Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
2010
—Estás por lograr que no me lleve secretos a la tumba, pibe.
Por primera vez en toda la tarde, que ya lleva una exagerada cantidad de horas, Anselmo indaga amablemente en los ojos de Facundo.
—¿A vos te gusta el tango?
—Claro. Obvio. Más vale.
El viejo se muerde los labios. Se siente un león herbívoro. No puede recordar de dónde sacó esa frase pero le resulta oportuna. No tiene ganas de lidiar con el joven periodista por respuesta tan estúpida, trivial y viciada de nulidad. Ninguno parpadea. Al muchacho le cuesta mantener la mirada. Anselmo, en cambio, siente la seguridad del precipicio cercano. Sus ojos transparentes, hundidos, acataratados, se sostienen firmes entre atávicos surcos de vida convulsionada y arrugas que pierden efecto por tantas cicatrices. Una débil pero intrigante luz mortecina parida de su celeste mirar deja una huella indeleble en los ojos de su interlocutor. Ambos saben que algo los unirá para siempre. La muerte, se inquieta Facundo. No puedo no preguntarle por su propia muerte tan cercana. No cree que ese hombre la piense como un descanso, un pasaje a un recinto de paz, menos que menos un consuelo religioso, sino como un sencillo no va más, chau, hasta el lunes. Tardó demasiado en preguntar, no queda más tiempo. Sin soltar ni un milímetro el mutuo engarce cristalino, Anselmo le apaga el grabador.
—Basta. Suficiente, hasta acá.
El viejo se incorpora vacilante. Hacía mucho que no tomaba tanto del bueno. Qué placer. Vacía de un trago el resto del whisky e inicia una lenta retirada. La imagen del final conmueve a Facundo. Se enoja consigo mismo por dicha emoción. Es injusta para con sus convicciones. Intenta trastocarla en respeto profesional. Tampoco funciona. Decide apelar a la formalidad del agradecimiento.
—Gracias, maestro.
Nada, cero, punto y aparte. Anselmo sigue lento pero firme rumbo a la salida. Al joven periodista se le escapan unas frases estúpidas, como si no quisiera acabar todavía con esta charla que seguramente cambiará el rumbo de su vida.
—Ah, y como seguramente no vuelva a verlo, feliz cumpleaños. No todos los días se cumplen 100 años.
—Ops, qué pasó, qué dije de bueno o de malo para detener a la fiera.
—¿Perdón?
—Mañana es 25 de mayo. El bicentenario de la República.
—¿Ya mañana?
—Sí.
—Uh.
Las raíces cuando ya no encuentran agua en el fondo se desesperan generando una espiral horizontal que desembocará inevitablemente en su muerte. Se ahogan, así de simple. La lluvia deja de importarle. Resulta inocua incluso en abundancia. Asomarse a la superficie representaría apenas un último gesto de vida. No de supervivencia, sabe que es inútil intentarlo a esa altura. Pero ese insignificante brote que mana como un fantasma, una aparición, quedará allí algunas horas simplemente para decir: aquí estuve, pueden pisarme o arrancarme pero algo de mí quedará en la tierra.
El mecanismo sabiamente pensado e ingenuamente realizado no tiene opción de fallar. Le apena que sea un martes. Es un día francamente estúpido, mentecato. Hubiera preferido un fin de semana. Hasta un miércoles. La palabra miércoles le parece colorida, simpática. No hubo un miércoles de su vida que no se dijera al despertar, qué día de miércoles. Era la gracia más osada que se le podía escapar, en soledad, claro. Los lunes y los jueves le generan respeto por haber sido condecorados con sus propios tangos, un gesto de honorabilidad y distinción que los enaltece, siendo como son, en principio, días intrascendentes. “Lunes” de Padula y García Jimenez, “Jueves”, de Toranzo y Rossi. Así viene barajado el mazo, no hay con qué darle. Será él, Anselmo Irusta, quien enaltecerá el día martes en las efemérides tangueras. Tendría que haber escrito un tango con ese nombre. Tarde, qué pena.
Hacía muchísimos años que no veía tanto fervor en las calles. Felicidad y entusiasmo a granel. Es tan loca la gente, vaya a saber uno qué les provoca tanta alegría. Banderas argentinas, brindis callejeros, abrazos, música, sonrisas.
Calzado con el traje italiano abre la persiana. Es un día objetivamente hermoso. Chequea en el pequeño espejo de la afeitada que la gomina reluzca como en los mejores tiempos. El pequeño balconcito sobre la calle Chacabuco alcanza apenas para el banquito. Suficiente. Sus vecinos van a quedar sorprendidos que ese hombre tan parco y pedante preste su humanidad para participar del festejo de la patria. Anselmo en un festejo compartido es una imagen de ciencia ficción. Pero ahí está el hombre dispuesto a dejar su huella en este martes 25 de mayo de 2010. En Buenos Aires, como debe ser. Se pregunta si el resto del mundo existirá realmente. Nunca atravesó los límites argentinos. Tal vez las noticias sobre otras latitudes sean una ficción pergeñada por un demiurgo de naturaleza cómica. Con extraordinaria elegancia apoya el bandoneón en el suelo. No hizo a tiempo de limpiar tanta mierda de paloma, le chupa un huevo, salvo él nadie más lo va a notar. Tampoco le preocupan las limas, destornilladores, tenaza, cortafierro y martillo que dejó atrapados entre dos escuálidas macetas del tiempo del ñaupa. Las herramientas lo hicieron sudar pero cree haber dejado el balconcito a punto caramelo. Ahora es otro cantar. Sabe que debe hacerlo con delicadeza. Ningún movimiento brusco debe empañar su cumpleaños, el suyo y el de la patria. En unos días saldrá la nota que dejará mudos a los lectores. Hablarán de él en todos lados, diarios, revistas, radio, televisión. Pasarán su música como nunca antes en los últimos 60 años. Escribirán sobre su vida. Tal vez hasta filmen una película con sus intrigantes aventuras. Eso, una aventura. Eso fue su vida en el tango, eso fue el tango para él, una aventura que duró exactamente 100 años. Enreda las manos en las correas con un rictus teatral previamente estudiado. Se siente oportunista. Qué gracioso. Él parece otro. No, imposible. Es él mismo. Es él más que nunca. Suele acovachar su cuerpo cuando toca, inclinar el pecho hacia el fueye, como queriendo meterse adentro, pero no esta vez. Deja la espalda erguida en su máxima extensión, quiere que lo vean, que lo escuchen, que le presten atención. Toca “Seco”, su mejor tango. Cero intimidad, es todo violencia externa, mucho acorde disonante. Escucha gritos, vivas y aplausos, ya lo advirtieron desde abajo. Qué suerte. Perfecto. De manual la gente, tan previsible. Con los ojos bien abiertos reconoce vecinos en los balcones. Cámaras y filmadoras le apuntan desde la calle. No podía haberlo planeado mejor. Se viene el estribillo. Piensa tocarlo como nunca, los marcatos golpeando con el taco en el suelo del endeble balconcito generarán el efecto buscado. El musical y el otro. Ambos cuentan con su bendición. No parece suficiente. Repite estribillo y efecto. Siente más exclamaciones fervorosas de abajo, y goznes y bisagras chillando a su alrededor. En los terremotos debe ocurrir algo semejante. Pero en una superficie inmensa. Acá todo el temblor está enfocado en ese pequeño balconcito de la calle Chacabuco, en la ciudad de Buenos Aires, un martes 25 de mayo de 2010, en donde vive Anselmo Irusta, bandoneonista, compositor de tangos, el último sobreviviente de la época dorada. Cuando siente la piedra quebrarse sonríe. Está tocando como nunca. Siempre supo que era un gran bandoneonista. Se esfuerza con desmedido placer para que se le advierta la sonrisa. Ojalá se le note, la está sintiendo con una vitalidad inusitada por primera vez en toda su existencia. Sin tensiones disfruta en su boca ese gesto único y preciso mientras se desmorona desde el tercer piso hacia la calle repleta de idiotas.
FIN