Hace seis meses, cuando la Policía de la ciudad de La Plata lo detuvo, conocí a Martín.
Con 16 años, Martín y un amigo caminaban por el centro de la ciudad un jueves. En algún momento, decidieron meterse en una peluquería a robar. No lo planificaron, no lo pensaron siquiera, pintó robo.
Entraron, amenazaron a la chica de la caja con una punta y se llevaron la recaudación. Corrieron, pero alguien los siguió. Y la Policía, alertada, también salió tras ellos.
Los redujeron a las pocas cuadras. En el piso, boca abajo, las manos cruzadas en la nuca, escucharon el pedido de refuerzos del personal policial. Después, cada uno fue trasladado en un patrullero distinto.
Al llegar a la defensoría conversamos. Me explicaron que los golpearon e insultaron cuando estaban en el piso, y que volvieron a golpearlos en la comisaría.
Hice la denuncia por malos tratos y abuso de autoridad. Era el primer ingreso de ambos al sistema penal, por lo que el lunes fueron excarcelados y entregados a sus padres.
Hasta ahí, la historia de siempre, sabida, repetida, miles de veces repetida.
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Aun cuando recuperen la libertad, las causas de los mal llamados “menores” siguen su curso. Hay otros pasos procesales que requieren presencia del adolescente imputado hasta que se define si van a juicio oral o a una salida alternativa. Lo cierto es que ningún pibe la saca barata como, gran parte de la sociedad cree: hay que presentarse a firmar al juzgado, hay que evitar contactos con la víctima, hay que recibir a los operadores de minoridad en el domicilio y tantas otras cargas que hacen que la excarcelación no sea revocada y tengan que regresar al confinamiento.
Martín cumplió todas esas obligaciones impuestas. Nos volvimos a encontrar en la audiencia previa al juicio.
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—Martín ya no habla, doctor —me atajó el padre cuando lo saludé—, pero no habla, no porque no quiera hablar. Martín no habla porque le dieron tal susto hace un mes, cuando lo detuvieron, que le sacaron las palabras.
Entonces me contó la historia que su hijo nunca me había contado y que logró descifrar el médico psiquiatra que lo atiende desde que se sumió en el silencio.
Durante los diez, quince, veinte o treinta minutos que duró el traslado a la comisaría, “alguien” —alguien que lógicamente estaba dentro del patrullero— le colocó el caño del arma en la boca. No se sabe durante cuánto tiempo. Nuevamente, diez, quince, veinte o treinta minutos. Lo que sí se sabe es que esa bala que nunca salió del tambor viajó todo ese tiempo perforando dimensiones que solo Martín conoce hasta alojarse en un lugar que produjo silencio. Un silencio profundo y terrorífico que ya duraba un mes.
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El espacio tiene algo de iglesia: una habitación rectangular, amplia y espartana, con una serie de sillas alineadas y bancas una detrás de la otra.
Contra las paredes, en vez de santos, hay carteles: “sala de audiencias”, “prohibido fumar”, hay una pizarra donde los abogados en sus alegatos pueden ilustrar. Al frente y a mayor altura está el púlpito del juez, con lugar para tres asientos, con los respectivos escudos de la justicia bonaerense, detrás un crucifijo colgado a la pared, reminiscencia de la inquisición en el poder judicial del siglo XXI. A los costados del púlpito, de modo de hacer la idea de triángulo (trial) dos escritorios enfrentados, el del fiscal y el del acusado —menor de edad— y su defensor.
El citatorio de los adolescentes a la sala de audiencias puede ser estando el mismo en libertad, por lo que debe concurrir junto a su representante familiar, y con un abogado de confianza que designe, caso contrario se le designa uno de oficio. También puede ocurrir que la cita a la sala de audiencias sea luego de una detención; en ese caso se avisa a los padres y es asistido por el defensor. Estas audiencias son fijadas por lo general (y así lo dice la ley) dentro de los cinco días de ser el joven imputado y citado a indagatoria.
En estos casos el adolescente se encuentra cara a cara con el fiscal y el juez, quienes en esa misma audiencia definen si hay prueba para investigar, si se dictará una prisión cautelar y si se llegará tarde o temprano a un juicio oral.
En esas audiencias se empieza con un cuestionario protocolar en boca del juez:
Soy el juez (nombre del juez), esto es en referencia al caso número (número de caso), respecto del menor de edad de nombre (nombre del joven). Luego se hacen una serie de preguntas dirigidas al acusado, como, por ejemplo: “diga su nombre en voz alta”, “va a la escuela, qué escuela, año, etc.”, “vive en el domicilio…”, “el nombre de sus padres es…”, “sabe leer y escribir…”, “se encuentra detenido en…”.
Luego, el juez da vista al fiscal para que considere el caso y los cargos que tiene en contra del joven. Acto seguido se le da vista al abogado defensor para que haga su pedido.
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En la sala de audiencias, el juez le preguntó a Martín si sabía para qué estaba ahí. Martín apenas movió la cabeza, no respondió. Se produjo un largo silencio en la sala. El juez volvió a preguntar. Silencio nuevamente. Martín miró a sus padres y el juez infirió ese movimiento imperceptible como un “sí”, que sí entendía. “Entiende”, dijo el juez. Y continuó la audiencia como si nada.
Pero el silencio en ese ámbito tiene varios significados. Otorga. Y es un silencio hablado de gestos e interpretaciones sobre esos gestos.
Porque el teatro judicial funciona como sistema tabulado de interpretaciones sobre las formas del silencio y los movimientos de un rostro desencajado. Allí donde las palabras no dichas se acumulan en la boca del acusado y forman un bolo en la garganta, que se traga. Y ese es el triunfo de la violencia anterior que el juez la capta para fabricar al culpable.
La denuncia penal que hice, no le iba a devolver la voz a Martín.
Gracias Julian por tu ralato,!
Una sociedad basada en la injusticia social, no puede hacer justticia !Un pais que tiene un aparato judicial como el actual y un aparato policial, ques una continuidad de la dictadura es imposible que logre justicia.
Buen relato, amarga realidad y siempre el triste final…