Soy hombre del ejército pero también soy hombre del campo. Pero del campo sencillo, humilde. Mis únicos compañeros en la actualidad son mi perro arreador y los recuerdos que usté viene a buscar. Unas pocas vacas no me hacen ganadero. Nunca estaré del lado de los que por salvar sus calzoncillos se arrodillan a los intereses d´ajuera. Mi enemigo son los yanquis y los que se asocian con ellos. También los ingleses que son la misma cosa. El Estatuto del Peón le enseñó a mi padre que podía haber políticos que pensaran en los más humildes. Y mi padre me lo enseñó a mí. Así se aprenden las cosas. Señalándome una foto del periódico me dijo “Éste es distinto”. ¿Si era tan fácil por qué no lo hicieron otros? Yo se lo explico. Porque no les interesaba, respuesta uno. Porque no se les ocurrió, respuesta dos. De un modo u otro el primero que lo hizo fue el que nos abrió los ojos. Y mire usté lo que son las vueltas de la vida, yo le pude agradecer a ese hombre protegiéndole las espaldas, llevándolo de aquí p´allá y cebándole mate. Escuche esto señor, yo me puse de este lado del patio mientras el hombre, sentado frente a un escritorio, escribía del lado de adentro sus cuestiones. Ahí fue que alzó la vista, me descubrió y me pidió si no le cebaba unos amargos. Se acuerda usté de “Llego casi descarnado. Nada puede perturbar mi espíritu porque retorno sin rencores…” Eso estaba escribiendo. Cuando lo escuché en la tele a la noche siguiente reconocí algunas palabras que ya le había escuchado por la tarde. Fue cuando volvimos de Morón. Por suerte que no bajó en Ezeiza, si ahí se estaban matando por él. En Ezeiza sí pudo bajar el 17 de noviembre del 72, ese fue el día del conocimiento mutuo, personal, digo, cara a cara, cuando yo le dije cómo me llamaba, porque yo ya había hablado por teléfono cuando una vez llamó a Gaspar Campos, que estábamos organizando su venida desde la casa que iba a habitar con su mujer y atendí yo, entonces me presenté. Imagine usté atender el teléfono y que le digan “Habla Perón, quién habla allí”. Se lo recordé cuando lo fui a buscar aquel día a Ezeiza pero ni me escuchó. Ojo que no reprocho, lo entiendo. Volvía después de 17 años, estaba en otra cosa. Miraba por la ventanilla el paisaje como si estuviera recuperando el alma por los ojos. Yo debía alcanzarle un mate cada tres minutos, me podía pasar pero no me le podía adelantar, así me lo pidió el hombre y yo le obedecía. Cualquier cosa que él me hubiera pedido yo hubiera obedecido por varias razones: porque era mi superior, uno; porque le debía mi dignidad, dos. ¿A usté no le molesta cuando la palabra dignidad la usa cualquiera? A mí me molesta mucho. Usté pasa por la autopista y ve un afiche con la cara de uno que ya estuvo y no hizo nada por nosotros con la palabra “Dignidad” bien grande. Y ese jetón ¿qué sabe de lo que es la dignidad para nosotros los humildes? Las palabras usadas así son mariposas, ¿sabe? Parece linda al mirarla pero si la indaga, descubre al gusano. Esos afiches de la autopista están llenos de gusanos. Era mate cimarrón el que le daba al hombre y cebado con pava, nada de termo. Qué es esa mariconada. Disculpe lo diga así. Siempre con la ametralladora al hombro, porque le dije que yo lo cuidaba al hombre y así era, yo lo cuidaba. Me pusieron ahí para cuidarlo. Juan Esquer me puso ¿usted sabe quién fue Juan Esquer? Entonces no leyó lo suficiente. Al principio, cuando ni bien se llegó de España, también le hice de chofer, así empecé al lado de él. Lo llevaba en un Ford gris que nos había dado la Casa Quintana. Y cuando lo rajó a Cámpora por el quilombo con los montoneros ahí dejamos los Ford y pasamos a unos Farlaine negros. A mí me tocaba ir unos metros detrás del coche principal, adonde iba el hombre vuelto presidente rodeado por tres monos, siempre por el flanco derecho. Cada vez que salía, ahí estaba yo cubriéndole el flanco derecho. Mientras estuve cerca del hombre hice de todo. Hasta le sostenía los pantalones cuando Gamboa le daba las inyecciones. Gamboa era el enfermero, eso no debe estar en los libros pero se lo digo yo que estuve ahí.
Una mañana, cuando todavía estábamos en Gaspar Campos, me pidió que lo llevara hasta la Catedral porque quería saludar al General San Martín. “Una cita de honor”, me dijo. Los curas no nos dejaron entrar. Cuando se enteraron que llegaba el hombre vino un ñato de parte de Monseñor Caggiano diciendo que sin autorización no podía ingresar. No lo querían los curas. Dígame usté ¿por qué los curas cuidan a San Martín? Eso está mal, ¿ve? Bueno, según mi modesto entender. Y yo puedo opinar a pesar de ser corto de entendederas porque así me enseñó el hombre. Nos consultaba siempre que podía sobre lo que fuera. “Todos sabemos a nuestro modo” nos decía.
A veces me tocaban guardias nocturnas. Una noche se levantó alterado el hombre porque uno de los caniches no lo dejaba dormir. “Está alzado” me dijo “vaya a buscarle una perra”. Bien temprano nos fuimos con la gaita que se habían traído de España, Rosarito, se llamaba, hasta Marcos Paz. Ahí encontramos una perra, le explicamos a la dueña los motivos y nos la trajimos. Les preparamos un cuartito con estufa y todo. Pero no pasaba nada. Es que la que decide es la perra y la perra no quería. A la noche hizo un frío bárbaro y otros que estaban de guardia sacaron a los perros para calentarse ellos. Cuando se levantó la Isabel, en camisón y chancletas, se armó una podrida bárbara. Me llamaron a mí que estaba en mi casa de franco para que arreglara el entuerto. La Isabel le compró un collar nuevo a la perrita y le escribió una carta de agradecimiento a la dueña.
El hombre quería arreglar con los radicales. Una tarde, a Gaspar Campos, vino a verlo Balbín, pero como la puerta estaba custodiada por la juventud peronista, tuvimos que hacerlo entrar por la casa de un vecino del fondo. Le pusimos una escalera y tuvo que saltar la tapia el viejo. Igual no arreglaron nada. No aprendemos los peronistas que con los radicales no se puede. Ese viejo zorro ya había estado en yunta con los del 55. Más la traición de Frondizi a pesar de haber ganado con los votos del hombre. Y después el que lo dejó encallado en Brasil cuando el hombre intentó volver. Y pa´terminar la ronda agende a ese ingrato de Mendoza que hace poquito traicionó de los dos lados. Así no se puede.
Le voy a hacer una confesión. Una vez lo desobedecí al hombre. Pasaron tres días hasta que él se dio cuenta y cuando se dio cuenta yo me quería dejar arrastrar por la corriente o que me pasaran a degüello. Fue así el asunto: una tarde el hombre me llamó, me dio plata y me pidió que le fuera a comprar cigarrillos “Saratoga”. Ante una orden de un superior uno activa motores y avanza. Al principio no se piensa, se piensa después de un rato y solamente en el caso de que haya una pausa que lo permita. Y resulta que en el semáforo de la Avenida Maipú me puse a pensar que por qué el hombre me había hecho ese encargo, que por qué a mí y además que por qué, justo cuando despuntaba al cumplimiento, me pidió que nadie se enterara del encargo. Cómo habrá sido de profundo mi pensamiento que cuando me tocaba cruzar, no crucé. Ni la primera vez ni la segunda ni la tercera. Así pensando me acordé que una vez el Doctor Cossio nos dijo a todos los que estábamos cerca del hombre que el hombre tenía prohibido el cigarro. También Juan Esquer nos había dicho lo mismo. De eso me acordé en esa esquina. Los soldados estamos entrenados para estar firmes, sin movimiento. Yo le puedo asegurar, señor, que estuve parado en esa esquina más de una hora pensando. Es que soy lento para pensar. Los militares no podemos desobedecer la orden de un superior y más cuando a ese superior uno le debe la vida. ¿Qué hubiera hecho usté en mi lugar? Dígame. Le pido por favor que me diga qué hubiera hecho. ¿Obediencia debida? No señor, me dije. Me voy a rebelar. Que pierda el trabajo, que me manden a prisión, que me degraden, que me fusilen, pero yo los cigarros al hombre no se los voy a comprar. ¿Pero cómo se lo digo? Cuándo, cómo, de qué manera. ¿Usté me entiende? ¿Eso es una duda existencial, no? ¿Usté estudió lo suficiente? Los que estudian lo suficiente tienen respuesta para todo. Es así ¿no? Dígame ahorita mismo su pensamiento, aunque hayan pasado 40 años ¿estuve bien o estuve mal en desobedecer al hombre? A mí me va a reconfortar su respuesta, sea la que sea, y se la voy a agradecer. ¿Hice bien, no? Le agradezco. Tres días estuve eludiéndolo al hombre. De lejos miraba que me buscaba a la hora del mate. Y cuando había que salir con el auto, me escondía y mandaba a un compañero. Me tuve que comer el reto del intendente de la Quinta de Olivos y de mi jefe directo que era Esquer, pero mantuve la boca chita. Cuando volví a mi próxima guardia, 48 horas después, me vino a buscar a nuestro cuartito. El hombre en persona, golpeó con las dos manos haciendo palmas para avisar que entraba, entró, lo vi, me paré, le sostuve la mirada y me dijo: “¿No le había hecho un encargo yo a usté?” “Sí, mi General, ¿me va a creer si le cuento que no encontré cigarros “Saratoga” por ningún kiosco? Acá tiene la plata, mi General. No existen más esos cigarrillos. No se fabrican más.” Dígame señor si alguna vez se dijo en este mundo estupidez más estúpida que ésa. Él se me quedó mirando sin hablar. Y yo le sostuve la mirada esperando lo que el hombre decidiera, un reto, un coscorrón, la prisión o el pelotón de fusilamiento. Ante un superior no se baja la vista, no señor. Mantuve mi dignidad en alto. Ya rezaría y ya me confesaría ante el párroco para salvar mi alma por esa mentira piadosa. Me contuvo varios minutos la mirada hasta que descubrió un lagrimón que se me estaba piantando. Me palmeó en la cara, creo que con cariño y se fue pa´ la casa.
Otra cosa que me pedía el hombre cuando llegaba la época era que me fuera por las calles de San Isidro a recolectar naranjas amargas. Varias bolsas. Todas las que pudiera. Y que cuando tuviera las suficientes me juera a “usté ya sabe dónde”. Era algo entre él y yo. Era nuestro secreto. O yo me hacía el cuento de que era nuestro secreto y el hombre no me lo negaba. ¿Sabe usté hasta dónde me tenía que ir? Hasta la casa de los Duarte. De Blanca Duarte, que era una de las hermanas de la señora, de la anterior, de la buena, de la sabia, de la luchadora, de la abanderada de los humildes. Porque la que teníamos ahí no servía para nada, se la pasaba hablando con el Daniel ése, que se llamaba de otra manera pero que ella se empeñaba en llamarlo Daniel, igual que ella, que se llamaba Estela pero se hacía llamar Isabel. ¿Cosa ´e mandinga, no? Dios los cría y el viento los amontona. Usté que estudió ¿qué dice? ¿Por qué a algunas personas se les da porque las llamen de otra manera? Dicen que ella era cabaretera y él astrólogo. Yo no me voy a poner a indagar pero eso era lo que se decía de esos dos. Eran culo y calzón. Mejor le sigo con lo de las naranjas para que no se me pierda. Las naranjas eran para la señora Blanca Duarte porque ella preparaba el más sabroso dulce de naranjas que usté jamás podrá degustar en toda su vida. Entonces yo le llevaba las naranjas un día y a los 20 días el hombre me decía “Vaya a buscar los dulces”. Éramos tres los que íbamos. Cuando llegábamos, Blanca, antes de darnos los frascos, nos hacía probar a cada uno de nosotros con un cuchillito del frasco que nos entregaba. Nunca entendí si era por darnos un placer o como precaución, para dejar sentado que lo que nos entregaba era sano como el agua. Dejábamos los frascos con el dulce de naranja en la cocina de la quinta. Todo el mundo sabía de dónde venían esos frascos y supongo que la Isabel también lo sabía pero no decía nada porque en el fondo lo quería al hombre y no tenía motivos para privarlo de un gusto tan inocente.
Con los años quise verla a Blanca. Me fui hasta su casa. El de la recepción me recibió de mala gana. Entonces le expliqué que yo era el muchacho que muchos años atrás le llevaba las naranjas para que ella le hiciera el dulce al hombre. Además que no venía a manguearle nada, simplemente quería darle un beso, saludarla. Para que me creyera le mostré esta foto que llevo siempre conmigo en la billetera. El tipo agarró la foto y se fue p´adentro. Al rato volvió y me dijo: “Se mandó una cagada usté. Cuando vió a la Isabel en la foto se puso como loca. La tendría que haber cortado a Isabel de la foto.”
¿Quiere que le muestre la foto? La llevo conmigo en la billetera. Mírela. El que está sentado en el centro riéndose de felicidad soy yo hace 40 años. Mire la pinta que tenía este morocho. Una tarde que estaban tranquilitos los dos tomando un fresco, me animé y les pedí si no me podía sacar una fotito con ellos. Los dos dijeron que sí. Pero préstele atención usté a un detalle de la foto. El hombre mira a la cámara sonriendo. Yo, que era el que estaba más contento de los tres con la foto, también estoy mirando a la cámara sonriendo. Ahora mírela a ella. ¿Qué observa usté? ¡Claro! Está mirando para cualquier lado ella. No le importó regalarme ese instante pequeñísimo de su vida. Yo no le importaba y está bien, ¿por qué habría de importarle yo? Pero agarre esto que le digo: Mírelo de vuelta a él. Mire su sonrisa mansa. El hombre estaba feliz de hacerme feliz. Y claro, si no le costaba nada hacerlo. Era cuestión de sonreír apenas y mirar a la cámara. A ella tampoco le hubiera costado nada. Sin embargo no lo hizo. ¿Se da cuenta usté de la diferencia entre una persona y otra?
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.
Muy buena nota. Excelente. Pero me parece que, efectivamente, para 1972 los Saratoga se habían dejado de fabricar.
Hermosa historia que humaniza cada día al General, siempre es bueno conocer a Peron cada día más!