Mirá fiera, yo hice apenas hasta sexto grado y fui boxeador hasta que los moretones de afuera superaron a los de adentro. Mi cultura es la que vieron mis ojos en la calle y mi trale, la que me dieron los amigos de la davi. Hice doscientas peleas como profesional, fui tapa de revistas, dos veces peleé contra Nicolino Locche y en la primera no me pudo ganar. No fui campeón argentino y sudamericano por culpa de una mina que me tiró un zapato. Hice guantes con Monzón, con Bonavena y hasta con Gatica. Al Mono, en el 57, cuando ya lo habían abandonado los falsos amigos, lo ayudaba a entrenarse en un club abandonado de Floresta en donde para ducharnos teníamos que tirar una manguera del tanque de agua del vecino. Me casé cuando las rodillas empezaban a dolerme y un ñato confiable del barrio me batió que ya era hora. Tengo casa y dos deptos gracias a haber sido el masajista de la primera de Boca en su época de mayor gloria. Los dos goles de Palermo contra el Real Madrid los vi desde el banco de suplentes y cuando el caño de Riquelme a Yepes, yo estaba paradito a medio metro de la raya de cal y, fue tal el estupor, que me restregué los ojos con las manos llenas de átomo desinflamante. Pero atendeme una cosa: si vos querés que te chamuye de mi relación con el General Perón no tenés que prestarle atención a mi labia, dame unos segundos para que lo recuerde en cualquiera de nuestras charlas en Puerta de Hierro, apoyá tu mano en mi pecho y escribí lo que te dicte mi cuore. No habrá ninguno igual, no habrá ninguno, como dice el tango. Era de otro planeta, como Maradona y como Gardel.
En los setenta, cuando cumplí los treinta, me agarró un revire bárbaro y me mandé a mudar a España. Quería estar cerca de mi mejor amigo, el Goyo Peralta, y conocer a Perón. Me afané unos guantes del Luna Park donde entrenábamos los boxeadores rankeados y los hice autografiar por todos los campeones que había ahí como regalo para el General. ¿Monzón? ¿Que Monzón no era peronista? Fue el primero que me los firmó. Ni bien llegué a Madrid, el Goyo, que ya lo conocía al Pocho, me dijo: “Prepará las mejores pilchas, nene, que hoy comemos carne”, ja, así le decía la vieja cuando de purrete morfaban churrasco. Era un 8 de octubre, cumpleaños de Perón. Lo vi surgir de las sombras de la casa al jardín iluminado. Era su propio monumento inconmensurable. Así lo vi, todavía más grande de lo que lo había soñado. Pensá que yo siempre fui liviano, incluso pluma en un par de peleas, jamás pasé de los 61, 600 kg, mirame lo que soy. Para mí todo lo que pasa la línea del metro setenta es una exageración. Cuando el Goyo me presentó, Perón me abrazó y largó un cariñoso “Muchacho”. Es que enseguida manyó que yo era reo, un cabecita negra y él tenía predilección por la gente como yo. Nos protegía a los cabeza y por eso lo queríamos tanto. Ahí nomás empecé a llorar y a hablar. Yo cuando lloro, hablo. Es un defecto o una virtud, como me batieron alguna vez, que arrastro de chico. Le empecé a hablar de la casa de mis viejos, adonde en la cocina teníamos los cuadros de Jesús, de Evita y de Perón. De cuando era boy scout en Don Orione y él me regaló una pelota para reyes. De cuando empecé a boxear a los catorce años con una habilitación a nombre de mi hermano dos años mayor. De cuando empaté con Nicolino Locche en Tucumán, porque el intocable me perdonó la vida. De cuando, peleando contra Carlitos Cañete en el Luna Park por el título argentino y sudamericano, me descalificaron porque una mina cajetilla del ring side que hinchaba por Cañete, después de un cabezazo mío y ante el reto del referí, me arrojó un zapato con taco de punta que me pegó en la frente, yo agarré el zapato y lo tiré de vuelta pero con tanta mala leche que le pegué justo en un ojo a un funcionario municipal, me descalificaron por marmota y por sobón, como dice el tango. Si hurgás en los diarios de la época seguro encontrás la edición con la foto de mi cara de asesino en medio del ring, chorreando sangre por los ojos, con un zapato de mina en la mano, y Cañete y el referí con cara de haber visto marcianos en Corrientes y Esmeralda. Dos años de inhabilitación me dieron, me tuve que ir a boxear a Chile. Perón se mataba de risa conmigo. Desde entonces íbamos cada dos por tres a Puerta de Hierro. El Goyo, que era peso pesado, me escondía detrás de sus espaldas, y cuando salía el General a recibirlo, le decía “Mi General, mire a quien le traje” y yo me le aparecía como una estrella del firmamento de atrás de un decorado y lo abrazaba y él me abrazaba también. Y cuando en alguna cena algún alcahuete se le sentaba al lado, Perón, al verme llegar, le decía al ñato con tono ceremonial “Sepa disculpar pero debo charlar de un asunto privado con este caballero” y me guiñaba un ojo y yo me sentaba a su lado y le daba charla, y él me escuchaba y se reía. Uy pará, pará, no te conté de cuando, en aquel primer encuentro, al momento de la torta y las velitas en lugar del feliz cumpleaños todos le cantamos la Marchita y él la cantó con nosotros ¿te das cuenta? Era como estar cantando la Marcha de San Lorenzo al lado de San Martín, no me olvido más de eso. Uy disculpá, pasame una servilleta, qué querés vos también, que a esta altura del partido pierda mi costumbre de llorar cuando hablo de Perón. A veces el Goyo me pateaba por debajo de la mesa para hacerme callar. Es que yo no paraba. Arriba del ring también era inquieto. A los rivales yo me los chamuyaba, ¿sabés? Desde antes de la campana inicial, desde que chocábamos los guantes como saludo. De cualquier cosa les hablaba. De plantas, de mantelería, de fútbol. Al principio los fastidiaba, pero si en algún momento los hacía reír, ahí mandaba el sablazo y a cobrar. Después de una gira por Barcelona, Francia y Alemania con varias peleas a cuestas nos caímos a tomar el té a Navalmanzano 16, esa era la dirección de Puerta de Hierro. Perón me preguntó: “¿Cómo fueron las peleas, querido?”. Yo me lancé a boca de jarro: “La primera pelea fue contra un antropófago llamado Jonathan Dele, importante el tirifilo, tenía una pelea por el título mundial y todo. Estremecía. Tenía la cara marcada a fuego, tres rayas así, una arriba de la otra, a cada lado de la jeta. No, no, no, le juro que no eran tatuajes, eran marcas de fuego como en los postres Balcarce, como en el ganado. Con eso impresionaba a los rivales, los engatusaba, los asustaba, puro marketing del miedo como decía mi manager. Los giles se la morfaban y arrugaban antes de empezar. No fue mi caso, obvio. Yo le di pa’ que tenga. Cuando volvió a su rincón después de la séptima vuelta pidió un cura para la extremaunción. Ya estaba para la faena la pobre bestia. En otra peleé contra un sordomudo, Kitano o algo así, no me acuerdo bien el nombre ahora. Sí, sí, no es cuento, el tipo era sordomudo posta. Era un zorro ése, cuando sonaba la campana se hacia el boludo y seguía pegando. Al tercer round, después de un cabezazo inexistente, me agarré las dos orejas y fingí un grito de dolor, a partir de ahí yo tampoco escuchaba la campana así que le seguía pegando al mudito hasta que nos separaba el referí. A ése también le di la biaba y lo dejé out en el octavo. Después de estos dos maturrangos seguramente la próxima pelea sea contra un cieguito”. Cuando dije aquello, Perón largo una carcajada que todavía me causa placer recordarla. “Ja, ja, maturrangos decía San Martín para referirse a sus enemigos”. A partir de entonces la palabra “maturrango” formaba parte de nuestros códigos secretos. Cuando llegábamos con el Goyo alguna tarde y Perón estaba despidiendo alguna visita, se apartaba para abrazarme y al oído me deslizaba un “Despacho a estos maturrangos y estoy con ustedes, muchachos”. Yo disimulaba y saludaba a los jetones como si fueran la reina de Inglaterra. El Goyo Peralta se moría de la vergüenza pero sé que en el fondo también disfrutaba viendo al General pasarla bomba con nosotros. A esa altura del partido yo ya ni soñaba con ser campeón mundial, era amigo de Perón y esa era suficiente corona para mí. Cada vez que me subía al ring, en la bata, del lado del cuore, tenía estampado el escudo peronista. Siempre, incluso en los peores años de la proscripción. Nunca nadie me dijo nada. Qué me iban a decir a mí. Los hubiera cagado a trompadas. Cuando estábamos con otra gente, en alguna reunión, Perón me hacía contar en público mi estrategia para ganar las peleas: “Yo no peleo, yo discuto. Y si la cosa viene fulera imagino en el rival las caras de Aramburu, Rojas o Lanusse y les pego hasta que tiran la toalla”. Ah, en uno de aquellos dos cumpleaños que pasé con Perón, los dos últimos que festejó en España, se armó un revuelo porque en la puerta había alguien muy importante que quería entrar y no lo dejaban. Claro que me acuerdo pero no quiero armar quilombo. ¿Vos estás seguro que no voy en cana si te lo digo? Era Cafiero. Parece que Perón lo tenía entre ceja y ceja y no lo dejó entrar, se tuvo que ir con el rabo entre las patas pobre Cafierito. Algo mencionó el General de una advertencia que le había hecho sobre una entrevista con Lanusse, pero nadie repreguntó nada. Solamente en dos ocasiones usé mi influencia a favor de personas que lo querían conocer. Una fue con Tula, el del bombo. Se vino desde Buenos Aires con un bombo para el General y me pidió que intercediera. Cómo no lo iba a hacer, si el Tula es un cabeza como yo. Perón estaba chocho con su bombo. Una vez nos pusimos a tocar como dos chicos hasta que la que te jedi nos gritó desde abajo y nos hizo callar. Isabelita, quién iba a ser. “Es humana” me decía entre risas por lo bajo el General. No fue la única vez que Chabela se encabronó conmigo. La otra fue cuando Perón me llevó hasta su habitación para mostrarme que tenía colgados, en un lugar privilegiado, los guantes autografiados que le había regalado para su cumpleaños. Cuando bajamos, Isabel nos recagó a pedos, al General por haberme hecho entrar a su lugar privado y a mí por haberlo aceptado. “Todo bien, querida, todo bien” fue la respuesta de Perón mientras nos escapábamos rumbo a la cocina. No entendí su enojo pues la habitación estaba muy prolija. No había nada fuera de lugar. Lo único que me llamó la atención fue el ropero semi abierto con toda la poca ropa de Perón: dos trajes, un saco sport y un par de camisas, nada más. Era muy humilde el General. Un tiempo después escuché aquella canción que circulaba en Buenos Aires hablando del bombo de Perón: “Recibí carta de Juan que escribió desde Madrid, preguntó por su gorrito y su motoneta gris. / Se hizo músico solista toca bombo todo el día, recordando viejos tiempos cuando a su balcón salía”. Ah sí, cierto, me quedó colgada la segunda persona por la que intercedí para que conociera a Perón, es que… no me enorgullece ¿sabés? No sé por qué carajo acepté. Yo ni mierda sabía quién era ese jetón, me enteré mucho después. Me lo pidió un amigo de un amigo y viste vos que muchas manos en un plato hacen mucho garabato. Lo que más bronca me da, como dice el tango, es que yo conocía ese dicho pero en aquel momento no me vino a la zabeca si no, te juro, hubiera dado el esquinazo. Este amigo de un amigo me trajo un domingo a un jetón alto, grandote, militar boliviano exiliado. Yo les dije que fuera ese domingo porque sabía que López Rega o Daniel, como le decía Isabelita, no iba a estar en la casa. Ese manejaba todo ahí. Me pasaron a buscar en un BMW que mamma mía, con jetra de seda y reloj de oro. Yo le dije al militar ése que, si quería venir conmigo, venía en mi Fiat 600. Aceptó sin chistar pero te apostaría mi lealtad a que era la primera vez en su vida que entraba en un auto tan toraba. Estacionamos, hablé con los guardias que ya me recontrajunaban, toqué timbre y me abrió la puerta Perón. Le expliqué que venía con un amigo que hacía como tres años que lo quería ver y un par de gansadas que me avergüenzan hoy día. Perón, que confiaba en mí como un hermano, aceptó sin chistar. Le hice una seña al bolita desde ahí y el interesado se bajó, entró y se quedó charlando como dos horas. Yo me quedé solari en mi fitito, masticando bronca por no haberme negado a esa intermediación. ¿Sabés quién era? Ovando Candia. Militar en la época que mataron al Che y luego presidente de Bolivia. ¿Qué me contursi? ¿La habré cagado? Perón nunca me dijo nada y me siguió tratando igual, así que por ahí no la embarré tanto. No, no hablaba de política con nosotros ¿para qué? Si nosotros justamente lo distraíamos de toda esa puñeta de mercachifles y por eso nos adoraba tanto al Goyo y a mí. Escucha ésta: Un día lo llevamos al General para que le saliera de padrino al hijo del Goyo, Juan Domingo Peralta. Entre los invitados estaba José Manuel “el Vasco” Urtain, un peso pesado amigo nuestro que se había coronado campeón de Europa en una pelea histórica contra el alemán Peter Weiland en el Palacio de los Deportes de Madrid. Récord de público, la pelea del siglo, gente afuera. Era famoso el Vasco y su aspecto era imponente, una bestia, parecía el hombre de las cavernas, parecía. Al verlo, Perón se le queda mirando esforzándose por recordar de dónde lo junaba, entonces yo me acerco y le digo: “Mi General éste es el vasquito, nuestro amigo” “¿Vasco?” ¿Y qué me decís si te cuento que ahí nomás se le puso a hablar en vasco? ¡En vasco! ¿Pero quién mierda, aparte de los vascos, puede hablar en vasco? No te digo yo que era de otro planeta este tipo. No, de Evita no se hablaba, es que estaba la otra, qué te pensás. Deambulaba todo el tiempo pispeando la que te jedi. Sí, claro, la tenían ahí arriba en una especie de altar a la pobre santa. Se la habían devuelto hacía poco. Sí, la vimos. Pero hojaldre que no fue porque se lo hubiésemos pedido nosotros, jamás me hubiera animado a pedirle una cosa así al General, no señor, él nos llevó porque se le vino en gana verla de golpe justo cuando estábamos en yunta. Fue por la tarde, estábamos los tres solos con el Goyo y con Perón. Chabela y el Brujo se habían ido de paseo a Toledo, creo. El General estaba como colgado de una nube de pensamientos. No fue necesario que el Goyo me pegara ningún codazo para que me callara. Como me avivé que la cosa venía melanco me quedé muzzarella. Era otoño, me acuerdo posta porque yo, aunque tenga menos poesía que una palangana, me quedé hipnotizado campaneando lo mismo que había hechizado al General, algo que junaba a través de la ventana que daba al jardín. Como en una pantalla cinematográfica, se veía una lluvia de hojas amarillas, brillantes por el rocío, cayendo regularmente y posándose sobre uno de los caniches que se dejaba acariciar por la naturaleza como por una mano compañera. Nos colgamos los tres amigos con aquella imagen, cada uno con su propia caravana interna. Hasta que, de pronto, en la película que veíamos todos, se apareció el jardinero, fletó al perro, barrió las hojas y las apiló en una bolsa de basura. Perón salió de su capocha, se paró con calma, como dormido y nos dijo con la mirada perdida: “Quiero verla. ¿Quieren verla, muchachos? ¿Me acompañan? Esta tarde me gustaría estar un ratito con ella”.
Cuando Perón se murió, me vine a Buenos Aires. Ni bien pisé la ciudad empecé a caminar. A dar vueltas sin sentido. Cuando se hizo de noche me senté en la puerta del Luna Park y ahí me quedé esperando que amaneciera. No lloré. Me aguanté por no llorar. Es que si lloraba iba a empezar a hablar y si hablaba quién me iba a escuchar, si me había quedado solo.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.
Hermoso relato. La magia de la historia oral. La dimensión mítica del peronismo que siempre es Doxa, vulgo, ágora: mito.
Muchas, muchas gracias Luis
Luis Lonhi, sos un escritor maravilloso,me hiciste sentir al lado de Peroñ, me conmoviste desde los pies a la cabeza. No podía dejar de leerte
Además sos un artista y un creador
Te admiro mucho. Por ño buena persona y tu humildad constante.
Excelente Luis querido
Excelente. Todo ternura.
Conmovedor. Muchas gracias
Mí amigo el General, para siempre
Sos un grande Longhi El relato es tan cautivante que me hiciste trasladar de época, me pusiste en Puerta de Hierro y me imaginé la cara del boxeador y de Perón compartiendo esos momentos.
Muy bueno, felicitaciones