En el Bang-bang de Brasil, los votantes decidirán si el país se convierte en Guantánamo o en una cuna de esperanza para América Latina, todo ello en 14 días.
Desde hace seis años, inmerso en un golpe civil que destituyó a la legítima presidenta Dilma Rousseaf, Brasil se enfrenta a una avalancha de corrupción, empobrecimiento de las clases bajas, desempleo y una mortalidad asesina de casi 700 mil vidas perdidas por el negacionismo de las vacunas, el incentivo del uso de la cloroquina y otros fármacos científicamente probados como ineficaces, todo ello dirigido por el mayor impostor que ha pisado esta tierra, Jair Bolsonaro.
Sin embargo, para contar esta historia es necesario hacer un rápido recuento del pasado del país:
Todo comienza en la Acción Penal 470, conocida popularmente como el Mensalão, se trató de un amplio proceso de persecución judicial hacia el Partido de los Trabajadores que en el año 2005 —durante el primer gobierno del presidente Luís Inácio Lula da Silva— llevó a la cárcel a los dirigentes más cercanos al presidente. El argumento utilizado fue que el PT compró los votos en el Congreso Nacional, de los diputados federales, para aprobar los proyectos de ley que venían del Poder Ejecutivo.
Nunca se demostró nada, sólo se sugirió que ciertas instituciones como el Banco de Brasil o la Caja Económica Federal de los bancos públicos, desviaron dinero de su comercialización para comprar a ciertos diputados.
El primer laboratorio de lawfare (persecución judicial para arruinar las reputaciones políticas ante la opinión pública) le quitó la posibilidad de sucesión al Partido de los Trabajadores, corriendo al mayor cerebro en la lucha contra la dictadura desde la década de 1960, el minero José Dirceu, por entonces presidente de la Casa Civil de Brasil, segundo cargo más importante en el mando ejecutivo brasilero, sólo superado por el del presidente.
El juicio de estas acciones tuvo lugar en 2012, durante la última mitad del primer mandato de Dilma. Lula había dejado el gobierno en diciembre de 2009 dando paso a su sucesora con un 87% de aprobación de la población, por sus innumerables logros en la práctica social: la creación de 18 universidades federales, incrementando el número de estudiantes universitarios de un poco más de 3 mil a unos 8 mil. Por primera vez en la vida de sus familias, millones de empleadas domésticas y albañiles soñaron con tener un hijo médico, ingeniero o abogado. Las obras del río San Francisco que llevaron agua potable a millones de brasileños del Nordeste de Brasil, que durante décadas habían vivido en la sequía y la escasez. Se concretó el mayor y más extenso programa de viviendas populares y el acceso a la energía eléctrica para la mayoría de los brasileños. El gobierno del PT “puso dientes en la boca de los desdentados, sueños en el corazón de los pobres y trabajo en las manos de las familias.”.
También en 2013, más concretamente en junio, comenzaron las manifestaciones callejeras en la ciudad de São Paulo, denominadas “no es sólo por 0,20 céntimos” en relación con el aumento de las tarifas de autobús en la capital paulista. Fue el primer gran acto de injerencia de la derecha que nunca antes ganó las calles. Dentro de las agendas de la izquierda, se financió a partidos y “actores neutrales”, para de ese modo instalar agendas de confusión que llevaron a millones de brasileños a las calles para exigir lo que en realidad nadie sabía con certeza: fueron actos preparados para socavar el intento de sucesión de Dilma Rousseff.
En 2014, la guerra mediática se desplegó para animar a la población a reclamar por problemas sociales en un “modelo FIFA”, en referencia a los estadios que se estaban construyendo para la Copa del Mundo; aun así, en una elección muy ajustada, Dilma se opuso a su adversario Aécio Neves, ex gobernador del estado de Minas Gerais, por un margen muy pequeño.
Tras su investidura para un segundo mandato, el perdedor de las elecciones recurrió a las denuncias públicas de fraude en las urnas. A partir de entonces, Brasil se sumergió en la cloaca de un Frente Amplio. Esa amplitud diseñada a la medida de la derecha arraigó profundamente en la clase media, receptora de altos salarios provenientes de la administración pública, odiadora de los pobres y enamorada de su rol lacayo de la clase dominante. El andamiaje de la amplitud se irguió sobre grandes corporaciones de clase, sobre las Fuerzas Armadas y fuertemente sobre el gran motivador y promotor de que lo hizo posible: las iglesias neo-pentecostales.
En 2014, comenzó en Brasil una operación realizada por el Ministerio Público Federal, llamada Operación Lavajato. Con el apoyo infinito de los principales medios de comunicación nacionales, la operación basada en la maniobra jurídico-política italiana “Mani Pulitti”, que tiene como protagonista a Sergio Moro, el ex juez del Tribunal que concentró todos los procesos sobre la supuesta malversación de Petrobras —la más grande empresa brasileña de propiedad mayormente estatal— para encarcelar a decenas de personas, todo ello con el mayor refinamiento de procedimientos excesivos, sin garantías de defensa y rasgando la Constitución Federal, con la colaboración de Deltan Dallagnol, el fiscal jefe de la operación que trabajó junto con el juez de la causa. Todo lo cual quedó revelado por Vaza-Jato, una serie de reportajes del Intercept Brasil.
El lawfare llegó a su estado máximo a través de las “delaciones premiadas”, de las cuales sólo eran válidas las que mencionaba al presidente Lula, las filtraciones ilegales de información, las escuchas y el espionaje a los bufetes de abogados y los arrebatos de la clase media invadiendo las calles con la camiseta de la selección brasileña, al grito de “no más corrupción”, Brasil se hundió así en un océano degradante de mentiras, falacias y un alardeo patético y canalla que inseminó el huevo de la serpiente.
En las elecciones de 2018, con Dilma Rousseff destituida del cargo de Presidenta de la República en un evidente golpe de Estado de las élites, mediante un gran acuerdo nacional entre la clase dominante y tras una detención de pleno ilegal y criminal que dejó preso durante 580 días, es decir, 1 año y 7 meses, al mayor brasileño vivo que camina entre nosotros, para transformarlo en el mayor brasileño de la historia: Luís Inácio Lula da Silva. Esta fue la incubadora de la ultraderecha que logra doblarle el espinazo a Brasil y da nacimiento al monstruo Bolsonaro.
Obedeciendo a la cartilla trumpista y a su creador Steve Bannon, una difusión masiva de desinformación asoló el país. Las consabidas fake news ganan la casa de las familias brasileñas y la democracia en el país se convierte en una disputa entre los que todavía creen en una participación popular progresista y una secta ciega y odiadora.
Tras salir de la cárcel, Luís Inácio Lula da Silva recupera sus derechos políticos en una decisión del Tribunal Supremo de Brasil que declaró sospechoso e incompetente al ex juez Sergio Moro quien, por cierto, dejó su carrera de 22 años como magistrado para servir al gobierno de Bolsonaro, al que ayudó a gestar, ocupando el cargo de ministro de Justicia.
Lula ha vuelto al tablero de ajedrez y, mediante grandes suturas políticas, está poniendo en el redil a sus históricos adversarios de centro derecha. Está avanzando en la candidatura de su nombre y ganando aliados en todo país Mientras tanto, el Gobierno Federal ametrallado por acusaciones y escándalos de todo tipo está instalando un clima de guerra, especialmente mediante la liberación total de la compra de armas por parte de la población, involucrando en ello al crimen organizado y a la policía.
Brasil se ha convertido en una gran película del oeste, en la que el mayor partido de izquierda de América Latina ha cruzado el río más torrencial de falsedades y ataques, y llega al otro lado limpio y con una ventaja de 6 millones de votos en la primera vuelta de las elecciones para la gran disputa del 30 de octubre. Entonces se decidirá qué país queremos, el de la oscuridad de las cámaras de tortura o la claridad de las puertas de la esperanza. La lucha de clases entre ricos y pobres nunca ha sido tan clara. 33 millones de brasileños se encuentran en estado de miseria y hambre, mientras que 126 millones tienen problemas de inseguridad alimentaria. Sólo los brasileños trabajadores superarán estos años de plomo. Con la fuerza y el coraje en las calles, la esperanza en la cabeza, Lula en el corazón y el 13, número del PT, en las urnas.
Que lleguen los días de gloria, antes de que Brasil acabe en un Guantánamo de proporciones gigantescas.