Soy tanguero. En mi casa tengo unos 15.000 tangos grabados. Todos los padecimientos emocionales de un hombre a lo largo de su vida están representados en algún tango. Es decir que en esos discos y casetes tengo la historia de la humanidad. También soy peronista. Peronista de Perón. Un hombre como Perón surge cada mil años. Nosotros los argentinos somos privilegiados, en menos de doscientos años ya tuvimos tres: San Martín, Rosas y Perón. El resto que vaya a pelar papas. No es indigno hacerlo. Yo arranqué como bachero en un bodegón de Barracas y acá me tenés. Pasé por muchas experiencias laborales que no vienen a cuento. Hasta que entré en el Correo y permanecí durante 45 años, llegué a jefe y todo en el Correo. También fui corredor de bebidas y comestibles. Tengo una nieta administradora de empresas y otra profesora de computación. Qué me contursi. El Estatuto del Peón establecido por el General es una reivindicación que le cambió la forma a este país. Si los socialistas, comunistas y radicales que hablaban tanto del trabajador a comienzos del cuarenta no se hicieron peronistas fue nada más que por una cuestión de celos, porque no soportaron que otro y no ellos hubiera logrado tamañas reivindicaciones del laburante. Quedaron en falsa escuadra cuando armaron la Unión Democrática con el apoyo de Braden y los Estados Unidos. Es una mancha para siempre esa. Todavía estoy esperando que hagan un mea culpa. ¿Lo hicieron? Entonces que sigan pelando papas. Hasta ese momento yo coqueteaba con los anarquistas. Sin que mi viejo supiera me colaba en las reuniones de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), esos fueron los primeros que pelearon por los derechos de los trabajadores poniendo cuerpo y alma. Por el año 25 lograron establecer en algunas fábricas un horario regulado de 7 a 11 y de 13 a 17. En cada uno de esos horarios sonaba tremenda campana para señalar el comienzo y el final de la jornada laboral, pero cuando llegaron los conservas, con el golpe de Uriburu, arrancaron de cuajo la campana y la tiraron al río. También lograron bajar el peso de las bolsas que cargaban los changadores de 100 a 80 kilos. Después, el peronismo la bajó de 80 a 50. Mi papá laburaba en la Fábrica Argentina de Alpargatas por 80 pesos por mes, con Perón de 80 paso a ganar 160 y el alquiler, no me olvido más, de 50 bajó a 38 y el dueño tenía que arreglar la casa porque si no…
Yo soy muy metido, muy entrador, muy charlatán, te habrás dado cuenta. Por algo llegué a voz oficial del estadio de River Plate. Sí señor, soy gallina y mirá donde vivo, enfrente a Caminito, corazón de la Boca. Ahí vivía Juan de Dios Filiberto y en aquella casa de allá Quinquela Martín, yo les llevaba el reparto de carne en el año 40. Me pagaban 50 centavos por día, una miseria. Laburaba entre 12 y 14 horas diarias, incluso los domingos. Un día exploté y pedí un aumento. El carnicero me lo negó de mala forma. Entonces yo, que estaba muy enojado, el domingo de madrugada me metí en la carnicería, que quedaba a media cuadra de la cancha de Boca recién inaugurada, saqué media res de la cámara frigorífica y se la colgué en la vidriera pintada con los colores millonarios. Ni me interesó saber más luego cómo había reaccionado la hinchada bostera ante esa afrenta en el living de su apestosa casa. Mi siguiente conchabo fue en un reparto de panadería. Me pagaban 60 pesos por mes más dos medialunas para el desayuno diario. También ayudaba a mi vieja que cosía para unos israelíes de la calle Patricios. Me decía “Nene, lleva este traje que te van a dar 15 pesos”. Pero me daban 10. Si me quejaba, mi vieja se quedaba sin trabajo. Quiero decir: no había defensas para el trabajador, ni leyes laborales ni sociales. Mi tío Luis trabajaba en la Arenera Ferro, era sereno y el encargado de mantener los hornos encendidos toda la noche. En el 43 se juntaron todos los areneros y decidieron pedir una entrevista con el Coronel Perón que estaba en Trabajo y Previsión en la calle Perú y Diagonal Sur. Ya muchos tenían sus sindicatos: los de Luz y Fuerza, los del Estado, naturalmente, y por eso iban a verlo.
Mi tío, seguramente acostumbrado a su laburo solitario de sereno, hablaba muy poco. Como te conté y como ya te diste cuenta, yo soy muy charlatán y por esa época ya me había hecho de una fama como “defensor de pobres y ausentes”, así me conocían en el barrio. Por eso mi tío me pidió que lo acompañara como su delegado personal a la reunión de la Secretaría de Trabajo. Yo rondaba los 13 años, llevaba pantalones cortos todavía. Los largos te los ponían de acuerdo con tu crecimiento, básicamente cuando te aparecían pelos en las piernas. Mirá mi cara y mis gambas, salí lampiño yo. Ya tenía edad y altura pero mi vieja estaba empecinada en que hasta que no me crecieran pelos en las piernas no me ponía los largos. Una desgracia. Era yugoslava mi vieja, dura como una piedra. No había forma de convencerla. ¡Cómo iba a acompañar al tío a ver al Coronel Perón en pantalones cortos! Me quería matar. Yo iría como su delegado personal. Imaginate con qué seriedad habría de escucharme Perón si yo estaba de pantalones cortos. Hablé con mi papá. Papá habló con mamá. Nada. Le conté el asunto a mi abuela que ya estaba muy viejita. La abuela habló con mamá. No hubo caso, en casa mandaba mi mamá.
La cita era a las nueve de la mañana. Llegamos en punto y entramos a su oficina en punto. Había delegados areneros de todos lados, seríamos unas 20 personas. Yo me quedé atrás de todo al lado de mi tío. El Coronel Perón se paró para recibirnos y evidentemente mis piernas blancas y flacas actuaron de faro relumbrón porque Perón me señaló con un dedo y me dijo: “Usted, venga”. Avancé resuelto entre los compañeros areneros que estaban sorprendidos con el arranque inesperado de la reunión. Se acomodó delante de su escritorio y se me quedó mirando mientras pensaba con una mano agarrándose el mentón. Se mantuvo un ratito entre sus pensamientos sin dejar de mirarme. “Digame compañero, cuál es el asunto”. Yo nunca pienso en lo que voy a decir. Nunca lo hice ni como voz del estadio ni como locutor de radio que fui ni como presentador de grandes artistas, hasta a Goyeneche presenté en varias oportunidades y nunca premedité ninguna de mis palabras, por eso ante la pregunta de Perón me lancé a boca de jarro: “Vea Coronel, acá mi tío y sus compañeros están desamparados, trabajan a destajo en condiciones insalubres y sin ningún tipo de protección. Usted debería armarles el sindicato como a los de Luz y Fuerza para que defiendan sus derechos sin que los dejen de patitas en la calle”. Perón reaccionó abrazándome. Y se quedó un rato largo en ese abrazo. Ese abrazo me marcó para siempre. Te lo juro por mis hijos, por eso me emociono tanto ahora con el recuerdo. Es que en ese momento yo no era consciente ni de lo que estaba diciendo ni ante quién lo decía. Porque Perón en ese momento todavía no era Perón, quiero decir, era Perón, obvio, pero no el Perón que… ¿vos me entendés lo que quiero decir, no? Porque no me sale cómo decirlo. Perón me desengominó y se dirigió a todos: “El sindicato lo van a organizar ustedes, yo les voy a explicar de qué forma. Seguramente este chico será un buen sindicalista a futuro”. “No, mi Coronel, me da miedo que me maten, además no creo que mi papá me deje”. Dije esas palabras con seriedad y mucha convicción pero por lo visto resultaron graciosas para Perón y todos los compañeros areneros. No entendí de qué se reían pero mi cara de disgusto sirvió al menos para que me ganara un segundo abrazo de Perón.
El 17 de octubre de 1945, a las 8 y 30 de la matina, yo estaba en la Panadería “La sin rival”, de Irala entre Suárez y Brandsen, cargando el carro que arrastraba con mi bicicleta para llevar un pedido de pan hacia Avellaneda. Cuando llegué al puente que separa Capital de Provincia lo estaban elevando para intentar frenar a la masa obrera de los frigoríficos del sur y algunas fábricas, guiados por Cipriano Reyes, que marchaba rumbo a la Plaza de Mayo para exigir la liberación del Coronel Perón. Cuando vi que la gente se tiraba vestida para cruzar a nado el riachuelo no lo dudé, me fui con el carro hasta la orilla adonde llegaban empapados y recibía a cada obrero con un pan calentito. Dejé la bici en la panadería sin ninguna protesta de mi patrón y me fui a la Plaza con los muchachos. Qué se yo cuántas horas esperamos. De golpe Cipriano Reyes, que hasta hacía un ratito nomás había estado al lado nuestro, se apareció en un balcón de la Casa Rosada exhortando a la multitud y a los garcas de turno, que hasta que no liberaran a Perón no nos pensábamos mover de la Plaza. Y no nos movimos hasta que Perón nos habló por primera vez desde ese balcón. Esa fue la segunda vez que lo vi.
La última vez que lo crucé personalmente fue cuando yo trabajaba en el correo de Temperley. Perón estaba en campaña repartiendo juguetes y venía asomado del último vagón de un tren de carga todo abierto que avanzaba a paso de hombre por el andén de la estación. Había una multitud. Yo logré subirme en andas de un compañero y agitando como un loco mis brazos le grité “Coronel Perón, cómo le va compañero”. No sé si habrá sido la sorpresa de que alguien a esa altura del partido lo llamara Coronel en vez de General pero te aseguro que cruzó una mirada conmigo, me saludó como si me hubiera reconocido y mientras me hacía así con las manos le comentaba por lo bajo algo a Evita que estaba a su lado. ¿Te das cuenta? se acordaba de mi. Por los pantalones cortos del 43 se acordaba. Y yo que me avergonzaba de llevarlos puestos.
Cuando lo voltearon en el 55 estuve un mes sin dormir. No había consuelo. Mi mamá me llevó al médico porque había perdido como 10 kilos de peso, ni ganas de comer tenía. “¿Qué te duele?” preguntó el doctor. “Perón me duele”.
El presente relato forma parte del libro Yo conocí a Perón de Luís Longhi.