¿Sí vale la pena luchar?
Pero claro, hombre… si no, ¿para qué estamos?
Algunos creen que la vida es comer.
No, están muy equivocados: hay que trabajar, crear, tener una mujer y hay que luchar.
Nada se consigue sin luchar. Siempre pensé así y ya no voy a cambiar.
¡Qué culpa tengo yo si me tomé la vida en serio!
Aníbal Villaflor
“Ese fue mi debut en la Delegación de Trabajo y Previsión de Avellaneda. ¿Qué le parece? Preso y a la comisaría. Cuando mis compañeros que me esperaban en la calle me vieron salir preso, ¡no entendían nada! En la comisaría me largaron al rato porque no tenían elementos para mantenerme preso. Me tomaron los datos, y a la calle. Se quedó tan enloquecido ese Aranguren que mandó decir a la Lanera y a la Asociación que a mí no me quería ver más, que mandaran a cualquiera pero no a mí. La gente no le hizo caso y me volvió a mandar y él, tragando saliva, no tuvo más remedio que atenderme. ¿Se da cuenta por qué yo hablo a veces del entorno del coronel? No podía controlar a su propio delegado en Avellaneda. Pero él seguía su prédica contra la oligarquía. Sí, seguía firme, y eso era lo que nosotros admirábamos.”.
Y dice don Aníbal algo singular de Perón, mientras dibuja una sonrisa en los labios —de esas con las que no sabés si se burla del interlocutor o si está, por unos segundos, anclado en esos sueños en los que creyó y no fueron, o en aquello que fue pero ya no tiene—: “Ese sí que era un anarquista”. Mientras su nieta Laurita hace los deberes sobre la mesa de la cocina y su esposa vuelve de hacer las camas de los cuartos que dan e la galería, llenos de fotos y recuerdos, Aníbal explica: “Era un anarquista porque le dio dignidad al trabajador.” Los terratenientes y los oligarcas no decían que Perón era un anarquista. Tampoco los socialistas y los comunistas. Los primeros estaban asustados por cómo preconizaba la participación de las capas históricamente más postergadas, de los negros, de los cabecitas; los segundos lo acusaban de fascista y de querer organizar en la Argentina “la retaguardia nazi”.
“La Argentina —dirán algunos teóricos poco después— era uno de los pocos países que constituía un nido fascista.” O afirmaban que no todos los miembros de la fuerza electoral peronista eran fascistas, “pero quienes dirigían el negocio, sí lo eran”.
Y remacha Victorio Codovilla, afirmando que el golpe del 4 de junio —incluido, y como figura clave, Juan Domingo Perón— se trataba “de un movimiento cuya ideología, forma política y tipo de organización correspondían a las del fascismo, nazismo y falangismo, pues había sido preparado minuciosamente por agentes nazis nacionales y extranjeros cuyo objetivo, al mismo tiempo que crear en la Argentina un régimen de tipo nazi, era el de servir de punto de apoyo para, primero, contribuir a que el nazismo ganara la guerra en Europa y Asia; segundo, extender los regímenes fascistas a estos países de América Latina estableciendo posiciones decisivas en el continente; y tercero, en caso de derrota los nazifascistas en el campo de batalla, conservar una cabecera de puente en América a través de la cual, en el momento oportuno, pondrían al servicio de los sectores antisoviéticos y antidemocráticos”.
El GOU se proponía, insiste Marianetti, “convertir a la Argentina en plataforma en el sur del Continente para dirigir un ataque definitivo nazifascista contra Estados Unidos una vez lograda la derrota de los aliados en Europa”. Es obvio que debemos dejar claro que para estas concepciones, los Estados Unidos e Inglaterra eran regímenes democráticos y no imperialistas. O imperialistas democráticos. O algo parecido. Los obreros en general no lo entendían así. Miles y miles de obreros eran menospreciados y explotados justamente por patrones ingleses y norteamericanos. Y, para colmo, muchos venían de trabajar la tierra y sabían del salvajismo de los terratenientes y del desprecio hacia el peón. Pero los de “izquierda” decían lo del fascismo.
Ya estábamos en 1945, el fascismo había sido derrotado y ellos seguían con el mismo argumento. Perón hablaba en contra de la oligarquía y ellos decían que igual era fascista. Perón hablaba de reivindicar al obrero y al peón rural y ellos hablaban de que Perón era fascista. Perón hablaba de la participación en las ganancias de las empresas y salarios mínimos, y de vuelta con lo de fascista. Y Perón tomaba justamente lo que los obreros decían: “Nos echan cuando quieren”, y él decía que eso no podía ser. Pero como era fascista, no había posibilidad de discutir. Seamos muy francos: quién no escuchó alguna vez de boca de algún ´cuadro´ socialista o del Partido Comunista decir preventivamente a algún compañero de trabajo o de sección: “no viejo, con aquel no hay que hablar porque es facho”, cuando era un peronista que no tenía empacho en decir que lo era y en argumentarlo. Y por qué no, por decir simplemente que era peronista.
Por otro lado, la mayoría de las capas sociales no obreras tenían una fuerte postura contraria al peronismo. Ni qué hablar de las centrales universitarias. Es allí donde ya descollaba Germán López, presidente de la FUA entre 1944 y 1945, con el tiempo funcionario decisivo del presidente Raúl Alfonsín.
Resultó que el argumento de “Perón fascista” no surtió efecto. Por lo menos, no el esperado por sus creadores. Eso en las filas obreras no cundió. Pero es poco decir. Esta actitud de las fuerzas de izquierda en aquellos tiempos es la responsable de las dificultades que en los años posteriores —y hasta el presente— existirán entre los obreros, mayoritariamente simpatizantes del peronismo, y las fuerzas de izquierda, como un sólido y contundente prejuicio histórico, salvo honrosas excepciones. Al mismo tiempo, no podemos dejar de mencionar la responsabilidad emergente de algunos dirigentes de los comunistas locales que adhirieron a las tesis pacifistas y revisionistas, incluso antes de que estas cobraran vuelo desde Europa del Este a partir de 1956. Eso se llama ser vanguardia… del vaciamiento político y filosófico. Gran favor les hicieron a los terratenientes y a la oligarquía. Pero claro, si con ellos se habían aliado, debían en alguna medida servirlos. Es coherente. Lo que sí: se la tomaron muy a pecho. ¿O acaso pensaban que como “partido del proletariado” iban a dirigir a los dueños de la tierra y a los personeros del imperialismo? Qué mezcla, por Dios.
Ahora bien, don Aníbal estaba tranquilo en la suya: local gremial y vivienda al lado. Contento, porque cuando terminaba las reuniones nocturnas tenía la comida caliente y la cama ahí nomás. Su esposa también estaba contenta porque lo tenía cerca y porque sabía que después de las reuniones no se iba por ahí. “Pero también con un poco de bronca —dice don Aníbal—, porque habría que haber visto el trabajo que me daban los muchachos: venían los compañeros y las compañeras a hacer consultas y los demás de la Comisión les decían que esperaran un ratito a que viniera yo o ‘No sé, no sé, creo que es así pero esperemos a Aníbal así lo confirmamos’. ¡No se atrevían a resolver nada!, ni la más mínima pregunta. Y no solo había problemas de este tipo con compañeros de la Lanera sino también con delegados generales de otras empresas. Había compañeros magníficos como Raúl Pedrera de la fábrica Papini. Ese sí que era
un gran compañero y un gran luchador, pero había otros casos… ¿Sabe cuánto trabajo daba que trajeran las opiniones de la gente de las fábricas y que llevaran fidedignamente las resoluciones que íbamos tomando? Que aplicaran los paros. Que realizaran las asambleas… Claro, yo entiendo que había miedo y que la gente cuidaba su trabajo, pero casos como el de Iampolski son increíbles. Toda la vida había sido un carnero, nunca hacía paro cuando el gremio lo hacía. Cuando fue elegido secretario general tuvo que cambiar. Aun así, era duro. Había que perseguirlo, estarle encima continuamente, porque si no era capaz de meter la pata y mandar a los obreros de La Negra para atrás.”.
Para diferenciar el caso de Iampolski del suyo, aunque con algo de pudor, menciona Aníbal: “Ya en el 45, los obreros de Lanera Argentina resolvieron que yo fuera algo así como un dirigente ‘rentado’. Se discutió en asamblea el tema de cómo me venían suspendiendo porque me iba a reuniones en la Secretaría o con dirigentes de otros gremios, y cómo esa actividad en representación del personal de la Lanera perjudicaba mi sueldo y dañaba la relación con la empresa. Entonces, los trabajadores en asamblea resolvieron que con los fondos de la cuota sindical, un peso los obreros y cincuenta centavos las compañeras obreras, me iban a pagar un sueldo normal. Ya era imposible para mí estar en todos lados.”
Habíamos dicho que nada era fácil para la gente del GOU desde junio, pero avanzaban. El dato más ilustrativo es el del peso personal que acrecienta el coronel Perón a pesar del esfuerzo de los contras: el 27 de octubre de 1943 es designado máxima autoridad del Departamento Nacional del Trabajo, hasta ese momento organismo más patronal que obrero. Y es justamente allí donde desata una campaña nunca vista ni imaginada, comenzando a ganarse la simpatía del movimiento obrero y por lo tanto —como natural contrapartida— el odio de amplios sectores patronales, sobre todo los vinculados con las potencias extranjeras. Pero esto no es todo. Apenas cuatro meses después se lo nombra ministro de Guerra y otros cuatro meses y pico después asume como vicepresidente de la Nación. Los presidentes podrían cambiar, pero él siempre ascendía. Ya era julio de 1944.
Que el GOU no era homogéneo es cosa sabida, pero vale la pena remarcar que si bien nadie fue fusilado por desavenencias internas, las relaciones no se desarrollaban tranquilamente. Algunos cuadros del Ejército estaban más cohesionados, otros parecían agarrados con alfileres. De los hombres leales como el coronel Ávalos, ninguno. Leal, claro, a lo que pensaba en cada momento. ¿Quién puede impedir a alguien cambiar de idea y, por lo tanto, de lealtades semana por medio?
Eduardo Ávalos coincidió con la mayoría de la oficialidad en el golpe a Castillo. En aquella revolución el GOU jugó un papel importante, y Ávalos no lo desconocía. Coincidió con ellos en la jugada. Solo un mes después, en julio del 43, forma parte del núcleo de jefes de unidades de Campo de Mayo que cuestionan a Perón y al ministro de Guerra Edelmiro J. Farrell, yendo a hablar con el presidente para que los sancionara. No contó con que Perón jugaría más rápido, consiguiendo que Farrell relevara a tres hombres clave de aquella guarnición: el coronel Mascaré y los tenientes coroneles Ornestein y Nogués. Asustó así a los demás oficiales complotados y dejó girando en el vacío a Ávalos, debilitándolo. Quince días después, Perón lo gana para el GOU vaya a saber con qué argumentos. Y como resulta ser el oficial más antiguo de la logia, hasta preside durante algún tiempo las reuniones clandestinas del grupo. En este marco, ambos militares crecen más cómodamente. Sin embargo, para julio del 45 Ávalos ya está harto nuevamente de Perón porque lleva a su amante, Eva Duarte, a sus habitaciones de Campo de Mayo; porque “sigue con su campaña política personal”; porque “usa engaños y ardides para obtener sus objetivos”. Hasta que, como cabeza de la guarnición más poderosa del país, presiona junto a la Marina y otros sectores de poder, consiguiendo lo que buscaba: la ´renuncia´ a todos los cargos que en ese momento ejercía. El mismo Ávalos lo reemplaza en el Ministerio de Guerra e incluso asumirá provisoriamente como ministro del Interior. Habrá sido bueno en las clases de educación física en el Colegio Militar, porque saltó el cerco con asombrosa facilidad todas las veces que quiso.
Y sobre este fondo de tormenta, dentro de las filas del Ejército, las pujas políticas y los alineamientos y realineamientos fueron tema diario y, en algunas oportunidades, hasta pintoresco. Como deben haberlo sido aquellos dos mil ´soldados auténticos del yrigoyenismo´, que reunidos en Retiro se juramentaron luchar por “Perón presidente” sobre fines de julio. Es que hacía tiempo que Perón venía trabajando con sectores del radicalismo. Algunos afirman que llegó, inclusive, a estar afiliado.
¿Por ello su vicepresidente fue Hortensio Quijano? ¿Por esto fueron expulsados del partido radical por sus autoridades, hombres valiosos como el doctor Antille y hasta el propio John W. Cooke?
Al promediar mayo del 45 llega a nuestras playas Spruille Braden como embajador norteamericano. Esta es otra etapa. La identificación que se produce entre Estados Unidos, representado por Braden, y las fuerzas “antiperonistas”, es tan contundente y tan masiva que la consigna “Braden o Perón” recorre todos los rincones del país y, sobre todo, penetra en las secciones de las fábricas.
El ´truco´ del Libro Azul y el ´quiero retruco´ del Libro Azul y Blanco, pueden parecemos hoy un tanto infantiles, pero en aquellos días fueron cartas que se jugaron muy fuerte: solicitadas, folletos, acusaciones, desmentidas, dimes y diretes.
Y resultó un tiro por la culata para Braden y su Unión Democrática. Si habrá sido evidente el apoyo de Estados Unidos a las fuerzas antiperonistas que el propio Potash lo afirma en su libro: “Contra él (se refiere a Perón), se alzaban no solo los jefes de Campo de Mayo, los oficiales de la Escuela Superior de Guerra y de muchas otras unidades, y prácticamente toda la Marina, sino la mayoría de las instituciones establecidas en el país: los intereses empresarios y agrícolas, los propietarios de periódicos, los educadores, los dirigentes de los partidos políticos y los estudiantes universitarios. En el trasfondo, alentándolos, se hallaba Estados Unidos”.
Habrá exagerado entonces, o no, Juan Puigbó cuando señaló: “En menos de dos meses, Braden se convirtió en el verdadero Jefe de la Unión Democrática. Su incansable actividad y sus condiciones natas de agitador le permitieron galvanizar a los distintos sectores enemigos de la revolución del 4 de junio. Más que un diplomático, parecía un líder de barricada”.
Cuando se abre octubre ya no queda tiempo para especulaciones. Las cartas están echadas, la acumulación de fuerzas de parte de las distintas corrientes llega a sus límites: unos están de un lado y otros del otro. Y el cerco contra Perón se cierra definitivamente.
Dicen que quien habló con Perón fue Juan Pistarini, por mandato de la oficialidad reunida en Campo de Mayo, y que obtuvo la renuncia de Perón a los tres cargos que ostentaba en solo quince minutos. Tal vez sea cierto.
Pero por más que esa noche se haya brindado con champagne en Campo de Mayo y en muchos lujosos departamentos de Palermo y de Belgrano, la pelea no había terminado.
Sencillamente, porque Perón había brindado la noche anterior. Y no solamente por su cumpleaños, sino porque seguramente ya había trazado la táctica a seguir en su estrategia inalterable. Aunque tal vez no, si uno se guía por la carta que le dejó a Eva luego, desde la isla Martín García. Nadie creyó que Perón renunciaba voluntariamente a sus cargos públicos aquel 9 de octubre. Ni los a favor, ni los en contra.
Los más flojos pensaron que todo se derrumbaba. Los eternos escépticos decían: “¿Viste?, siempre igual, no se puede hacer nada”. No obstante, había otros que se proponían no bajar los brazos.
Presiones de Ávalos, dirá Puigbó en su trabajo. Travesuras de Sabattini, dirá Perón en un reportaje posterior en La Época, “que enloqueció al torpe de Ávalos con la promesa de la vicepresidencia”.
Pero Perón no era un principiante en la política, y junto a su equipo armó un acto para el día siguiente. Qué renunciante tan particular este, que efectúa al día siguiente de su renunciamiento un acto obrero en plena calle, transmitido en cadena por radio.
En su discurso, dejó una gran mecha encendida: dijo que dejaba la función pública y que quedaba en manos del presidente Farrell un decreto para su firma referido a ´aumento de salarios para todos los trabajadores, salario mínimo vital y móvil y participación en las ganancias´. Nada más ni nada menos.
Es justamente el mencionado Juan Puigbó, que era empleado de la Secretaría de Trabajo y Previsión en aquella época, quien recordará el comentario que hicieron con dos amigos sobre el discurso del coronel: “Más que un renunciante, parece un jefe preparándose para una batalla”. Y era cierto. Esta no era más que una batalla de una guerra que había empezado hacía algunos años.
Cuarenta y ocho horas después, las fuerzas conservadoras, socialistas, demócratas-progresistas y del Partido Comunista realizan un histórico acto en Plaza San Martín, frente al Liceo Militar. Algunos dirán que participa la crema de la sociedad; otros, que más que un acto fue un picnic, porque iban las madres a llevarles algo de comer a sus hijos universitarios mientras estaban en la Plaza. Políticamente, al margen de la anécdota, fue un acto que fortaleció la corriente antiperonista dentro del Ejército y de otros sectores militares, razón por la cual al otro día lo meten preso al coronel.
El diario Clarín dará una descripción muy elocuente de algunas características de este mitín, cuando en su página dos del día siguiente cuenta que “(…) los dirigentes estudiantiles comunicaron a sus amigos que nadie se retirara, y que cada cual hablara por teléfono a sus compañeros para que a las cuatro de la tarde se concentraran en el mismo lugar”. Y agrega: “(…) corría insistentemente la orden espontánea de que no se debía ir a almorzar y muchos improvisaron reuniones en el césped para comer como si estuvieran de paseo”.
Las pintadas que elegantemente los concentrados pintaron en los alrededores —a cargo incluso de señoritas con vestidos acampanados y tacos altos— decían, tal como quedó documentado en fotografías periodísticas: “¡Asalariados, no!”, “¡Muera Perón!”, “¡Abajo el Nazismo!”, “¡Muera la Gestapo criolla!”. Y la canción que salía del alma de los participantes era: Adelante ciudadanos, a la Corte sin dudar. Esperamos patriotismo de la Junta Militar.
Al otro día apresan a Perón y lo envían a la isla Martín García. A las tres de la tarde del día 15, Vernengo Lima asume interinamente como ministro de Justicia e Instrucción Pública y a las cuatro, el general Ávalos pasa a ser el nuevo ministro de Guerra.
El diario Noticias Gráficas resumirá la semana —que aún no termina en nuestro relato— con una agudeza política singular, sobre todo para quien se mueve en caliente, dando opiniones del proceso político que se está viviendo en esos mismísimos días. Dirá este diario el 17 de octubre por la tarde, muy sintéticamente: “Hubo tres golpes de Estado. El primero, el 9 de octubre, de Ávalos triunfando contra Perón. El segundo, el 12 de octubre, de Vernengo Lima por la hegemonía dentro del ‘frente antiperonista’. El tercero, el 17 de octubre, de Perón recuperando el poder que había perdido. Está claro que este último con características muy distintas a los anteriores”.
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Capítulo 7: “De zurdos de derecha y de imperialistas democráticos”.
Los Villaflor de Avellaneda, Enrique Arrosagaray, editorial Punto de Encuentro, 2017.