Por María Agustina Díaz*
Este artículo no tiene ninguna pretensión de originalidad ni de ser un acabado análisis inteligente y perspicaz. Es la pretensión que cualquiera que escriba sobre Eva Duarte debe abandonar ante los ríos de tinta y otras miles formas de describir, interpretar y reflexionar a una de las mujeres más relevantes de la historia nacional y de la cultura popular. Por esa razón, sólo hilvanaré retazos de su biografía mezcladas con la propia.
No recuerdo cuando fue la primera vez que escuché el nombre Evita porque me acompaña desde que tengo uso de razón. Formaba parte del relato materno acerca de una infancia dura, signada por la pobreza y la exclusión.
Mi madre, Graciela, fue la tercera de tres hermanas. Su madre, Argentina, había quedado huérfana de madre a los cinco años, cuando un gran relámpago cayó en el campo donde vivían. Casi niña y embarazada, a los 16 años, dejó de la estancia “La Selmira” para irse a Concepción del Uruguay con quien sería su único marido. Allí nacieron sus tres hijas y conoció las privaciones, la violencia y el dolor que provoca la humillación.
Cuando decidió separarse, en tiempos donde la Ley aún no lo permitía y donde la condena social hacia la mujer divorciada pesaba como un collar de yunques, Graciela aún usaba pañales. A diferencia de sus hermanas, no fue reconocida por su progenitor, por lo que cargó con orgullo, pero sobre todo con una tristeza perpetua, sólo el apellido que pudo darle su madre: Mondragón.
Tras algún tiempo deambulando y en situación de calle, Argentina logró internar a sus hijas en un orfanato de religiosas en la ciudad de Gualeguaychú, entregándole la tutela a monjas que las protegieron de los peligros del mundo pero no de las formas tortuosas y los abusos físicos y psicológicos que ellas mismas proferían, y logró conseguir trabajo en un sanatorio para convertirse en cocinera y mucama “cama adentro”.
Recién cuando Graciela tuvo trece años, Argentina tuvo la posibilidad de alquilar una tapera para que sus hijas estuvieran con ella. Pero era imposible vivir sin trabajar por lo que, inmediatamente, mi madre pasó a desempeñarse como niñera y empleada doméstica, en un rubro donde la informalidad le robó los aportes que necesitó para jubilarse hasta que, como ella misma decía, “gracias a Cristina” puso aplicar a una moratoria que le otorgó ingresos y cobertura de salud en los últimos años de su vida.
“A Evita la odiaban porque le daba todo a los pobres y porque era hija ilegítima y yo te puedo decir lo que es eso porque mi padre nunca me reconoció”, era la letanía con la que mi madre me habló miles de veces, cada vez que el tema ameritaba. Esta verdad me permitió entender la radicalidad de la figura de Evita, que no sólo se dispuso a ser la mujer que rompiera el paradigma de la caridad lastimosa para pasar al de la justicia social, sino que ella misma, en su cuerpo y su historia personal, estuvo dispuesta a denunciar la hipocresía de una sociedad que justificaba el abandono, la irresponsabilidad y la violencia de los hombres a la vez que cargaba culpas y vergüenzas sobre las mujeres y las infancias.
Ser “hija natural” era una especie de mancha o de llaga que signaba la identidad de quien no había sido reconocida por su padre. Ponía un halo de sospecha sobre la madre y una mirada lastimosa sobre el hijo o la hija en el marco de una sociedad patriarcal que endilgaba la legitimidad de la existencia al “hombre de la casa”. En buena hora esto ha cambiado, también al calor de las luchas feministas que han situado la dignidad en la persona, más allá de su género, más allá del reconocimiento formal de un apellido.
“La odiaban porque era hija ilegítima” decía mi madre respecto a Evita y describía el desprecio que los hijos y las hijas no queridas, no reconocidas, recibían por parte de una sociedad cruel y estratificada. Lo contaba con un tono de voz y una expresión doliente, como quien usa la historia de otro para decir lo que no se atreve de su propia historia. Pero el relato no terminaba sombrío. Mamá luego hablaba de la belleza de Evita, de como consiguió el voto para las mujeres, de sus trajecitos entallados en una cintura envidiada y en un recuerdo amoroso de un pueblo que jamás la va a olvidar. “Yo la amo a Evita” decía Graciela cada vez que enganchaba un documental o una película alusiva en la televisión. Así fue como yo, desde pequeña, también amé a Evita.
Evita exponía de algún modo su resentimiento, sentimiento que no reivindico, pero sí comprendo. Era la expresión del enojo de una niña herida hecha mujer y figura pública la que interpelaba el alma de quienes vivían sabiendo que la dignidad les estaba siendo robada. Había algo en el resentimiento y en la revancha de Evita que hacía a los humildes y a los excluidos sentirse representados por ella como por nadie más. Fue la procedencia social lo que los ligó a la identidad del peronismo, mucho más que la conciencia nacional y la convicción personal.
Perón comprendió esa potencia que no podía encauzar tan fácilmente. Evita desafiaba a las tradiciones excluyentes, machistas y clasistas de la Argentina que no estaban dispuestas a tolerar a una mujer discutiendo política y, mucho menos, la distribución de la riqueza y los intereses nacionales. Fue la temprana enfermedad la única capaz de detener esa potencia.
Pero a pesar de los festejos y las celebraciones por la muerte de Eva Duarte y las paredes inscriptas con ¡viva el cáncer!, algo había cambiado para siempre. Esto lo entendieron muy bien los sectores golpistas y antidemocráticos que bombardearon la Plaza de Mayo, derrocaron a Perón y proscribieron a la fuerza política mayoritaria argentina por casi dos décadas. Intentaron detener esa transformación prohibiendo el nombre de una muerta, quemando sus fotos, destruyendo el lugar donde había fallecido (convertido en un espacio de culto popular) y, más tarde, robando su cuerpo.
Si, en nuestro país hubo quienes se robaron un cadáver, fusilaron inocentes, bombardearon a civiles y lesionaron el sistema productivo – industrial permitiendo la injerencia del Fondo Monetario Internacional en nuestros asuntos internos. Si, en nuestro país hubo quienes hicieron del cuerpo sin vida de una joven mujer consumida por el cáncer, amada por los pobres, un trofeo de guerra para lastimar a Juan Domingo Perón mientras estaba condenado al exilio.
Insisto, no reivindico al resentimiento como un sentimiento capaz de construir porvenires mejores, pero qué distinto el resentimiento de Evita al de sus opresores. El resentimiento de Evita se tradujo en su voz alzada e insurrecta, en sus verdades gritadas, y en la obra de la Fundación Eva Perón que trataba de vengarse de la injusticia cada vez que un gurí pobre tenía una pelota de cuero o un juguete nuevo. En cambio, el resentimiento de los otros fue el de las vejaciones, el del cadáver escondido y vapuleado, el de los asesinatos, el del cercenamiento de la libertad. Ahora bien, estos resentimientos no sólo se distinguen por su contenido, sino por su eficacia. No sirvieron de nada las prohibiciones, las censuras ni los sacrilegios a la sepultura. Evita continuó siendo igual de amada, igual de recordada e igual de reivindicada.
Un capítulo a parte tendría que dedicarse al modo en el que, 18 años después de su muerte, la Juventud Peronista tomó el nombre de Evita como bandera y su breve trayectoria política como guía revolucionaria junto con los aportes del Concilio Vaticano II de la Iglesia Católica y los hechos de la Revolución Cubana.
Hasta hoy la radicalidad del mensaje de Evita trascendió y trasciende todos los muros posibles: la violencia política y la persecución en tiempos de dictadura; el licuado ideológico neoliberal que se comió el pejotismo de los 90’; la globalización con su extranjerización de ideas; y el pragmatismo de nuestros días que cercena la posibilidad de pensar un programa político que exceda a aquel que sólo enuncia la administración del Estado para evitar peores daños y un acuerdo con el FMI que nos permita respirar un poco pero pidiendo permiso al dueño del tubo de oxígeno.
Está claro, la radicalidad del mensaje de Evita no significa hacer carne en la Argentina la teoría del foco guevarista ni la revolución socialista, sino hacer peronismo, esto es, construir pisos de derechos cada vez más altos. “Nadie hizo tanto por los pobres como Evita y Cristina”, decía mi mamá que con su primera jubilación se compró electrodomésticos baratos, colonia de perfume y ropa para ir a pasear al centro. Por en quienes no tuvieron (o tienen) nada, poder elegir qué y cuándo comer es un lujo, un placer. Ese es el peronismo que nos hace falta, el que está en riesgo histórico, el que no puede convivir con un 40% de argentinos y argentinas pobres.
Creo, con mucha convicción, que la supervivencia de la figura de Evita en el corazón de su pueblo depende de la transmisión amorosa y cargada de identidad, esa tarea que mi madre supo hacer tan extraordinariamente porque, como toda mujer de “abajo”, contaba con una gran sencillez, con una infalible inteligencia práctica y una sensibilidad superlativa.
Mi madre murió de cáncer de útero, como Evita. Por lo que no sólo sus nacimientos estuvieron signados por el mismo trazo. Me heredó, entre otras muchas cosas invaluables, el amor hacia una mujer que permitió vivir más dignamente a los suyos y, sobre todas las cosas, sentir orgullo de la procedencia, te legitime alguien de afuera o no.
El contexto amerita mirar la figura de Evita, no en sus partes más conocidas y digeribles para un sistema que pretende mantener un statu quo injusto, sino en esas partes que incomodan a cualquier privilegio. Ese será nuestro mejor homenaje.
*María Agustina Díaz es politóloga, egresada de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente está culminando sus estudios de maestría en Políticas Públicas y Desarrollo en FLACSO y se desempeña como directora de Fortalecimiento de Prácticas Democráticas del Ministerio del Interior de la Nación