Novela de Luis Longhi
Episodio quincenal del policial negro entreverado con buena parte de la historia de la Argentina y del tango.
Anselmo Irusta es uno de los bandoneonistas más iluminados que ha dado esta tierra, pero además de su arte, es poseedor de una crueldad despiadada. Sus crímenes y su música van de la mano. En 2010, a punto de cumplir 100 años, un azaroso reportaje deja expuesta una vida plagada de sangre y belleza.
CAPITULO DIECISIETE
2010
—Habrá quedado impactado.
—¿Quién?
—Usted
—Sí.
—¿Lo admiraba mucho?
—¿A quién?
—A Julio Sosa.
—No.
—Entonces…
—Ah, no, pará, hablá menos, pibe, me confundís. No. Las pelotas. Minga Sosa. El maricón le cambiaba la letra a los tangos, lo que hizo con “Cambalache” era razón suficiente para amputarle un brazo. Decí que nunca me lo crucé. Para mí el tango cantado se murió con Gardel.
—No entiendo…
—El abrazo.
—¿Di Filippo?
—Sí, eso. Yo venía de un día complicado, de unos años atroces. Nadie me avisó y yo no me di cuenta de nada hasta el abrazo. El pasado se puso pesado. Estaba desorientado, sin rumbo, sin tango, sin Rosita, sin Marión…
—¿Pensó en matarse?
—¿Me ves pinta de cagón?
—No, obvio que no pero…
—El peso de las décadas de oro del tango empezó a tirar para abajo todo el presente. Los jóvenes en los 60 ya no escuchaban tango. Nos empezó la frecuencia museo, el recuerdo de tarjeta postal, las comparaciones odiosas. Ese abrazo de Di Filippo no fue de cariño, fue de despedida. Chau a todo lo que había sido, un signo de los tiempos, un recalculaje. Yo, como todos los de mi especie, debíamos inventarnos un nuevo punto cardinal, apuntar, aprontar y disparar. Tal vez Marión leyó algo en mi mano que no me dijo. Busqué en su cuaderno de recetas pero no encontré nada. Necesitaba encontrarle un continuará a ese abrazo de chau no va más.
—¿Y qué hizo?
—Viste vos que para saber cómo murió un chabón, lo abren, lo achuran, lo desflecan y le hacen… ¿cómo es que se llama?
—Autopsia.
—Eso.
CAPITULO DIECIOCHO
1964
El departamento está pintado de verde militar. A pesar de que ingresó al edificio con los primeros rayos del sol debe prender la luz para no tropezarse con el desorden de su mono ambiente. Se queda mirando el espantoso color de la pared como si lo estuviera descubriendo por primera vez. Qué color feo, se dice en voz alta. No suele tener atracción por las artes plásticas. Ni de pequeño gustaba de dibujar o pintar. Los crayones de colores importados que le regaló su madre en el último cumpleaños festejado en la mansión familiar reposaban intactos al momento de partir, le llega el vago recuerdo de haberlos visto cuando escondía el cristo adentro de un cajón. Marrón y azul me gustaría. Ni sabe porqué piensa en esos matices. De alguna profunda remembranza le sobreviene esa combinación. Debería dormirse pero no. El cuerpo le pide descanso pero la cabeza le reclama acción. Fue intensa la jornada que se resiste a terminar. Pone agua para el mate. Una extraña decisión acaba de gestarse ahí adentro. Arrastrando el antebrazo por la mesa empuja al suelo partituras, cenicero, vasos y platos que retumban al chocar contra el suelo sin romperse pues amortiguan la caída con más papeles y ropa sucia esparcidos por todos lados. Saca el bandoneón de su caja. El único que le queda de los varios que fue teniendo a lo largo de su carrera. Qué injusta que es la vida económica del artista, piensa. Se consuela tontamente acariciando al que fue su primer bandoneón y que, por lo visto, será también el último. Mejor no le fue al dueño anterior de su reliquia. Lo estira en toda su extensión en el espacio que acaba de liberar. Puesto de esa manera pierde algo de su encanto. Así debe ocurrir cuando se deposita el cuerpo de una hermosa mujer sobre la camilla quirúrgica o de la morgue. La pronta incisión y los olores y colores de la parca borran cualquier atisbo de belleza. Demasiada luz para operar. Apaga el farol superior y enciende el velador de la mesa de luz que amortecina el ámbito adecuadamente. Como único procedimiento aséptico enciende un cigarrillo. Mirando azorado a su instrumento agusanado en línea recta, tarda en advertir el ruido metálico de la pava con el agua hirviendo. Decide que no le molesta, deja ese chillido latoso como música de fondo. Se saca el saco, la corbata, hace rato que dejó de usar chaleco, se arremanga la camisa, todo su cuerpo se dispone a una disección. Escupe colilla, la aplasta con el zapato sobre una partitura, algunas notas de un compás de tango acaban de quedar carbonizadas. Delicadamente saca cada uno de los cuatro tornillos de la parte derecha del bandoneón, retira la válvula de su sostén. La mísera indefensión de su instrumento le provoca cierta incomodidad, agita el brazo derecho en círculos buscando desprenderse de algo que no sabe ni entiende. De un tirón se arranca la camisa. Repite procedimiento con la parte izquierda del fueye retirando los tres tornillos de ese lado. Separa ambos corazones de sus respectivas tapas, agujereadas para que pasen las teclas. Se sienta sin dejar de observar al paciente cuya desnudez le revoluciona todos los esquemas de lo que supone que es su normalidad. Otro escozor, esta vez inferior, lo lleva a sacarse zapatos, medias y pantalones. Hace rato que no usa calzoncillos, desde que se descubrió demasiada poca cosa lavándolos. Ahora sí se siente en igualdad de condiciones. Apoya los codos con ambas manos sosteniendo la cabeza. Se concentra mirando cada una de las partes de su bandoneón completamente amputadas de su origen. Mira. Mira y piensa: La música puede ser cruel. El arte tal vez no sea lo contrario de la barbarie. Bandoneón, Buenos Aires, mujeres genuflexas, hombres agujereados, sábanas sucias, palanganas con permanganato. Tan fálico él. Lo tocás y se estira. Natural. Tiene sangre en sus venas. Si lo mirás con detenimiento comprobás cierto rubor religioso, nadie puede escapar de sus orígenes. En los pliegues hay evidentes crispaciones, gestos defensivos para amortiguar el dolor de golpes, desencuentros, mentiras. Dos corazones brutalmente acribillados, habiendo padecido seguramente muchas muertes lentas. En cada uno de estos botones hay huellas. Huellas de amores y odios vividos, soñados, fingidos, perdidos. Las voces, gritos y silencios de las calles, de Buenos Aires o de la ciudad que sea, de los que se nutrió en tiempos de intensa soledad, se le aparecen tan de golpe que a veces se queda sin aire. Porque él como nosotros respira. Una mosca sobrevuela el cuerpo. No piensa matarla. Espera a que se repose. Se mete adentro del túnel del fueye. Cuánta envidia. Con los sensores reflexivos al palo comienza a rejuntar cada una de las partes. El engarce perfecto de cada juntura le provoca placer sexual. El deseo de una penetración casi que lo saca de quicio. No todo escapa a sus controles. Silencio de redonda. Otra historia. Habrá que modular. Debe incorporarse para comprobar que el bicho se mueve con normalidad. Lo abre y lo cierra arriba de la mesa haciéndolo respirar. La mosca lo chuzea desde la lamparita del velador. Cómo hará para no quemarse. La sensibilidad no es contradictoria de la violencia. Está en el corazón del arte. Hay que ser muy creativo para conmover pero también hay que ser muy creativo para hacer daño. La música puede ser cruel. El arte tal vez no sea lo contrario de la barbarie, se repite. Cuántas veces se habrá quedado mirando muertos por su mano deleitándose con los colores que hibernan en los cuerpos y que afloran cuando sale el cuchillo. Será ese su morboso placer por las artes plásticas. La pobre pava de aluminio además de chillar ahora inunda el pequeño departamento de un salado olor a sarro quemado. El último vuelo del insecto fue para posarse encima de la caja del fueye. Una vez le preguntaron sobre sus mecanismos creativos, dudó si explicarlo o no. Es que no sabía la respuesta. Tuvo que pensarlo un rato. Finalmente respondió: la muerte y la vida, en ese orden.
Se despierta casi sobre la hora de salir, tan abatido quedó de la jornada anterior. No por la cantidad de cosas hechas ni bebidas sino por tanta reminiscencia pavota revoloteándole el marote. Evita pasar por la Plaza Lavalle y su reciente hábito de quedarse un buen rato contemplando la calesita. Por ese motivo termina llegando bastante temprano al bodegón. Apenas entrar se le sacude toda la modorra acumulada. Lo sorprende su propio irónico reflejo de interrumpir la acción de ingreso para corroborar lo que parece un chiste de mal gusto. El impresentable cantor de tangos Sergio Lencina, con los ojos bien apretados, pretendiendo de esa manera transmitir la emoción que se le perdió a su madre en el parto, ensaya con un desventurado guitarrista que desgrana burocráticos acordes queriendo descifrar al esperpento que delante de él lucha y se desangra por la fe que lo empecina. Sin pretender interrumpir el espectáculo que casi lo divierte, avanza mansamente por entre las mesas. Tan atraída se encuentra su atención que sin querer voltea una pila de sillas que estaba esperando ser acomodada. El tango se interrumpe. Sergio se asusta al ver venir a la fiera y retrocede buscando con la mirada un lugar donde refugiarse. A puro instinto, sin entender bien por qué, el guitarrista hace algo parecido. Justo cuando está por llegar al tablado se le interpone el dueño del boliche.
—Lo siento, Anselmo. Te quedaste sin trabajo.
—¿Razones?
—Viste vos que el tango cantado queda mejor con guitarra. Es así. Además hoy vamos a hacerle un homenaje a Julio Sosa y este muchacho es un gran parrillero, se las sabe todas.
Las averías no aterrizan solas. Quién diga que los achaques de afuera no se corresponden adentro está diciendo una mentira. Ni él mismo se habrá preguntado por qué cuando escuchó semejante agravio no respondió como lo hubiera hecho unos pocos años atrás ajusticiando al desgraciado. Quizá el trompa del bodegón nada supiera de las historias violentas que se mentan sobre este bandoneonista, seguro que no, es obvio, no hubiera dicho tan suelto de cuerpo lo que acaba de decir. Si hasta lo dijo con una sonrisa amable, como si le estuviera haciendo un favor. Sergio Lencina, claro que sabe. Por eso retrocedió como un ratón a punto de ser devorado. El guitarrista seguro que no sabe, pero es bueno en su oficio de acompañar a los cantantes. Un Anselmo sorpresivamente edulcorado establece una pausa antes de hacer o decir nada. Deja de prestarle atención al trompa. Desde lejos busca cruzar miradas con el cantor de tangos. El guitarrista no le importa, siempre detestó a esos instrumentistas falderos y esclavos de la voz cantante. Sergio se estremece, le tiembla el mentón, da pequeños pasitos retrocediendo, palpando en sus espaldas una salida, un apoyo. Se agarra con fuerza del pie del micrófono, quizá para no perder el equilibrio, difícil que sea para defenderse, nunca enfrentaría cuerpo a cuerpo a ese hombre al que no se le conoce la sonrisa. Pero Anselmo, como si estuviera haciendo una lectura reveladora de la situación inesperada a la que se enfrenta, contemplando apaciblemente a esos tres inusuales espectadores que dejaron el hueco de voces y movimientos esperando una respuesta, les regala, en principio, una mueca gentil. Quien no quiera creerlo está en todo su derecho, pero así ocurre. Cuando ya el silencio se hace insoportable, para mayor sorpresa todavía, sin que se le escape ni un murmullo ni un sottovoce ni un suspiro, Anselmo pega media vuelta y se va con su caja caminando lenta y suavemente, como si se estuviera yendo de una catedral en plena misa. A su paso, incluso, levanta las sillas que había volteado unos minutos atrás.
Era de Dios que no se iba a quedar sin su reposo en la Plaza Lavalle. Seguramente un rito que cambiará en estos días. Habrá que ver en qué dirección lo empuja el viento, piensa mientras el Tano de la gorra cuadriculada va cubriendo con lonas su fauna paralizada. Culminada la faena cobertora se apura a cerrar la puerta del enrejado que separa la calesita del resto de la plaza con una candado nuevo y exagerado.
Tuvo tiempo incluso de pasar por su departamento para dejar el fueye. Prefiere estar liviano para estos trances. Quiere disfrutar el momento, hace tanto tiempo que no se regala algo semejante. Lo inquieta de todas formas este asunto de premeditar. Es lo que lo hace tomar conciencia del cambio que se está gestando en su engranaje. Siempre fue de zarpazo instintivo, preciso, inesperado. Habrá que adaptarse. Recuerda que Marión, entrando en la veteranía, le contaba cómo había tenido que adecuarse a la artrosis y la menopausia. Veteranía, qué palabra rara. Será eso, entonces, se dice agachando el mentón en gesto lastimoso al recordar cómo debió reducir la velocidad de la variaciones de “Quejas de bandoneón” y de “Canaro en París” en los últimos shows para turistas con un trío de muertos de hambre como él.
Espera fumando en la esquina. Con el rumor de los aplausos finales enciende otro. Conoce la rutina, faltan todavía los saludos de rigor, algún apretón de manos, el vino y el sánguche de milanesa. Está linda la noche, fresca, tranquila, piensa. Cagaste Anselmo, se dice ahora con volumen para que no se le escape la frase alguna vez escuchada que le cae como piedra: el día que te pongas a disfrutar del clima será porque empezaste a pegar la curva, hora de bajar la velocidad.
Al verlo salir aprieta última pitada, escupe de colmillo y acelera. Cuando el cantor advierte la persecuta, para su lamento, la calle Tucumán rumbo al bajo está desierta y malamente iluminada. Paisaje ideal, piensa Anselmo. Pero las cosas se dan a trasmano. Qué pena, se dice cuando ve que apurado por el susto Sergio Lencina quiere cruzar la calle a las corridas justo cuando dobla una moto a toda velocidad. Con el impacto el cantor vuela y cae golpeando la cabeza contra el cordón. El motociclista, frena, mira, reflexiona, decide y escapa. Hizo bien, recapacita Anselmo. Andando despacito hacia el infortunado enciende otro faso. Con el pie lo acomoda para tenerlo de frente. Le cuesta un poco porque el pobre parece un bicho bolita todo doblado por el dolor. Desde las alturas, largando el humo, observa cómo el tipo tiembla, no tanto por el temor a lo que le pueda hacer su antiguo bandoneonista sino por la visión de la parca que le debe estar llegando.
—Esto te pasa por cantar tangos como el orto.