Hoy se cumplen 16 años del crimen de Carlos Fuentealba. Cuando lo asesinaron escribí este texto que ahora les comparto.
In memoriam
Envié este texto urgente, improvisado, a una amiga que vive en Europa.
Seguro hay una razón que explica que lo comparta con ustedes.
Pero no la sé. Tal vez sea por el cristal del que estamos hechos
No hace mucho conocí a una muchacha suiza. Estudia en una de esas universidades europeas en las que estudiar historia se parece a estudiar antropología y ahora estudiar antropología, bueno, les da un poco de miedo porque todavía no saben qué hacer con un continente que está dejando de ser blanco. Esta muchacha, decía, estudia algo parecido a la Sociología (estudiar Sociología en Suiza… ¿no suena a tratar de aprender a surfear en Bolivia?) y decidió hacer una materia cuatrimestral sobre América Latina. Se fue a anotar, llenó el formulario, se enteró de los contenidos y cuando preguntó dónde quedaba el aula le dieron un ticket de Swissair, le hablaron de la calle Marcelo T. de Alvear y le dijeron hasta dentro de cuatro meses. Parece que los suizos son así y no tienen problemas con aulas superpobladas.
El caso es que esta muchacha suiza llegó acá y no entendía nada o casi nada. Pero lo que menos entendía era que la gente saliera a la calle. Que fueran muchos. Que cantaran. Que protestaran por tantas cosas. Que lo hicieran una y otra vez. Y que lo hicieran cantando. Eso le extrañaba mucho: que la rabia se cantara. Percusión, melodías, voz en cuello.
Y las asambleas; tampoco entendía el bullicio desordenado y fatal de las asambleas. Pero lo que más le costaba entender era a los hombres y a las mujeres que lo hacían. No entendía cómo a esa gente —humilde, las más de las veces— le importara más juntarse con otras personas para protestar, para salir a la calle, una y otra vez salir a la calle, y protestar y cantar, que ocuparse de sí mismos, uno a la vez, cada uno, cada una. Solo. Sola. Suiza.
La miro impresionarse tanto y a mí lo que me impresiona es el cutis de esta muchacha suiza. Es un cutis diáfano, impecable, perfecto. Es así, parece de cristal. Ella parece de cristal. En Suiza se puede, da la impresión. Nadie golpea la mesa. Los trenes andan sin hacer mucho alboroto y la gente no vibra calles ni bate parches insurgentes. Los cristales no se rompen.
Acá sí.
El bello, noble, diáfano, impecable, perfecto cristal del que estaba hecho Carlos Fuentealba estalló en miles de pedazos el 4 de abril. Otro hombre hecho de vidrios oscuros repitió sin reparo ni dignidad ni espanto, sin importarle un pito la justicia —y, mucho menos, el cristal del que Carlos estaba hecho— un acto ejecutado treinta mil y más veces: le disparó en la nuca, siete brutales metros cristales estallando en cada uno de nuestros corazones.
Hoy decenas de miles y de miles en todos los rincones, salimos a las calles, o lloramos para adentro, o cantamos para afuera, gritamos, juntamos —o intentamos hacerlo— los cristales de Carlos, pedacitos surcan la memoria y el cutis de un país tajeado por la muerte, cristales de Dario y de Maxi, treinta mil cristalitos y otros miles y así, cantamos y somos esta muerte gritada, absurda, golpeada en cada parche con que hacemos la historia.
Una muchacha suiza se ha tomado un avión esta mañana. Dejó el aula temprano. Había dormido nada o casi nada. Con una carilina incesante enjugaba lágrimas y mocos que le marcaban para siempre el cutis diáfano, impecable, perfecto. No estaba segura de nada. No sabía si había entendido ni a las calles ni a las gentes. La materia era difícil. Y el aula, más. En Europa la espera el tribunal. Dará un examen final, escribirá una tesis, dirá lo que ha vivido.
¿Qué nota habrán de ponerle?
Carlos Zeta, un sábado de julio de 2007
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.