectores rebeldes que leyeran los libros prohibidos. Vaffanculo con la cancelación.
La reescritura de los libros “malos” es mucho peor. Lleva —¿por qué no?— a la quema de los libros originales. A la pérdida de un patrimonio histórico, de la memoria de todos.
Como escritor me niego a que ningún inquisidor cambie una coma de mis libros. Si la negativa y el llamarlos por su nombre, inquisidores, me conduce a la cancelación u —otra vez, ¿por qué no?— a una piqueta en la cabeza, debo admitir que, pese a la incomodidad, no me extrañaría.
Como dice el autor, paguemos el precio de ser cancelados hasta que se demuestre que somos mayoría. A este miedo, ni cabida.
Lo peor de la cancelación es que no se puede debatir. Al hacerlo, por la propia lógica de la cancelación pasas a ser cancelado. Es como intentar debatir la existencia de Dios durante los tiempos de la Inquisición.
Muy buen y oportuno artículo.
Muchas gracias.
Muy interesante y reflexivo el planteo del autor.